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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (48 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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En cambio, Jay era un joven débil e insensato que, por si fuera poco, le había mentido, pero ella se había casado con él y tenía que serle fiel.

Mack la estaba mirando. Lizzie se preguntó qué estaría pensando. Dedujo que se había referido a sí mismo al decirle «Huya a la frontera con el primer inútil que se le cruce por delante».

Mack alargó tímidamente la mano y le acarició suavemente la mejilla. Lizzie cerró los ojos. Si su madre lo hubiera visto, habría sabido exactamente qué decirle. «Te casaste con Jay y prometiste serle fiel. ¿Eres una mujer o una niña? Una mujer cumple su palabra incluso cuando le cuesta y no solamente cuando es fácil. En eso consisten las promesas».

Pero ella estaba permitiendo que otro hombre le acariciara la mejilla. Abrió los ojos y miró fijamente a Mack. La expresión anhelante de sus ojos verdes le endureció el corazón. Un súbito impulso se apoderó de ella, induciéndola a propinarle un fuerte bofetón.

Fue como golpear una roca. Mack no se movió, pero su expresión experimentó un cambio. No le había lastimado el rostro sino el corazón. Estaba tan sorprendido y consternado que Lizzie sintió una apremiante necesidad de pedirle disculpas y estrecharlo en sus brazos. Trató de resistir y le dijo con trémula voz:

—¡No te atrevas a tocarme!

Mack la miró horrorizado y dolido. Lizzie no podía seguir contemplando la afligida expresión de sus ojos, por lo que se levantó y abandonó la estancia en silencio.

«Decida ser la esposa de Jay y tenga otro hijo con él», le había dicho Mack. Lo estuvo pensando un día entero. La idea de acostarse con Jay le resultaba desagradable, pero era su deber de esposa. Si se negara a cumplirlo, no merecería tener un marido.

Aquella tarde tomó un baño. Era un procedimiento muy complicado que consistía en la colocación de una bañera de estaño en el dormitorio y en el esfuerzo de cinco o seis chicas que subían y bajaban sin cesar desde la cocina con jarras de agua caliente. Cuando terminó, se puso ropa limpia y bajó para la cena.

Era una fría noche de enero y la chimenea estaba encendida. Bebió un poco de vino y trató de conversar animadamente con Jay tal como solía hacer antes de casarse. Él no le contestó, pero Lizzie no se extrañó demasiado, pues ya estaba acostumbrada.

Al terminar la cena, le dijo:

—Han transcurrido tres meses desde el parto. Ahora ya estoy bien.

—¿Qué quieres decir?

—Que mi cuerpo ha recuperado la normalidad. —No quería entrar en detalles. Sus pechos habían dejado de rezumar leche unos cuantos días después del parto y las pequeñas hemorragias le habían durado un poco más, pero ahora también habían terminado—. Quiero decir que mi vientre nunca volverá a ser tan liso como antes, pero… por lo demás, ya estoy restablecida.

Jay la miró sin comprender.

—¿Por qué me lo dices?

Procurando reprimir su irritación, Lizzie le contestó:

—Te estoy diciendo que podemos volver a hacer el amor.

Jay soltó un gruñido y encendió la pipa. No era la reacción que una mujer hubiera podido esperar.

—¿Irás esta noche a mi habitación? —le preguntó Lizzie.

Jay la miró con hastío.

—Es el hombre el que hace estas sugerencias —le dijo en tono irritado.

—Quería simplemente que supieras que ya estoy preparada —dijo Lizzie, levantándose para regresar a su dormitorio.

Mildred subió para ayudarla a desnudarse. Mientras se quitaba las enaguas, preguntó con la mayor indiferencia que pudo:

—¿Ya se ha ido a la cama el señor Jamisson?

—No, no creo.

—¿Está todavía abajo?

—Me parece que ha salido.

Lizzie contempló el bello rostro de la joven y observó que su expresión era un poco enigmática.

