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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (21 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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No obstante, había algunas deducciones. Sidney Lennox, el intermediario o «contratante», enviaba a bordo grandes cantidades de ginebra y cerveza para los hombres. Los descargadores tenían que beber mucho para reponer el líquido que perdían sudando, pero Lennox les daba más de lo necesario y los hombres se lo bebían todo, por lo que era lógico que hubiera algún accidente antes de que finalizara la jornada. Y la bebida se tenía que pagar. Por consiguiente, Mack no sabía muy bien lo que le iban a dar cuando aquella noche hiciera cola en la taberna para cobrar el salario. Sin embargo, aunque la mitad del dinero se fuera en deducciones, un cálculo sin duda exagerado, el resto doblaba lo que ganaba un minero en una semana laboral de seis días.

A aquel paso, podría enviar por Esther en muy pocas semanas.

Le había escrito una carta a su hermana nada más instalarse en casa de Dermot y ella se había apresurado a contestarle. Su fuga había sido la comidilla del valle, le decía. Algunos de los jóvenes picadores estaban tratando de enviar un documento de protesta al Parlamento inglés contra la esclavitud en las minas. Y Annie se había casado con Jimmy Lee.

Mack experimentó una punzada de nostalgia al pensar en Annie. Jamás volvería a retozar en el brezal con ella. Pero Jimmy Lee era un buen chico. A lo mejor, el documento de protesta sería el principio del cambio. A lo mejor, los hijos de Annie y Jimmy Lee serían libres.

Introdujeron los últimos restos de carbón en los sacos y éstos se cargaron en una barcaza que los trasladaría a la orilla desde donde los llevarían a un cercano almacén. Mack enderezó la dolorida espalda y se echó la pala al hombro. Arriba en la cubierta el aire frío le azotó el cuerpo. Se puso la camisa y la capa de piel que Lizzie Hallim le había dado. Los descargadores de carbón se trasladaron a la orilla en la barcaza que transportaba los últimos sacos y se dirigieron a pie al Sun para cobrar la paga.

El Sun era una taberna frecuentada por marinos y estibadores. El suelo era de tierra, los bancos y las mesas estaban rotos y una chimenea cuyo humo se esparcía por el local daba un poco de calor. El tabernero Sidney Lennox era un jugador y siempre había alguna partida en marcha: cartas, dados o algún complicado juego con un tablero y unas fichas. Lo único bueno que tenía el lugar era Back Mary, la cocinera africana que preparaba unos picantes y sabrosos guisos a base de mariscos y carne de segunda que a los clientes les sabían a gloria.

Mack y Dermot fueron los primeros en llegar. Encontraron a Peg sentada en el bar con las piernas cruzadas, fumando tabaco de Virginia en una pipa de arcilla. La niña vivía en el Sun y dormía en el suelo, en un rincón de la taberna. Lennox era no sólo contratante sino también receptador de objetos robados, por lo que Peg le vendía todo lo que birlaba. Al ver a Mack, soltó un escupitajo al fuego y le dijo alegremente:

—Hola, escocés… ¿has rescatado a alguna otra doncella en apuros?

—Hoy no —le contestó él, mirándola con una sonrisa.

Back Mary asomó su sonriente rostro por la puerta de la cocina.

—¿Sopa de rabo de buey, chicos?

Hablaba con acento de los Países Bajos y algunos decían que era una antigua esclava de un capitán de barco holandés.

—Sólo un par de calderas para mí, por favor —le contestó Mack.

—Tenemos hambre, ¿eh? —dijo ella sonriendo—. ¿Habéis trabajado mucho?

—Sólo un poco de ejercicio para que nos entrara el apetito —contestó Dermot.

Mack no tenía dinero para pagarse la cena, pero Lennox concedía crédito a todos los descargadores de carbón y después se lo descontaba de la paga. A partir de aquella noche, pensó Mack, lo pagaría todo en efectivo, no quería contraer deudas.

Se sentó al lado de Peg y le preguntó en tono de chanza:

—¿Qué tal va el negocio?

La niña se tomó la pregunta en serio:

—Esta tarde Cora y yo nos hemos tropezado con un tipo muy rico y ahora tenemos la noche libre.

A Mack le hacía gracia tener amistad con una ladrona. Sabía cuál era la causa que impulsaba a la chica a robar: no tenía ninguna otra alternativa si no quería morirse de hambre. Sin embargo, algo en su interior, tal vez un residuo de las actitudes de su madre, lo inducía a no aprobar su conducta.

Peg era una niña escuálida, menuda y tremendamente frágil, con unos preciosos ojos azules y el temperamento propio de una delincuente empedernida, tal como efectivamente la consideraba la gente.

Mack sospechaba, sin embargo, que su dura apariencia no era más que una coraza protectora, tras la cual se ocultaba probablemente una desvalida chiquilla asustada sin nadie en el mundo que cuidara de ella.

Back Mary le sirvió una sopa con unas cuantas ostras flotando, una rebanada de pan y una jarra de cerveza negra. Mack se abalanzó sobre la comida como un lobo hambriento.

Los otros descargadores ya estaban entrando a la taberna.

