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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (46 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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—Tú no sabes nada de regimientos.

—¡Y tú no sabes nada acerca de la administración de una finca!

Jay estaba perdiendo la paciencia, pero se contuvo.

—¿Qué quieres que haga?

—Que despidas a Lennox.

—Pero ¿quién lo va a sustituir?

—Lo podríamos hacer los dos juntos.

—¡Yo no quiero ser un granjero!

—Pues entonces deja que lo sea yo.

—Ya me lo figuraba —dijo Jay.

—¿Qué quieres decir?

—Tú lo que quieres es asumir el mando de todo, ¿verdad?

Jay temía que Lizzie se enfadara con él, pero, en su lugar, ésta se limitó a preguntarle:

—¿Es eso lo que tú crees realmente?

—Más bien sí.

—Estoy intentando salvarte. Vas de cabeza hacia el desastre. Lucho por evitarlo y tú crees que soy una mandona. Si eso es lo que piensas de mí, ¿por qué te casaste conmigo?

A Jay no le gustaba que empleara aquel lenguaje tan duro, pues le parecía demasiado masculino.

—Porque entonces eras muy guapa —contestó.

Lizzie le miró enfurecida, pero no dijo nada. Dio media vuelta y entró en la casa.

Jay lanzó un suspiro de alivio. Casi nunca conseguía decir la última palabra.

Tras una pausa, la siguió. Al entrar, se sorprendió de ver a McAsh en el vestíbulo, vestido con chaleco y calzado con zapatos de casa, colocando un cristal nuevo en la ventana. ¿Qué demonios estaba haciendo en la casa?

—¡Lizzie! —gritó. La buscó y la encontró en el salón—. Lizzie acabo de ver a McAsh en el vestíbulo.

—Lo he nombrado encargado del mantenimiento de la casa. Ya ha pintado los cuartos infantiles.

—No quiero ver a este hombre en la casa.

La reacción de Lizzie lo pilló por sorpresa.

—¡Pues te tendrás que aguantar!

—Bueno, es que…

—No quiero quedarme sola mientras Lennox esté en la finca. Me niego terminantemente, ¿te has enterado?

—Muy bien…

—¡Si se va él, yo también! —añadió Lizzie, abandonando la estancia.

—¡De acuerdo! —dijo Jay mientras la puerta se cerraba de golpe.

No pensaba enzarzarse en una batalla por un maldito deportado. Si ella quería que McAsh pintara los cuartos de los niños, que así fuera.

Vio en la alacena una carta para él. Reconoció la letra de su madre, se sentó junto a la ventana y la abrió.

Grosvenor Square

Londres

15 de septiembre de 1768

Mi querido hijo,

El nuevo pozo de carbón de High Glen se ha reparado después del accidente y ya se ha reanudado el trabajo en la mina.

Jay esbozó una sonrisa. Su madre sabía ir directamente al grano cuando quería.

Robert ha pasado varias semanas aquí, consolidando las dos fincas y disponiéndolo todo de tal forma que ambas se puedan administrar como una sola propiedad.

Le dije a tu padre que te corresponden unos derechos sobre el carbón, pues las tierras son tuyas. Me contestó que está pagando los intereses de las hipotecas. Sin embargo, mucho me temo que el factor decisivo haya sido el hecho de que tú te llevaras a los mejores deportados del Rosebud. Tu padre se puso furioso y Robert también.

Jay lamentó haber sido tan necio y haber pensado que podría llevarse impunemente a aquellos hombres. No hubiera tenido que subestimar a su padre.

Seguiré insistiendo ante tu padre. A su debido tiempo, estoy segura de que dará su brazo a torcer.

—Dios te bendiga, madre —musitó Jay.

Estaba tan lejos que probablemente jamás volvería a verla, pero ella seguía defendiendo denodadamente sus intereses tal como siempre había hecho.

Tras haber comentado los asuntos más importantes, Alicia le hablaba de sus cosas, de los parientes y amigos y de la vida social de Londres. Al final, volvía a referirse a los negocios.

Ahora Robert se ha ido a Barbados, pero no sé muy bien por qué.

El instinto me dice que está conspirando contra ti. No acierto a imaginar de qué forma te podría perjudicar, pero tiene muchos recursos y es despiadado. Procura estar siempre en guardia, hijo mío.

Tu madre que te quiere,

Alicia Jamisson

Jay guardó la carta con expresión pensativa. Respetaba profundamente la intuición de su madre, pero, aun así, pensaba que sus temores eran infundados. Barbados estaba muy lejos. Y, aunque Robert se trasladara a Virginia, no hubiera podido causarle ningún daño… ¿o tal vez si?

31

E
n la vieja ala de los cuartos infantiles, Mack encontró un mapa.

Había decorado dos de las tres habitaciones e iniciado la restauración del aula de clase. Ya estaba atardeciendo y pensaba ponerse a trabajar en serio a la mañana siguiente. Vio un arcón lleno de mohosos libros y tinteros vacíos. Empezó a examinar su contenido, preguntándose qué objetos merecería la pena conservar. El mapa estaba cuidadosamente doblado en el interior de un estuche de cuero. Lo abrió y lo estudió.