—¿Me ocultas algo, Mildred?

La muchacha tenía sólo dieciocho años y no sabía disimular.

—No, señora Jamisson —contestó, apartando los ojos.

Lizzie comprendió que mentía, pero ¿por qué?

Mildred se puso a cepillarle el cabello. Lizzie se preguntó adónde habría ido Jay. Salía a menudo después de cenar. A veces decía que iba a jugar a las cartas o a ver una pelea de gallos, pero otras veces no decía nada. Lizzie dedujo que debía de ir a tomar unas copas de ron a alguna taberna en compañía de otros hombres. Pero, en tal caso, Mildred se lo hubiera dicho. De repente, se le ocurrió otra posibilidad.

¿Tendría su marido otra mujer?

Transcurrió más de una semana sin que Jay acudiera a su habitación.

Lizzie empezó a obsesionarse con la idea de que Jay tuviera una aventura. La única persona que se le ocurría era Suzy Delahaye. Era joven y bonita y su marido la dejaba sola muy a menudo, pues, como todos los virginianos, era aficionado a las carreras de caballos y a veces emprendía viajes de hasta dos días para ver alguna. ¿Saldría Jay después de la cena para irse a casa de los Delahaye y meterse en la cama con Suzy?

Pensó que todo eran figuraciones suyas, pero no podía quitarse la idea de la cabeza.

A la séptima noche, miró por la ventana del dormitorio y vio el parpadeo de la llama de una linterna cruzando el césped del jardín.

Decidió seguirlo.

Hacía frío y estaba oscuro, pero no perdió el tiempo en vestirse. Se cubrió los hombros con un chal y bajó corriendo la escalera.

Salió sigilosamente de la casa. Los dos perros de caza que dormían en el porche la miraron con curiosidad.

—¡Vamos,
Roy
, vamos,
Rex
! —les dijo.

Cruzó corriendo el jardín en pos de la linterna, seguida de cerca por los perros. Muy pronto la luz se perdió en la espesura del bosque, pero, para entonces, ella ya estaba lo bastante cerca como para ver que Jay era el que había tomado el camino de los cobertizos del tabaco y la casa del capataz.

A lo mejor, Lennox tenía un caballo ensillado para que Jay pudiera trasladarse a casa de los Delahaye. Lizzie intuía que Lennox estaba metido en el asunto. Aquel hombre siempre tenía algo que ver con las fechorías de Jay.

No volvió a ver la luz de la linterna, pero localizó enseguida las dos casas. Una la ocupaba Lennox y la otra la había ocupado Sowerby, pero ahora estaba vacía.

Sin embargo, dentro había alguien.

Las ventanas estaban cerradas porque hacía mucho frío, pero la luz se filtraba a través de las rendijas.

Lizzie se detuvo para que se le calmaran un poco los latidos del corazón, pero era el temor y no el esfuerzo el que le había acelerado las pulsaciones. Tenía miedo de lo que estaba a punto de descubrir.

La idea de que Jay tomara a Suzy en sus brazos tal como la había tomado a ella y la besara en los labios como a ella la volvía loca de furia. Pensó incluso en la posibilidad de dar media vuelta. Pero la ignorancia hubiera sido mucho peor.

Probó a abrir la puerta. No estaba cerrada con llave. La empujó con determinación y entró.

La casa tenía dos estancias. En la cocina de la parte anterior no había nadie, pero se oía una voz procedente del dormitorio del fondo. ¿Ya estarían en la cama? Se acercó de puntillas a la puerta, asió el tirador, respiró hondo y la abrió de golpe. Suzy Delahaye no se encontraba en la estancia.

Pero Jay sí, tendido en la cama descalzo y en mangas de camisa.

Una esclava permanecía de pie junto a la cama.

