En
El escarabajo de oro
, Poe relata el caso contrario: cómo lo que parecía una criatura grande y articulada sobre una colina lejana se revela después como un pequeño escarabajo en la ventana.
A este propósito me viene a la mente mi primera experiencia con la marihuana: coloqué la mano sobre el fondo de una pared blanca y me parecía que se alejaba precipitadamente de mí conservando su tamaño normal, hasta que aparecía como una mano enorme, una mano cósmica, lejana años luz en el espacio. Probablemente esta ilusión fue posible, entre otras cosas, por la ausencia de puntos de referencia o de un contexto que indicaran las dimensiones y distancia reales, y quizá también por cierta perturbación de la imagen corporal o de la elaboración central de la visión.
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76) Problemas similares surgieron con el paciente de Gregory S. B., que nunca dejaba de «sorprenderse por cómo los objetos cambiaban de forma cuando los rodeaba … Miraba un poste de alumbrado, lo rodeaba, y se quedaba estudiándolo desde distintas perspectivas, y se preguntaba por qué parecía diferente y sin embargo el mismo». Todas las personas que acaban de recuperar la vista, de hecho, sufren dificultades radicales con las apariencias, encontrándose de pronto inmersos en un mundo que, para ellos, puede ser un caos de apariencias que cambian continuamente, inestables, evanescentes. Puede que se encuentren completamente perdidos, confusos, en ese flujo de apariencias, que para ellos todavía no está firmemente anclado en un mundo de objetos, en un mundo de espacio. Aquellos que acaban de recuperar la vista, y que anteriormente han dependido de otros sentidos distintos de la visión, se quedan desconcertados por el mismísimo concepto de «apariencia», que, al ser óptico, no posee analogía alguna con los demás sentidos. Los que hemos nacido en un mundo de apariencias (y sus esporádicas ilusiones, espejismo, engaños) hemos aprendido a dominarlo, a sentimos seguros y cómodos en él, pero eso resulta increíblemente difícil para alguien que acaba de recuperar la vista. El filósofo F. H. Bradley escribió un famoso libro titulado
Apariencia y realidad
(1893), aunque para quienes acaban de recuperar la vista estas dos cosas, al principio, no guardan relación.
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77) Cuando Virgil dijo esto recordé una descripción que aparece en el relato de Borges «Funes el memorioso», donde la dificultad de Funes con los conceptos generales le lleva a una situación similar. «No sólo le costaba comprender que el término genérico
perro
abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).»
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78) Debido al agotamiento que sentía en ese momento, no pudimos someterle a las pruebas sobre ilusiones ópticas que habíamos traído. Fue una lástima, pues el «ver» o «no ver» ilusiones ópticas proporciona una manera objetiva y reproducible de calibrar la capacidad constructiva visual del cerebro. Nadie ha explorado este punto más profundamente que Gregory, y su detallada narración de las reacciones de S. B. a las ilusiones ópticas es por tanto de gran interés. Una de tales ilusiones consiste en unas líneas paralelas que, a los ojos normales, parecen divergir debido al efecto de unas líneas divergentes sobrepuestas a ellas; ningún efecto «gestalt» [en psicología, totalidad unificada cuyas propiedades específicas no pueden derivarse de la suma de sus partes] ocurrió con S. B., que vio las líneas como perfectamente paralelas. La misma falta de «influencia» se apreció en otras ilusiones. Particularmente interesante fue la reacción de S. B. a figuras invertidas, como cubos y escaleras dibujados en perspectiva, que son normalmente vistos en profundidad e invierten su configuración aparente a intervalos; S. B. no veía las figuras invertidas, y no las veía en profundidad. Del mismo modo, tampoco había fluctuación de la figura-fondo en las figuras ambiguas. Al parecer él no «veía» cambios de distancia/tamaño en las ilusiones, ni tampoco experimentaba el efecto cascada, el efecto familiar que sucede a la percepción del movimiento. En todos estos casos, la ilusión es «vista» (aun cuando la mente pueda saber que la percepción es ilusoria) por todos los adultos que tienen una visión normal. Muchos de estos efectos ilusorios también pueden demostrarse en niños pequeños, y en algunos monos, e incluso en la criatura artificial de Edelman, darwin iv. Que S. B. no pudiera «verlas» ilustra cuán rudimentaria era su capacidad de construcción visual, resultado de la virtual ausencia de experiencia visual temprana.
