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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (49 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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—La he ocultado unos días en mi casa… mi marido está en Williamsburg por asuntos de negocios. Después me enteré de que el sheriff estaba a punto de interrogar a todos los que estaban en el
Rosebud
—dijo Cora.

—¡Pero eso significa que va a venir aquí! —Dijo Mack.

—Sí… ya no puede estar muy lejos.

—¿Cómo?

—Estoy casi segura de que ya se ha puesto en camino… estaba reuniendo a una patrulla de búsqueda cuando dejé la ciudad.

—¿Pues por qué la has traído aquí? —preguntó Mack.

Cora le miró con dureza.

—Porque es tu problema. ¡Yo tengo un marido rico y mi propio banco en la iglesia y no quiero que el sheriff descubra a una asesina en el maldito henil de mis cuadras!

Los otros deportados emitieron unos murmullos de reproche.

Mack miró a Cora consternado. En otros tiempos había soñado con compartir su vida con aquella mujer.

—Tienes un corazón de piedra —le dijo.

—La he salvado, ¿no? —protestó Cora en tono indignado—. ¡Ahora me tengo que salvar yo!

Kobe había estado escuchando la conversación en silencio. Mack se volvió automáticamente hacia él para discutir la cuestión.

—La podríamos esconder en la propiedad de Thumson —dijo.

—Estaría muy bien, siempre y cuando al sheriff no se le ocurra buscar también allí —dijo Kobe.

—Maldita sea, no lo había pensado —exclamó Mack, preguntándose dónde la podría ocultar—. Buscarán en las cabañas de los esclavos, las cuadras, los cobertizos del tabaco…

—¿Ya te has tirado a Lizzie Jamisson? —le preguntó Cora.

Mack se sorprendió de que le hiciera semejante pregunta.

—¿Qué quieres decir con eso de «ya»? Por supuesto que no.

—No te hagas el tonto. Apuesto a que le gustas.

A Mack le molestaba la prosaica actitud de Cora, pero no podía hacerse el ingenuo.

—¿Y qué si le gustara?

—¿Crees que escondería a Peg… por ti?

Mack tenía sus dudas. ¿Cómo podría tan siquiera preguntárselo?, pensó. No podría amar a una mujer que se negara a proteger a una niña en semejante situación. Y, sin embargo, no sabía si Lizzie accedería a hacerlo y, por una extraña razón, estaba furioso.

—Quizá lo haría por simple bondad —contestó con intención.

—Tal vez. Pero el egoísmo del placer es más de fiar.

Mack oyó ladrar unos perros. Le pareció que eran los perros de caza de la casa grande. ¿Qué los habría inquietado? Después, se oyó un ladrido de respuesta desde algún lugar situado río abajo.

—Hay perros desconocidos en las cercanías —dijo Kobe—. Por eso se han alterado
Roy
y
Rex
.

—¿Será la patrulla de búsqueda? —dijo Mack, presa de un creciente temor.

—Yo creo que sí —contestó Kobe.

—¡Necesitaríamos un poco de tiempo para elaborar un plan!

Cora dio media vuelta y montó en su jaca.

—Me voy de aquí antes de que me vean —dijo, alejándose—. Buena suerte —añadió en un susurro, desapareciendo entre la bruma del bosque como un mensajero espectral.

Mack se volvió hacia Peg.

—Se nos está acabando el tiempo. Ven conmigo a la casa. Es nuestra mejor oportunidad.

La niña le miró con semblante asustado.

—Haré lo que tú digas.

—Iré a ver quiénes son los visitantes —dijo Kobe—. Si son los de la patrulla de búsqueda, procuraré entretenerlos.

Mack tomó a Peg de la mano y cruzó corriendo los húmedos campos en medio de la grisácea luz del amanecer. Los perros bajaron saltando los peldaños del porche para salirles al encuentro.
Roy
lamió la mano de Mack y
Rex
olfateó con curiosidad a Peg, pero ninguno de los dos ladró. En la casa nunca se cerraban las puertas, por lo que Mack entró con Peg por la puerta de atrás y ambos subieron sigilosamente al piso de arriba. Mack miró por la ventana del descansillo y vio, bajo los colores blanquinegros del amanecer, a unos cinco o seis hombres que, acompañados por unos perros, estaban subiendo desde el río. El grupo se dividió: dos hombres se encaminaron hacia la casa y los demás se dirigieron hacia las cabañas de los esclavos con los perros.

Mack se acercó a la puerta del dormitorio de Lizzie. «No me dejes en la estacada», le suplicó en silencio. Probó a abrir la puerta. Estaba cerrada bajo llave. Llamó suavemente con los nudillos, temiendo despertar a Jay, que dormía en la habitación de al lado.

Nada.

Llamó un poco más fuerte. Oyó unas ligeras pisadas y después la voz de Lizzie atravesó claramente la puerta:

—¿Quién es?

—¡Ssss! ¡Soy Mack! —contestó él en voz baja.

—¿Qué demonios quieres?

—No es lo que usted piensa… ¡abra la puerta!

