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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (41 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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Jay examinó la carta. Era de un abogado de Williamsburg.

Duke of Gloucester Street

Williamsburg

29 de agosto de 1768

Su padre, sir George, me ha encargado que le escriba, mi querido señor Jamisson. Le doy la bienvenida a Virginia y espero que muy pronto tendremos el placer de verle aquí, en la capital de la colonia.

Jay se sorprendió. Era una muestra de consideración impropia de su padre. ¿Acaso empezaría a mostrarse amable con él ahora que se encontraba a medio mundo de distancia?

Hasta entonces, le ruego me haga saber si puedo serle útil en algo.

Sé que se ha hecho usted cargo de una plantación en dificultades y que quizá decidirá buscar ayuda económica. Permítame ofrecerle mis servicios en caso de que necesite una hipoteca. Estoy seguro de que se podría encontrar un prestador sin ninguna dificultad.

Quedo de usted su más humilde y seguro servidor,

Matthew Murchman.

Jay esbozó una sonrisa. Era justo lo que le hacía falta. La reforma y decoración de la casa y la celebración de la fiesta lo habían obligado a endeudarse hasta el cuello con los comerciantes locales y Sowerby no paraba de pedirle suministros: semillas, nuevas herramientas, ropa para los esclavos, cuerdas, pintura… la lista era interminable.

—Bueno, pues, ya no tendrás que preocuparte por el dinero —le dijo a Lizzie, depositando la carta sobre la mesa.

Ella le miró con expresión escéptica.

—Voy a Williamsburg —anunció Jay.

28

M
ientras Jay estaba en Williamsburg, Lizzie recibió una carta de su madre. Lo primero que le llamó la atención fue la dirección del remitente:

Rectoría de John's Church

Aberdeen

15 de agosto de 1768

¿Qué estaba haciendo su madre en una vicaría de Aberdeen?

¡Tengo muchas cosas que contarte, mi querida hija! Pero debo escribirlo paso a paso, tal como ocurrió.

Poco después de mi regreso a High Glen, tu cuñado Robert Jamisson se hizo cargo de la administración de la finca. Sir George paga ahora los intereses de las hipotecas y, por consiguiente, no estoy en condiciones de discutir. Robert me pidió que dejara la casa grande y me fuera a vivir al viejo pabellón de caza para ahorrar. Confieso que no me gustó, pero él insistió con unos modales que no fueron precisamente todo lo amables y afectuosos que hubiera cabido esperar de un miembro de la familia.

Una oleada de impotente cólera se apoderó de Lizzie. ¿Cómo se había atrevido Robert a sacar a su madre de su casa? Recordó sus palabras cuando ella le había rechazado para aceptar a Jay: «Aunque yo no pueda tenerla a usted, tendré High Glen». En aquel momento tal cosa le había parecido imposible, pero ahora se había hecho realidad.

Rechinando los dientes, prosiguió la lectura.

Más tarde el reverendo York anunció su partida. Ha sido quince años pastor de Heugh y es mi mejor amigo. Pero comprendí que, tras la trágica y prematura muerte de su esposa, sintiera la necesidad de irse a vivir a otro sitio. Ya puedes imaginarte lo mucho que lamenté su marcha justo en el momento en que más necesitaba a los amigos.

Después ocurrió algo muy curioso. ¡Me ruborizo al decirte que me pidió en matrimonio y yo acepté!

—¡Dios mío! —exclamó Lizzie en voz alta.

O sea que ahora estamos casados y nos hemos trasladado a vivir a Aberdeen, desde donde te escribo.

Muchos dirán que me he casado con alguien de clase inferior, pues soy la viuda de lord Hallim, pero yo sé la poca importancia que tiene un título y a John no le importa la opinión de la sociedad. Vivimos tranquilos, todo el mundo me conoce como la señora York y soy más feliz de lo que jamás he sido en mi vida.

Su madre le hablaba también de sus tres hijastros, de los criados de la rectoría, del primer sermón del señor York y de las señoras de la parroquia… pero Lizzie estaba demasiado aturdida como para poder asimilarlo.

Nunca hubiera podido imaginar que su madre volviera a casarse.

No había ninguna razón para que no lo hiciera, por supuesto, pues tenía apenas cuarenta años. Puede que incluso tuviera otros hijos.

Lo que la molestaba era el hecho de haber sido mantenida al margen. High Glen siempre había sido su casa. Y, aunque ahora su vida estaba en Virginia con su marido y su hijo, pensaba que High Glen House era el lugar al que siempre podría regresar en caso de que necesitara un refugio. Pero ahora la propiedad estaba en manos de Robert.

Ella siempre había sido el centro de la vida de su madre y nunca se le había ocurrido pensar que la situación pudiera cambiar. Sin embargo, ahora su madre era la esposa de un clérigo y vivía en Aberdeen con tres hijastros a los que amar y atender y puede que estuviera esperando un hijo.