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79) Anteriormente, Virgil había captado el distante sonido del rugir de los leones en su recinto; había aguzado el oído y se había vuelto instantáneamente en esa dirección. «¡Escuchad!», dijo. «Son los leones… están alimentando a los leones.» A los demás ese sonido se nos había pasado completamente por alto; incluso cuando Virgil dirigió nuestra atención hacia él, nos pareció débil, y no estábamos seguros de su lugar de procedencia. Nos sorprendió la cualidad del oído de Virgil, su atención auditiva y la agudeza de su orientación, lo extremadamente diestro que era como escuchador Dicha agudeza e intensificación de la sensibilidad auditiva se dan en muchos ciegos, pero por encima de todo en aquellos que son ciegos de nacimiento o quedaron ciegos en época muy temprana de su vida; parece algo ligado al constante concentrar la atención, el afecto y las facultades cognitivas en estas esferas, y, con ello, suele darse un hiperdesarrollo de los sistemas auditivo-cognitivos del cerebro.
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80) Pavlov, al hablar de dichas respuestas en los perros, las denominaba «inhibición transmarginal subsiguiente a una estimulación supramaximal», y consideraba esos cierres de naturaleza protectora.
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81) Cuando existe debilidad de un órgano específico, la tensión emocional puede tener tendencia a adquirir una forma física; de este modo, al asmático le sobreviene el asma cuando sufre una tensión, los parkinsonianos se vuelven más parkinsonianos, y alguien como Virgil, al borde de la ceguera, puede verse empujado al otro lado de ese borde y volverse (temporalmente) ciego. A veces era extraordinariamente difícil distinguir entre lo que en él era vulnerabilidad fisiológica y lo que era «comportamiento motivado».
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82) En su irónicamente titulada
Carta sobre los ciegos: para uso de los que pueden ver
(1749), el joven Diderot mantiene una posición de relativismo cultural y epistemológico: afirma que los ciegos, a su manera, pueden construir un mundo completo y suficiente, poseen una completa «identidad de ciego» y ninguna sensación de discapacidad o insuficiencia, y que el «problema» de su ceguera y el deseo de curarla es, por tanto, nuestro, no suyo.
También opina que la inteligencia y la cultura pueden tener una importancia fundamental para hacer que los ciegos comprendan el mundo; pueden darles, al menos, una comprensión formal que no pueden percibir directamente. Llega sobre todo a esta conclusión tras meditar sobre el caso de Nicholas Saunderson, el célebre matemático y newtoniano ciego, que murió en 1740. Que Saunderson, que jamás vio la luz, pudiera imaginarla tan bien, que pudiera ser (¡de entre todas las cosas!) profesor de óptica, y pudiera construirse, a su manera, una sublime imagen del universo, emociona inmensamente a Diderot.
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83) El psicólogo canadiense Donald Hebb se interesó profundamente por el desarrollo de la visión, y presentó muchas pruebas experimentales en contra de que fuera algo «innato» en los animales superiores y en el hombre, como se había supuesto a menudo. De manera comprensible, le fascinaba el inusual «experimento» (si se permite dicho término) de devolver la vista en la vida adulta a los congénitamente ciegos, y en
The Organization of Behaviour
reflexiona extensamente sobre los casos recopilados por Von Senden (el propio Hebb no tenía experiencia personal de ningún caso así). Eso proporcionaba una abundante confirmación de su tesis, según la cual ver requiere experiencia y aprendizaje; de hecho, pensaba que en el hombre la vista requería quince años de aprendizaje para alcanzar su pleno desarrollo.
Pero hay que hacer una advertencia (y también la hace Gregory) en relación con la comparación de Hebb entre los adultos que han recuperado la vista y un bebé. Es posible que quienes acaban de recuperar la vista pasen por algunas de las fases de aprendizaje y desarrollo de la infancia; sin embargo, un adulto, neurológica y psicológicamente, no se parece en nada a un niño —un adulto está condicionado por toda una vida de experiencias perceptivas— y tales casos, por tanto, no pueden decimos (tal como Hebb supone) cómo es el mundo del bebé, ni servir de ventana al, de otro modo inaccesible, desarrollo de su percepción.
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84) Si la ceguera posee un lado positivo, si es uno de los órdenes naturales de la existencia humana, lo mismo (o de un modo más intenso aún) vale para la sordera, en la que no hay sólo un fortalecimiento de las habilidades visuales (y por lo general espaciales), sino toda una comunidad de sordos con su propio lenguaje (de signos) y su propia cultura visual-gestual. Los congénitamente sordos, o aquellos que se quedaron sordos de pequeños, cuando se les realiza un implante coclear, pueden enfrentarse a problemas un tanto parecidos a los de Virgil. El sonido, para ellos, al principio no tienen asociaciones ni significado, de modo que, al menos inicialmente, se encuentran en un mundo de caos auditivo, o agnosia. Pero además de esos problemas cognitivos también hay problemas de identidad; en cierto sentido, deben morir como sordos para nacer como personas que oyen. Esto, potencialmente, es mucho más serio y posee implicaciones sociales y culturales que se ramifican, pues la sordera puede no ser sólo una identidad personal, sino una identidad lingüística, comunitaria y cultural compartida. Harlan Lane aborda estos temas tan complejos en
The Mask of Benevolence: Disabling the Deaf Community.