A Lennox no se le veía por ninguna parte, lo cual era muy extraño, pues normalmente siempre se encontraba en el local, jugando a las cartas o los dados con sus clientes. Mack estaba deseando que apareciera, pues quería saber cuánto dinero había ganado aquella semana.

Llegó a la conclusión de que Lennox les estaba haciendo esperar para que se gastaran más dinero en la taberna.

Cora se presentó al cabo de aproximadamente una hora. Estaba tan guapa como de costumbre, con un vestido de color mostaza ribeteado de negro. Todos los hombres la saludaron con entusiasmo, para asombro de Mack, la muchacha decidió sentarse a su lado.

—Me han dicho que has tenido una tarde muy fructífera —le dijo Mack.

—Un dinero muy fácil de ganar —contestó ella—. El vejestorio hubiera tenido que ser un poco más juicioso.

—Dime cómo lo haces para que yo no sea víctima de alguien como tú.

Ella le miró con expresión coqueta.

—Tú nunca tendrás que pagar nada a las mujeres, Mack. Eso te lo digo yo.

—Pero dímelo de todos modos… siento curiosidad.

—Lo más fácil es elegir a un ricachón con unas copas de más, tratar de encandilarle, llevarle a un callejón oscuro y escapar con el dinero.

—¿Y es eso lo que has hecho hoy?

—No lo de hoy ha sido mucho mejor. Encontramos una casa vacía y sobornamos al criado que la cuidaba. Yo hice el papel de una dama aburrida… y Peg el de mi sirvienta. Lo llevamos a la casa, simulando que yo vivía allí. Me quité la ropa, conseguí que se metiera en la cama y entonces entró Peg muy alterada, diciendo que mi marido había regresado inesperadamente.

Peg se partió de risa.

—Hubieras tenido que ver la cara del pobre viejo. ¡Estaba tan muerto de miedo que se escondió en un armario!

—Nos fuimos con su billetero, su reloj y toda su ropa.

—¡Probablemente aún está en el armario! —dijo Peg.

Ambas se desternillaron de risa.

Las mujeres de los descargadores entraron en la taberna, muchas de ellas con sus hijos en brazos o agarrados de sus faldas. Algunas eran muy guapas, pero otras parecían muy cansadas y desnutridas, esposas apaleadas de maridos violentos. Mack pensó que todas estaban allí para recibir por lo menos una parte de la paga antes de que sus maridos se gastaran el dinero en la bebida y el juego o de que las prostitutas se lo robaran. Bridget Riley entró con sus cinco hijos y se sentó con Dermot y Mack.

Al final, Lennox apareció a medianoche.

Llevaba un saco de cuero lleno de monedas y un par de pistolas para protegerse de los ladrones, según él. En cuanto lo vieron entrar, los descargadores de carbón, la mayoría de los cuales ya estaban bebidos a aquella hora, lo acogieron con vítores y aclamaciones como si fuera un héroe conquistador. Mack experimentó un momentáneo sentimiento de desprecio hacia sus compañeros: ¿por qué mostraban gratitud por algo que era simplemente lo que les correspondía? Lennox era un tipo ceñudo y musculoso de unos treinta años de edad.

Calzaba botas altas, vestía un chaleco de franela sin camisa y se encontraba en muy buena forma porque estaba acostumbrado a acarrear barriles de cerveza y aguardiente. Mantenía la boca siempre torcida en una mueca de crueldad y emanaba de él un olor muy característico, semejante al de la fruta podrida. Mack observó que Peg se estremecía involuntariamente de miedo al paso del tabernero.

Lennox empujó una mesa a un rincón y colocó encima de ella el saco y las pistolas. Los hombres y las mujeres se congregaron a su alrededor entre codazos y empujones, como si temieran que se fugara con el dinero antes de que les tocara el turno. Mack se quedó detrás.

Le parecía una indignidad ir corriendo a buscar la paga que se había ganado.

Oyó la áspera voz de Lennox, elevándose por encima del griterío de los presentes.

—Cada hombre ha ganado esta semana una libra y once peniques sin descontar las cuentas de la taberna.

Mack no estuvo muy seguro de haber oído bien. Habían descargado dos barcos, algo así como unos treinta mil sacos de carbón, lo cual equivalía a unos ingresos brutos de seis libras por barba. ¿Cómo era posible que la cantidad hubiera quedado reducida a algo más de una libra por barba?

Se oyó un murmullo de decepción entre los hombres, pero ninguno de ellos puso en duda la cifra. Mientras Lennox empezaba a contar las pagas individuales, Mack le dijo:

—Un momento. ¿Cómo lo has calculado?

Lennox levantó los ojos y le miró con cara de pocos amigos.

—Habéis descargado veintinueve mil sacos de carbón, lo cual equivale a seis libras y seis peniques brutos. Si se deducen quince chelines diarios por bebidas…

—¿Cómo? —lo interrumpió Mack—. ¿Quince chelines diarios?

¡Eran tres cuartas partes de sus ingresos!

—Eso es un auténtico robo —musitó Dermot Riley.

Algunos hombres y mujeres le hicieron eco con sus murmullos.