Todo aquello significaba que ella no tenía más hogar que la plantación ni más familia que Jay.

Muy bien, pues, estaba firmemente decidida a llevar allí una existencia lo más placentera posible.

Disfrutaba de unos privilegios que muchas mujeres le hubieran envidiado: una gran mansión, una finca de quinientas hectáreas de superficie, un apuesto marido y numerosos esclavos a su servicio. Los esclavos de la casa le habían cobrado cariño. Sarah era la cocinera, la gorda Belle se encargaba de casi todas las tareas de la limpieza y Mildred era su doncella personal, aunque algunas veces también servía a la mesa. Belle tenía un hijo de doce años llamado Jimmy que trabajaba como mozo de cuadra. Su padre había sido vendido muchos años atrás. Lizzie aún no conocía a la mayoría de los peones del campo, aparte de Mack, pero apreciaba a Kobe, el supervisor, y al herrero Cass, cuyo taller se encontraba en la parte posterior de la casa.

La casa era muy grande y lujosa, pero estaba un poco deteriorada. Hubiera sido más apropiada para una familia con seis niños pequeños, varias tías y abuelos y un ejército de esclavos para encender chimeneas en todas las habitaciones y servir descomunales cenas. Para Lizzie y Jay era más bien un mausoleo. Pero la plantación era preciosa. Tenía tupidos bosques, laderas con vastos campos de labranza y cien riachuelos.

Sabía que Jay no era el hombre que ella había imaginado, el audaz espíritu libre que había aparentado ser cuando la había acompañado a la mina. Por si fuera poco, sus mentiras a propósito de la explotación minera de High Glen la habían trastornado. A partir de aquel momento, el concepto que tenía de él había cambiado por completo. Ya no retozaban en la cama por las mañanas y se pasaban buena parte de la jornada separados. Almorzaban y cenaban juntos pero nunca se sentaban delante de la chimenea encendida ni se tomaban de la mano ni hablaban de temas intrascendentes como al principio. Puede que Jay también hubiera sufrido una decepción con ella. A lo mejor, pensaba que no era tan perfecta como había imaginado. De nada servían las lamentaciones. Tenían que amarse el uno al otro tal como eran.

Aun así, muchas veces Lizzie experimentaba un poderoso impulso de echar a correr. Sin embargo, siempre que le ocurría, recordaba al hijo que llevaba en las entrañas. Ya no podía pensar sólo en sí misma. Su hijo necesitaría a su padre.

Jay no hablaba demasiado del niño y no parecía tener demasiado interés por él. Pero cambiaría de actitud cuando naciera, sobre todo si fuera un varón.

Lizzie guardó la carta en un cajón.

Tras haber dado las correspondientes órdenes a los esclavos de la casa, se puso el abrigo y salió.

El aire era muy fresco. Estaban a mediados de octubre y ya llevaban dos meses allí. Cruzó el prado y bajó al río. Decidió ir a pie porque ya estaba de seis meses y podía sentir los puntapiés del niño… a veces muy dolorosos, por cierto. Temía causarle daño si montara a caballo.

Seguía recorriendo la finca casi a diario e invertía en ello varias horas. Por regla general, la acompañaban
Roy
y
Rex
, los dos galgos que Jay había comprado. Vigilaba detenidamente las tareas de la plantación, pues Jay se desentendía totalmente de ella; controlaba la elaboración del tabaco y llevaba la cuenta de las balas; contemplaba cómo los hombres talaban los árboles y fabricaban barriles; estudiaba las vacas y los caballos en los prados y las gallinas y los gansos en el patio. Aquel día era domingo, la jornada de descanso de los braceros, lo cual le ofrecía la ocasión de curiosear sin la presencia de Sowerby y Lennox.
Roy
la siguió, pero
Rex
se quedó perezosamente tendido en el porche.

La cosecha del tabaco ya estaba en marcha, pero quedaba todavía un largo proceso por delante: fermentar, despalillar y prensar las hojas antes de introducirlas en los grandes toneles para su envío a Glasgow o Londres. En el campo llamado Stream Quarter estaban sembrando trigo de invierno y en Lower Oak se estaba sembrando cebada, centeno y trébol. Sin embargo ya se encontraban al final del período de mayor actividad, la época del año en que los esclavos trabajaban en los campos desde el amanecer hasta el ocaso y después seguían trabajando a la luz de las velas en los cobertizos del tabaco hasta medianoche.

Los peones hubieran tenido que recibir alguna recompensa por ello. Hasta los esclavos y los deportados necesitaban un poco de estímulo. De repente, se le ocurrió la idea de ofrecer una fiesta en su honor.

Cuanto más lo pensaba, tanto más le gustaba. Puede que Jay no estuviera de acuerdo, pero tardaría varias semanas en volver a casa —Williamsburg se encontraba a tres días de viaje—, y, por consiguiente, todo habría terminado cuando él regresara.