Lizzie no conocía su nombre: era una de las cuatro que Jay había comprado en Williamsburg, una hermosa y esbelta joven de aproximadamente su misma edad, con unos suaves ojos castaños. Estaba completamente desnuda y Lizzie pudo ver sus orgullosos pechos oscuros y el rizado vello negro de su ingle.

Mientras la miraba, la muchacha la estudió con una expresión que ella jamás en su vida podría olvidar: arrogante, despectiva y triunfal. Tú serás la dueña de la casa, decía la mirada, pero él viene a mi cama todas las noches, no a la tuya.

La voz de Jay le llegó como desde muy lejos:

—¡Lizzie, oh, Dios mío!

Ella se volvió a mirarle y vio una mueca de horror en su rostro. Su desconcierto no le produjo la menor satisfacción, pues sabía desde hacía mucho tiempo que era un cobarde.

—¡Vete al infierno, Jay! —le dijo con voz pausada antes de dar media vuelta y abandonar la estancia.

Regresó a su dormitorio, sacó unas llaves de un cajón y bajó a la sala de armas.

Sus rifles Griffin estaban al lado de las armas de Jay, pero ella eligió dos pistolas con su correspondiente estuche de cuero. Examinó el contenido del estuche y encontró un cuerno lleno de pólvora, unos tacos de lino y algunos pedernales de repuesto, pero ninguna bala.

Buscó en toda la sala, pero no había nada, sólo un montoncito de lingotes de plomo. Tomó un lingote y, un molde de bala (un pequeño instrumento semejante a unas pinzas), salió de la estancia y cerró la puerta.

En la cocina, Sarah y Mildred la miraron con grandes ojos asustados al verla con una funda de pistola bajo el brazo. Sin decir nada, Lizzie se acercó a una alacena y sacó un cuchillo de gran tamaño y una pequeña y pesada cacerola de hierro con pico. Después subió a su dormitorio y cerró la puerta.

Atizó el fuego de la chimenea hasta que no pudo acercarse a él más que durante unos segundos y puso el lingote en la cazuela y la cazuela sobre el fuego.

Recordó a Jay regresando a casa de Williamsburg con cuatro jóvenes esclavas. Ella le preguntó por qué no había comprado hombres y él le contestó que las chicas eran más baratas y más obedientes. En aquel momento no le dio demasiada importancia y se preocupó más bien por la extravagante compra del nuevo coche. Ahora lo comprendía todo amargamente.

Llamaron a la puerta y se oyó la voz de Jay:

—¿Lizzie? —Jay giró el tirador y, al comprobar que la puerta estaba cerrada, repitió—: Lizzie… ¿me dejas entrar?

Ella no le contestó. Jay estaba acobardado y se sentía culpable. Más tarde encontraría la manera de convencerse a sí mismo de que no había hecho nada malo y entonces se enfurecería. Pero, de momento, era inofensivo.

Se pasó más de un minuto llamando hasta que, al final, se dio por vencido y se retiró.

Cuando el plomo se fundió, Lizzie sacó la cazuela del fuego. Actuando con rapidez, vertió un poco de plomo en el molde a través del pico del recipiente. En el interior de la cabeza del instrumento había una cavidad esférica que se llenó de plomo fundido. Inmediatamente introdujo el molde en un cuenco de agua de su lavamanos para que el plomo se enfriara y endureciera. Cuando juntó los extremos de la pinza, la cabeza se abrió y cayó una bala impecablemente redonda. Lizzie la tomó. Era perfecta, exceptuando una minúscula cola formada por el plomo que había quedado en la boquilla. Cortó la cola con el cuchillo de cocina.

Siguió fabricando balas hasta agotar todo el plomo. Después cargó las dos pistolas, las depositó al lado de la cama y comprobó que la puerta estuviera bien cerrada.

Después se fue a dormir.