—Cobro una comisión de dieciséis peniques por hombre y barco —añadió Lennox—. Otros dieciséis peniques son la propina del capitán, seis peniques diarios por el alquiler de la pala…

—¿Alquiler de la pala? —estalló Mack.

—Tú eres nuevo aquí y no conoces las reglas, McAsh —le dijo Lennox con voz chirriante—. ¿Por qué no callas la maldita boca y me dejas seguir? De lo contrario, aquí no va a cobrar nadie.

Mack estaba indignado, pero el sentido común lo indujo a pensar que Lennox no se había inventado el sistema aquella noche: debía de ser algo previamente acordado y aceptado por los hombres. Peg le tiró de la manga y le dijo en voz baja:

—No armes jaleo, escocés… Lennox te lo hará pagar muy caro.

Mack se encogió de hombros y se calló. Sin embargo, su protesta había surtido efecto en sus compañeros. Dermot Riley intervino diciendo:

—Yo no me he bebido quince chelines de alcohol diarios.

—Por supuesto que no —añadió su mujer.

—Ni yo tampoco —dijo otro—. ¿Quién podría beberse esa cantidad? ¡Un hombre explotaría si se bebiera toda esa cerveza!

—Eso es lo que yo os he enviado a bordo —replicó Lennox en tono enojado—, ¿creéis que puedo llevar la cuenta de lo que bebe al día cada hombre?

—¡Si no la llevas, eres el único tabernero de Londres que no lo hace! —dijo Mack entre las carcajadas de sus compañeros.

El tono de burla de Mack y las risotadas de sus compañeros provocaron la ira de Lennox.

—Las reglas establecen que hay que pagar dieciséis chelines por la bebida, tanto si uno se la bebe como si no —dijo el tabernero, mirando enfurecido a los hombres.

Mack se acercó a la mesa.

—Pues mira, yo tengo otro sistema —dijo—. No pago el alcohol que no he bebido ni he pedido. Es posible que tú no hayas llevado la cuenta, pero yo sí y puedo decirte exactamente lo que te debo.

—Yo también —dijo otro hombre. Era Charlie Smith, un negro nacido en Inglaterra que hablaba con un marcado acento de Newcastle—. He bebido ochenta y tres jarras de la cerveza que tú vendes aquí a cuatro peniques. O sea veintisiete chelines con ocho peniques para toda la semana, no quince chelines diarios.

—Tú tienes suerte de que te paguen, negro de mierda —replicó Lennox—, tendrías que estar trabajando como un esclavo.

Charlie le miró con expresión sombría.

—Soy inglés y cristiano y mucho mejor que tú porque soy honrado —dijo, procurando dominar su furia.

—Yo también puedo decirte exactamente lo que he bebido —dijo Dermot Riley.

Lennox se estaba empezando a enfadar en serio.

—Si no os andáis con cuidado, nadie va a cobrar nada —les advirtió a los hombres.

Mack pensó entonces que sería mejor que se calmaran los ánimos.

Trató de inventarse algo, pero, al ver a Bridget Riley y a sus cinco hijos hambrientos, no pudo contener su indignación y le dijo a Lennox:

—No abandonarás esta mesa hasta que nos hayas pagado lo que nos debes.

Lennox desvió la vista hacia las pistolas.

Con un rápido movimiento, Mack arrojó las pistolas al suelo.

—Tampoco podrás escapar disparándome un tiro, maldito ladrón —le gritó.

Lennox parecía un mastín acorralado. Mack temió haber ido demasiado lejos. Quizá hubiera sido mejor abandonar la taberna para salvar la cara, pero ahora ya era demasiado tarde. Lennox tenía que rectificar. Había hecho beber más de la cuenta a los descargadores y ahora éstos lo matarían a no ser que les pagara.

Se reclinó en su asiento, entornó los ojos y le dirigió a Mack una mirada asesina diciendo:

—Esto me lo vas a pagar, McAsh, te lo juro por Dios.

Mack le contestó en tono pausado:

—Vamos, Lennox, los hombres sólo te piden que les pagues lo que les debes.

Lennox no se ablandó, pero cedió y empezó a contar a regañadientes el dinero. Primero pagó a Charlie Smith, después a Dermot Riley y a continuación, a Mack, dando por buenas las cantidades de bebidas alcohólicas que éstos afirmaban haber consumido.

Mack se apartó de la mesa, rebosante de alegría. Tenía en la mano tres libras con nueve chelines: si guardara la mitad para Esther, aún le sobraría una buena cantidad.

Otros descargadores calcularon lo que habían bebido y Lennox no lo discutió, excepto en el caso de Sam Potter, un corpulento muchacho de Cork, el cual afirmó haber bebido tan sólo treinta jarras entre las risas generales de sus compañeros. Al final, se conformó con que le asignaran el triple.

Un sentimiento de júbilo se extendió entre los hombres y sus mujeres mientras se guardaban las ganancias. Varios de ellos se acercaron a Mack para darle unas palmadas en la espalda y Bridget Riley incluso le dio un beso. Mack sabía que había hecho algo extraordinario, pero mucho se temía que el espectáculo aún no hubiera terminado. Lennox había cedido con demasiada facilidad.

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