Era un mapa de Virginia.

Al principio, sintió el impulso de saltar de alegría, pero su júbilo se disipó en cuanto se dio cuenta de que no entendía nada. Los nombres lo dejaron perplejo hasta que se dio cuenta de que estaban escritos en un idioma extranjero… adivinó que era francés. Virginia se escribía «Virginie», el territorio situado al nordeste se llamaba «Partie de New Jersey» y todo lo que había al oeste de las montañas se llamaba «Louisiane», pero todo el resto de aquella parte del mapa estaba en blanco.

Poco a poco, empezó a comprenderlo mejor. Las líneas eran los ríos, las más anchas eran los confines entre las colonias y las muy gruesas correspondían a las cordilleras montañosas. Lo estudió todo con profunda emoción: aquél era su pasaporte a la libertad.

Descubrió que el Rappahannock era uno de los muchos ríos que atravesaban Virginia desde las montañas del oeste a la bahía de Chesapeake en el este y localizó Fredericksburg en la orilla sur del Rappahannock. No comprendía las distancias. Si el mapa no mentía, había la misma distancia hasta el otro lado de la cordillera. Pero no se indicaba ninguna ruta para cruzarla.

Experimentó una mezcla de júbilo y decepción. Al final, sabía dónde estaba, pero en el mapa no veía ninguna posible ruta de huida.

La cordillera montañosa se estrechaba hacia el sur. Mack estudió la zona, siguiendo el curso de los ríos hasta su fuente en busca de alguna salida. Vio hacia el sur una especie de paso cerca de la fuente del río Cumberland.

Recordó que Whitey le había hablado del Cumberland Gap. Debía de ser aquél: por allí se podría salir.

Era un viaje muy largo. Calculó que debía de ser de unos seiscientos kilómetros, tanto como de Edimburgo a Londres. Aquel viaje duraba dos semanas en coche y más tiempo a caballo. Y sería mucho más largo a través de los ásperos caminos y senderos de caza de Virginia.

Sin embargo, al otro lado de aquellas montañas, un hombre podía ser libre.

Dobló cuidadosamente el mapa, lo volvió a guardar en su estuche y reanudó su trabajo. Lo volvería a examinar en otra ocasión.

Si pudiera encontrar a Peg, pensó mientras barría la estancia. Antes de escapar, tenía que asegurarse de que estaba bien. Si la niña fuera feliz donde estaba, la dejaría, pero, si tuviera un amo cruel, no tendría más remedio que llevarla consigo.

Estaba oscureciendo y ya no podía trabajar.

Dejó los cuartos infantiles y bajó. Descolgó su vieja capa de pieles de un gancho que había junto a la puerta de atrás y se la echó sobre los hombros. Fuera hacía frío. Al salir, un grupo de esclavos se acercó a él. En medio de ellos estaba Kobe, llevando en brazos a una mujer. Tras una pausa de duda, Mack reconoció a Bess, la joven esclava que se había desmayado en los campos unas semanas atrás. Mantenía los ojos cerrados y su vestido estaba ensangrentado. La chica era muy propensa a sufrir accidentes.

Mack sostuvo la puerta para que entraran y siguió a Kobe al interior de la casa. Los Jamisson debían de estar en el comedor, terminando de cenar.

—Déjala en el salón mientras yo voy en busca de la señora Jamisson —dijo.

—¿En el salón? —preguntó Kobe en tono dubitativo.

Era la única estancia de la casa donde la chimenea estaba encendida, aparte del comedor.

—Confía en mí… es lo que preferiría la señora Jamisson dijo Mack.

Kobe asintió con la cabeza.

Mack llamó con los nudillos a la puerta del comedor antes de entrar.

Lizzie y Jay estaban sentados alrededor de una mesita redonda, con los rostros iluminados por un candelabro colocado en el centro.

Lizzie lucía un escotado vestido que revelaba la curva de sus pechos y se extendía como una tienda de campaña sobre su abultado vientre. Estaba comiendo unos granos de uva mientras Jay cascaba unas nueces y Mildred, una esbelta doncella de piel color tabaco, llenaba la copa de vino de Jay. El fuego ardía en la chimenea y la serena escena doméstica le hizo olvidar a Mack por un instante que ambos eran marido y mujer.

Volvió a mirar y observó que Jay mantenía el rostro apartado, contemplando a través de la ventana las sombras del anochecer sobre el río. Por su parte, Lizzie miraba hacia el otro lado mientras Mildred llenaba las copas. Ninguno de los dos sonreía. Hubieran podido ser unos desconocidos en una taberna, obligados a compartir una mesa, pero sin el menor interés el uno por el otro.

—¿Qué demonios quieres? —preguntó Jay al ver a Mack.

Mack se dirigió a Lizzie.

—Bess ha sufrido un accidente… Kobe la ha llevado al salón.

—Voy enseguida —dijo Lizzie, empujando su silla hacia atrás.

—¡Que no vaya a manchar de sangre la tapicería de seda amarilla! —gritó Jay.

Mack sostuvo la puerta y siguió a Lizzie.