33

M
ack no le perdonaba a Lizzie la bofetada. Cada vez que lo pensaba, se ponía furioso. Ella le daba falsas esperanzas y, cuando él respondía, lo castigaba. No era más que una despiadada bruja de la clase alta que se divertía jugando con sus sentimientos, pensó. Pero en el fondo sabía que no era cierto y, al cabo de algún tiempo, cambió de opinión y comprendió que Lizzie se debatía en un mar de dudas. Se sentía atraída por él, pero estaba casada con otro. Tenía un sentido del deber muy bien desarrollado, pero comprendía que sus convicciones se estaban empezando a tambalear. Para intentar acabar con el dilema, se peleaba con él.

Hubiera deseado decirle que su lealtad a Jay estaba fuera de lugar. Todos los esclavos sabían desde hacía muchos meses que el amo pasaba las noches en una casita con Felia, la hermosa y complaciente muchacha del Senegal. Pero estaba seguro de que Lizzie lo averiguaría por sí misma más tarde o más temprano, tal como efectivamente había ocurrido dos noches atrás. La reacción de Lizzie había sido tan exagerada como de costumbre: cerró bajo llave la puerta de su dormitorio y se armó con dos pistolas.

¿Cuánto tiempo aguantaría en aquella situación? ¿Cómo terminaría el conflicto? «Huya a la frontera con el primer inútil que se le cruce por delante», le había dicho él, pensando en sí mismo, pero ella no había seguido el consejo. Por supuesto que jamás se le hubiera ocurrido pasar la vida con Mack. No cabía duda de que él le gustaba. Había sido algo más que un criado: la había ayudado en el parto y a ella le había encantado que la abrazara. Pero no tenía la menor intención de dejar a su marido y fugarse con él.

Mack estaba removiéndose intranquilo en su cama poco antes del amanecer cuando, de pronto, oyó el suave relincho de un caballo en el exterior.

¿Quién podía ser a aquella hora? Frunciendo el ceño, se levantó del catre y se acercó a la puerta de la cabaña vestido con camisa y calzones.

El aire era muy frío y Mack se estremeció al abrir la puerta. Era una mañana brumosa y estaba lloviznando, pero, bajo la plateada luz del amanecer, vio a dos mujeres entrando en el recinto de las cabañas. Una de ellas conducía una jaca por la brida.

Tardó un momento en reconocer a Cora. ¿Por qué razón habría cabalgado a través de la noche para trasladarse allí? Le habría ocurrido algo grave.

Después reconoció a la otra.

—¡Peg! —la llamó alegremente.

La niña le vio y se acercó corriendo. Mack observó que había crecido; había aumentado de estatura y sus formas eran distintas. Pero su rostro era el mismo de siempre.

—¡Mack! —gritó Peg arrojándose en sus brazos—. ¡Oh, Mack, si supieras cuánto miedo he pasado!

—Pensé que jamás volvería a verte —dijo Mack emocionado—. ¿Qué ha ocurrido?

Cora contestó a la pregunta.

—Está en dificultades. La compró un granjero de la montaña llamado Burgo Marler. La quiso violar y ella lo apuñaló con un cuchillo de cocina.

—Pobre Peg —dijo Mack, abrazándola—. ¿El hombre ha muerto?

Peg asintió con la cabeza.

—El suceso se ha publicado en la
Virginia Gazette
y ahora todos los sheriffs de la colonia la están buscando —explicó Cora.

Mack la miró horrorizado. Si la atraparan, Peg sería ahorcada.

El rumor de la conversación despertó a los otros esclavos. Algunos de los deportados salieron y, al ver a Peg y a Cora, las saludaron efusivamente.

—¿Cómo llegaste a Fredericksburg? —le preguntó Mack a Peg.

—A pie —contestó la niña con un toque de su antigua personalidad desafiante—. Sabía que tenía que ir hacia el este y encontrar el río Rappahannock. Anduve en la oscuridad y pregunté el camino a personas que viven de noche… esclavos, fugitivos, desertores del Ejército e indios.

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