La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. En la semipenumbra, Mack apenas podía ver nada. Lizzie se volvió hacia el interior de la estancia y Mack entró arrastrando a Peg. La habitación estaba a oscuras.

Lizzie cruzó la habitación y levantó una persiana. Bajo la pálida luz de la aurora, Mack la vio envuelta en una especie de camisón con el cabello deliciosamente alborotado.

—Explícate rápidamente —dijo Lizzie—. Y procura tener una buena razón. —Al ver a Peg, cambió repentinamente de actitud—. No vienes sólo —dijo.

—Peg Knapp —dijo Mack.

—La recuerdo —dijo Lizzie—. ¿Cómo estás, Peggy?

—Estoy otra vez en dificultades —contestó Peg.

—La vendieron a un granjero de la montaña que ha intentado violarla —explicó Mack.

—Oh, Dios mío.

—Lo ha matado.

—Pobre niña —dijo Lizzie, rodeando con sus brazos a Peg—. Pobrecita niña.

—El sheriff la está buscando. Ahora ya está aquí afuera, registrando las cabañas de los esclavos. —Mack contempló el enjuto rostro de Peg y se imaginó la horca de Fredericksburg—. ¡Tenemos que esconderla! —añadió.

—Tú deja al sheriff de mi cuenta —dijo Lizzie.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Mack. Se ponía nervioso cada vez que ella intentaba hacerse cargo de alguna situación.

—Yo le explicaré que Peg actuó en defensa propia porque la iban a violar.

Cuando Lizzie estaba segura de algo, creía que nadie podía discrepar de ella. Era un rasgo muy molesto de su personalidad. Mack sacudió impacientemente la cabeza.

—Eso no servirá de nada, Lizzie. El sheriff dirá que no es usted sino un tribunal quien tiene que decidir si es culpable o no.

—Pues entonces Peg se quedará aquí en la casa hasta que se celebre el juicio.

Sus ideas eran tan exasperantemente absurdas que Mack tuvo que hacer un esfuerzo para conservar la calma y la serenidad.

—Usted no puede impedir que un sheriff detenga a una persona acusada de asesinato, independientemente de cuáles sean sus opiniones al respecto.

—A lo mejor, convendría que se sometiera al juicio. Si es inocente, no la podrán condenar…

—¡Lizzie, sea realista, se lo ruego! —dijo Mack, desesperado—. ¿Qué tribunal virginiano absolvería a un deportado que mata a su amo? Todos viven aterrorizados por la posibilidad de que los ataquen sus esclavos. Aunque se crean lo que ella diga, la ahorcarán para que sirva de ejemplo a los demás.

Lizzie se puso furiosa y estaba a punto de replicar cuando Peg rompió a llorar. Lizzie vaciló y se mordió el labio diciendo:

—¿Qué crees tú que deberíamos hacer?

Uno de los perros empezó a gemir y Mack oyó la voz de un hombre tratando de tranquilizarlo.

—Quiero que esconda a Peg mientras ellos registran la casa —contestó—. Si dice usted que no, significa que me he enamorado de la mujer que no debía.

—Por supuesto que lo haré —dijo Lizzie—. ¿Por quién me tomas?

Mack esbozó una sonrisa y lanzó un suspiro de alivio. La amaba tanto que tuvo que reprimir las lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos. Tragando saliva, le dijo en un susurro:

—Creo que es usted maravillosa.

Aunque hablaban en voz baja, de pronto se oyó un sonido procedente del dormitorio de Jay. Mack tenía mucho que hacer antes de que Peg estuviera a salvo.

—Tengo que salir de aquí —dijo con la voz ronca a causa de la emoción—. ¡Buena suerte! —añadió antes de retirarse.

Cruzó el descansillo y bajó corriendo la escalera. Al llegar al vestíbulo, creyó oír abrirse la puerta del dormitorio de Jay, pero no volvió la cabeza.

Se detuvo y respiró hondo. «Soy un criado de la casa no tengo ni idea de lo que quiere el sheriff», se dijo. Con una cortés sonrisa en los labios, abrió inocentemente la puerta.

Había dos hombres en el porche. Vestían el atuendo típico de los virginianos acomodados: botas de montar, largos chalecos y sombreros de tres picos. Ambos olían a ron y llevaban pistolas en fundas de cuero y correas en los hombros. Se habían preparado a conciencia para resistir el frío aire nocturno.

Mack se plantó en la puerta para disuadirles de entrar en la casa.

—Buenos días, caballeros —les dijo, percibiendo los fuertes latidos de su corazón. Trató de hablar en tono sereno y reposado—. Esto parece una patrulla de búsqueda.

El más alto de los dos hombres dijo:

—Soy el sheriff del condado de Spotsylvania y estoy buscando a una chica llamada Peggy Knapp.

—Ya he visto a los perros. ¿Los ha enviado usted a las cabañas de los esclavos?

—Sí.

—Ha hecho muy bien, sheriff. De esta manera, sorprenderá a los negros dormidos y ellos no podrán esconder a la fugitiva.

—Me alegro de que lo apruebes —dijo el sheriff con una punta de sarcasmo—. Vamos a entrar en la casa.