Paseó por la orilla del Rappahannock, dándole vueltas a la idea en su cabeza. En aquel paraje, corriente arriba de Fredericksburg, el río era muy somero y rocoso y marcaba la línea del límite de navegación. Un hombre estaba lavándose con el agua hasta la cintura, de espaldas a ella. Era McAsh.

A
Roy
se le erizó el pelo hasta que lo reconoció.

Lizzie ya le había visto desnudo en un río en otra ocasión, casi un año atrás. Recordó que le había secado la piel con su enagua. En aquel momento, le había parecido lo más natural del mundo, pero ahora, mirando hacia atrás, la escena era casi como un sueño: la luz de la luna, el agua del río, aquel hombre tan fuerte y tan vulnerable al mismo tiempo, la forma en que ella lo había estrechado contra su cuerpo para darle calor.

Se detuvo y le observó mientras salía del río completamente desnudo como aquella noche.

Recordó otro momento del pasado como si fuera un cuadro. Una tarde en High Glen había sorprendido a un joven venado bebiendo en un arroyo. Al salir de entre los árboles, vio a pocos metros de distancia a un ciervo de dos o tres años. El animal levantó la cabeza y se la quedó mirando. La orilla era muy empinada corriente arriba, por lo que el venado no tuvo más remedio que acercarse a ella. En el momento en que salía del arroyo, el agua brilló en sus musculosos flancos. Ella sostenía en la mano el rifle cargado y cebado, pero no pudo disparar: el hecho de estar tan cerca le hizo experimentar una profunda intimidad con la bestia.

Mientras contemplaba la piel mojada de Mack, pensó que, a pesar de todas las penalidades que éste había sufrido, seguía conservando toda la poderosa gracia de un joven animal. Mientras se ponía los pantalones,
Roy
corrió hacia él. Mack levantó la vista y, al ver a Lizzie, se sobresaltó y se quedó paralizado.

—Podría usted volverse de espaldas.

—¡Eso también podrías hacerlo tú!

—Yo estaba aquí primero.

—¡Pero yo soy la dueña de este lugar! —replicó Lizzie.

Mack tenía una habilidad especial para sacarla de quicio. Estaba claro que se creía con tanto derecho como ella a hacer lo que quisiera. Ella era una dama y él un peón deportado, lo cual no era óbice para que él lo considerara una circunstancia dictada por una providencia arbitraria, de la cual ni ella podía enorgullecerse ni él avergonzarse. Su audacia era muy desagradable, pero, por lo menos, era honrada. McAsh nunca era marrullero, a diferencia de Jay, cuyo comportamiento tanto la desconcertaba algunas veces. Lizzie no sabía lo que pensaba Mack. Cuando ella le hacía alguna pregunta, éste se ponía a la defensiva como si lo acusara de algo.

Mientras se ataba la cuerda que le sostenía los pantalones, la miró con semblante risueño.

—También es la dueña de mi persona —le dijo.

Lizzie contempló su amplio tórax y vio que estaba recuperando los músculos.

—Te he visto desnudo en otra ocasión.

De repente, desapareció la tensión y ambos se echaron a reír como la vez en que se encontraban delante de la iglesia y Esther le había dicho a Mack que cerrara el pico.

—Voy a ofrecer una fiesta en honor de los peones —dijo Lizzie.

Mack se puso la camisa.

—¿Qué clase de fiesta?

Lizzie pensó que ojalá hubiera tardado un poco más en ponérsela: le encantaba contemplar su cuerpo.

—¿Qué clase de fiesta te gustaría?

Mack la miró con aire pensativo.

—Podría hacer una fogata en el patio de atrás. Lo que más les gustaría a los peones sería una buena comida con mucha carne. Nunca se cansan de comer.

—¿Y qué comida les gusta?

Mack se humedeció los labios con la lengua.

—El aroma del jamón frito que sale de la cocina es tan bueno que se le hace a uno la boca agua. A todos les encantan los boniatos. Y el pan de trigo… los braceros sólo comen el tosco pan de maíz que llaman
pone
.

Lizzie se alegró de haberle comunicado a Mack su intención, pues las sugerencias le habían sido muy útiles.

—¿Y qué les gustaría beber?

—El ron les encanta. Pero algunos hombres se vuelven pendencieros cuando beben. Yo que usted les serviría sidra o cerveza.

—Buena idea.

—¿Qué tal un poco de música? A los negros les gusta mucho cantar y bailar.

Lizzie lo estaba pasando muy bien. Era divertido organizar la fiesta con Mack.

—De acuerdo… pero ¿quién tocaría?

—Hay un negro libre llamado Pimienta Jones que actúa en las fondas de Fredericksburg. Lo podría usted contratar. Toca el banjo.

Lizzie jamás había oído hablar de un banjo.

—¿Y eso qué es? —preguntó.

—Creo que es un instrumento africano. No tan dulce como el violín, pero con más ritmo.

—¿Y cómo has conocido a ese hombre? ¿Cuándo has estado en Fredericksburg?

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