Kobe había encendido unas velas. Lizzie se inclinó sobre la joven accidentada. La oscura piel de la muchacha estaba muy pálida y sus labios aparecían exangües. Mantenía los ojos cerrados y su respiración era muy superficial.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Lizzie.

—Se ha cortado —contestó Kobe, jadeando todavía a causa del esfuerzo de haberla llevado en brazos—. Estaba cortando una cuerda con un machete, la hoja ha resbalado y le ha producido una herida en el vientre.

Mack hizo una mueca. Observó cómo Lizzie abría el desgarrón de la falda de la joven y examinaba la herida, la cual ofrecía muy mal aspecto, pues sangraba profusamente y parecía muy profunda.

—Que uno de vosotros vaya a la cocina por unos lienzos limpios y un cuenco de agua caliente.

Mack admiró su decisión.

—Voy yo —dijo.

Corrió a la dependencia exterior donde estaba la cocina. Sarah y Mildred estaban fregando los platos de la cena.

—¿Cómo está? —preguntó la siempre sudorosa Sarah.

—No lo sé. La señora Jamisson ha pedido lienzos limpios y agua caliente.

Sarah le entregó un cuenco.

—Toma, saca un poco de agua del fuego. Ahora te doy unos lienzos.

Mack regresó inmediatamente al salón.

Lizzie había cortado la falda de Bess alrededor de la herida. Sumergió un lienzo en el agua caliente y lavó la piel. Una vez limpia, la herida parecía mucho más grave. Mack temió que hubiera dañado a los órganos internos.

Lizzie compartía sus temores.

—Yo no puedo hacer nada más —dijo—. Necesita un médico.

Jay entró en la estancia, echó un vistazo y se puso muy pálido.

—Tendré que mandar llamar al doctor Finch —le dijo Lizzie.

—Haz lo que quieras —le contestó él—. Yo me voy al Ferry House… hay una pelea de gallos —añadió, abandonando el salón.

«Vete con viento fresco», pensó despectivamente Mack.

Lizzie miró a Kobe y a Mack.

—Uno de vosotros tendrá que ir a caballo a Fredericksburg en medio de la oscuridad.

—Mack no es muy buen jinete. Yo iré —dijo Kobe.

—Tiene razón —reconoció Mack—. Yo podría ir con el coche, pero es más lento.

—Asunto resuelto —dijo Lizzie—. No cometas imprudencias, Kobe, pero date prisa… esta chica puede morir.

Fredericksburg se encontraba a quince kilómetros de distancia, pero Kobe conocía el camino y regresó dos horas más tarde.

Entró en el salón con expresión enfurecida. Mack jamás le había visto tan enojado.

—¿Dónde está el doctor? —le preguntó Lizzie.

—El doctor Finch no quiere venir a esta hora de la noche por una negra —contestó Kobe con trémula voz.

—Maldita sea su estampa —exclamó Lizzie.

Todos contemplaron a Bess. Su piel estaba empapada en sudor y su respiración era muy irregular. De vez en cuando gemía muy quedo, pero no abría los ojos. La seda amarilla del sofá estaba completamente empapada de sangre.

—No podemos quedarnos aquí cruzados de brazos sin hacer nada —dijo Lizzie—. ¡Se podría salvar!

—No creo que le quede mucha vida —dijo Kobe.

—Si el médico no viene, se la tendremos que llevar nosotros —decretó Lizzie—. La colocaremos en el coche.

—No conviene que la movamos —terció Mack.

—¡Si no lo hacemos, morirá de todos modos! —gritó Lizzie.

—Bueno, bueno. Voy a sacar el coche.

—Kobe, toma el colchón de mi cama y colócalo en la parte de atrás para que podamos tenderla. Y trae también unas mantas.

Mack tornó a las cuadras. Los mozos se habían ido todos a las cabañas de los esclavos, pero Mack colocó rápidamente a la jaca
Stripe
en los tirantes. Utilizando una tea encendida con el fuego de la cocina, encendió las linternas del coche. Cuando se detuvo delante de la entrada de la casa, Kobe ya estaba esperando.

Mientras éste colocaba el colchón en el vehículo, Mack entró en la casa y vio a Lizzie, poniéndose la chaqueta.

—¿Va usted a venir? —le preguntó.

—Sí.

—¿Lo considera prudente en su estado?

—Me temo que el maldito médico se negará a atenderla si no voy yo con ella.

Mack se abstuvo de discutir con Lizzie. Tomó cuidadosamente a Bess en sus brazos, la sacó al exterior y la depositó sobre el colchón. Kobe la cubrió con las mantas mientras Lizzie subía y se sentaba al lado de la chica, acunando su cabeza entre sus brazos.

Mack se sentó delante y tomó las riendas. Tres personas eran demasiado para la jaca, por lo que Kobe tuvo que dar un empujón al coche para ponerlo en marcha. Mack bajó por el camino y giró hacia Fredericksburg.

No había luna, pero la luz de las estrellas le permitía ver por dónde iba. El camino era pedregoso y estaba lleno de baches. Mack temía que los brincos del vehículo perjudicaran a Bess, pero Lizzie no cesaba de decirle:

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