Un deportado no tenía más remedio que obedecer cuando un hombre libre le daba una orden. Mack se apartó a un lado y les franqueó la entrada. Confiaba en que no consideraran necesario registrar la casa.

—¿Por qué estás levantado? —le preguntó el sheriff con cierto recelo—. Pensábamos que todo el mundo estaría durmiendo.

—Yo me levanto siempre muy temprano.

El hombre soltó un gruñido.

—¿Está tu amo en casa?

—Sí.

—Acompáñanos hasta él.

Mack no quería que subieran al piso de arriba y se acercaran peligrosamente a Peg.

—Creo que ya he oído al señor Jamisson levantado —dijo—. ¿Quieren que le diga que baje?

—No… no quiero que se tome la molestia de vestirse.

Mack soltó una maldición por lo bajo. Estaba claro que el sheriff quería pillar a todo el mundo por sorpresa y él no podía poner reparos a su decisión.

—Por aquí, si son tan amables —dijo acompañándoles al piso de arriba.

Llamó a la puerta del dormitorio de Jay. Un momento después Jay la abrió. Iba en camisa de dormir y se había echado una bata sobre la camisa.

—Pero ¿qué demonios es esto? —preguntó en tono irritado.

—Soy el sheriff Abraham Barton, señor Jamisson. Le pido disculpas por molestarle, pero estamos buscando a la asesina de Burgo Marler. ¿Significa algo para usted el nombre de Peggy Knapp?

Jay miró severamente a Mack.

—Por supuesto que sí. La chica fue siempre una ladrona y no me sorprende que se haya convertido en asesina. ¿Le ha preguntado usted a McAsh aquí presente si él sabe dónde está?

Barton miró a Mack asombrado.

—¡O sea que tú eres McAsh! No me lo habías dicho.

—Porque usted no me lo ha preguntado —replicó Mack.

Barton no se dio por satisfecho.

—¿Sabías que yo iba a venir aquí esta mañana?

—No.

—Pues entonces, ¿por qué estabas levantado tan temprano? —preguntó recelosamente Jay.

—Cuando trabajaba en la mina de carbón de su padre solía levantarme a las dos de la madrugada. Por eso ahora siempre me despierto muy pronto.

—No me había dado cuenta.

—Porque usted nunca se levanta a esta hora.

—Cuidado con tu maldita insolencia.

—¿Cuándo viste por última vez a Peggy Knapp? —le preguntó Barton a Mack.

—Cuando desembarqué del
Rosebud
hace seis meses.

—Los negros podrían tenerla escondida —dijo el sheriff volviéndose hacia Jay—. Hemos traído a los perros.

Jay hizo un generoso gesto con la mano.

—Adelante, haga lo que considere necesario.

—También tendríamos que registrar la casa.

Mack contuvo la respiración. Confiaba en que no lo consideraran necesario. Jay frunció el ceño.

—No es probable que la niña esté aquí dentro.

—Aun así, para hacer bien las cosas…

Al ver dudar a Jay, Mack confió en que éste perdiera la paciencia y le dijera al sheriff que se fuera al infierno. Pero, tras una pausa, Jay se encogió de hombros diciendo:

—Faltaría más.

Mack se desanimó.

—En la casa sólo estamos mi mujer y yo. Todo lo demás está vacío. Pero registre si quiere. Lo dejo todo en sus manos —añadió, cerrando la puerta.

—¿Dónde está la habitación de la señora Jamisson? —le preguntó Barton a Mack.

Mack tragó saliva.

—Aquí al lado. —Se adelantó unos pasos, llamó suavemente a la puerta y dijo con el corazón en un puño—. ¿Señora Jamisson? ¿Está usted despierta?

Tras una pausa, Lizzie abrió la puerta. Fingiendo estar medio dormida, preguntó:

—¿Qué demonios quieres a esta hora?

—El sheriff está buscando a una fugitiva.

Lizzie abrió la puerta de par en par.

—Bueno, pues yo aquí no tengo ninguna.

Mack echó un vistazo a la estancia y se preguntó dónde estaría escondida Peg.

—¿Puedo entrar un momento? —dijo Barton.

En los ojos de Lizzie se encendió un destello casi imperceptible de temor. Mack temió que Barton se hubiera dado cuenta. Lizzie se encogió de hombros con fingida indiferencia.

—Como quiera —dijo.

Ambos hombres entraron en la habitación un poco cohibidos.

Lizzie dejó que se le abriera un poco la bata como por casualidad y Mack no pudo por menos que observar cómo el camisón le moldeaba los redondos pechos. Los dos hombres reaccionaron de la misma manera. Lizzie clavó los ojos en los del sheriff y éste apartó la mirada, turbado. Lizzie les estaba haciendo sentirse deliberadamente incómodos para que se dieran prisa.

El sheriff se agachó al suelo para mirar debajo de la cama mientras su ayudante abría un armario. Lizzie se sentó en la cama. Con un apresurado gesto de la mano, tomó una esquina de la colcha y tiró de ella. Durante una décima de segundo, Mack vio un sucio y pequeño pie antes de que la colcha volviera a cubrirlo.

Peg estaba en la cama.

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