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85) Gregory observa de S. B.: «También encontraba feas algunas cosas que antes adoraba (¡incluyendo a su esposa y a sí mismo!), y frecuentemente le enojaban los defectos e imperfecciones del mundo visible.
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86) Semir Zeki ha observado en algunos casos de anoxia cerebral que las áreas de construcción del color de la corteza visual han quedado relativamente intactas, de modo que el paciente puede ver el color
y nada más:
ni formas ni límites, y tampoco llega a hacerse ninguna idea de los objetos.
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87) Giorgio de Chirico, el pintor, se veía asaltado por migrañas y auras de migraña de gran intensidad —existen vividas narraciones minuciosas de su propia mano— y a veces incorporaba sus estructuras geométricas, sus formas en zigzag, sus luces cegadoras y la oscuridad en sus cuadros (todo ello ha sido descrito con detalle por G. N. Fuller y M. V. Gale en el
British Medical Journal).
Pero De Chirico también se mostraba reacio a reconocer una causa puramente médica o física a sus visiones, puesto que consideraba que su cualidad espiritual era muy fuerte. Acuñó para ellas un término de compromiso: «fiebres espirituales».
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88) Ésta era también la actitud de Dostoievski: «¿Y qué si es una enfermedad?», se pregunta a través del príncipe Mishkin. «¿Qué importa si es una intensidad anormal, si el resultado, si el minuto de sensación, recordado y analizado posteriormente ya en la salud, resulta ser la cima de la armonía y de la belleza… de la plenitud y de la proporción?»
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89) Aunque la interpretación de las vidas, obras y personalidades de eminentes figuras en términos de sus supuestas disposiciones neurológicas o psiquiátricas no es nueva, se ha convertido en una obsesión, casi en una industria, en la época actual. Eve LaPlante, en su libro
Seized
, habla de «signos» característicos de la ELT y del síndrome de Geschwind no sólo en Van Gogh y en Dostoievski, sino en figuras tan diversas como Poe, Tennyson, Flaubert, Maupassant, Kierkegaard y Lewis Carroll (por no hablar de contemporáneos como Walker Percy, Philip Dick y Arthur Inman y su diario de 155 volúmenes). William Gordon Lennox (autor de una extensa obra en dos tomos ya clásica sobre la epilepsia) añade cientos de otros casos a la lista, desde Sócrates, San Pablo y Buda hasta Newton, Strindberg, Rasputín, Paganini y Proust. Lennox considera todas las famosas y repentinas evocaciones de la memoria de En busca del tiempo perdido ataques hipermnésicos o experienciales, provocados por un estímulo particular que evoca el pasado.
Otros libros y artículos atribuyen el síndrome de Tourette a Samuel Johnson y a Mozart, autismo a Bartók y Einstein, y una enfermedad maníaco-depresiva a prácticamente todos los artistas: Kay Redfield Jamison, en
Touched with Fire
, cita a Balzac, Baudelaire, Beddoes, Berlioz, Blake, Boswell, Brook, Bruckner, Bunyan, Burns y a
todos
los Byrons y Brontês como maníaco-depresivos, por ceñirme sólo a la «B». Es muy posible que muchas de estas atribuciones sean correctas. El peligro es que quizá nos estemos pasando de la raya al medicalizar a nuestros predecesores (y contemporáneos), reduciendo su complejidad a expresiones de trastornos neurológicos o psiquiátricos, mientras que rechazamos todos los demás factores que determinan una vida, entre los que no es poco importante la irreductible unicidad del individuo.
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90) El exilio del paraíso tropical donde había pasado sus primeros años atormentó a Gauguin durante toda su vida adulta, hasta que finalmente se fue a Tahití y allí intentó recuperar el Edén que había conocido de niño.
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91) Ahora está claro que aunque existen elementos reiterativos o repetitivos en tales ataques, también hay siempre elementos de fantasía u oníricos. (Una paciente descrita a finales de siglo por Gowers siempre tenía «una repentina visión de Londres en ruinas, y ella era la única espectadora en aquella escena de desolación antes de sufrir una convulsión o perder la conciencia.) Los hallazgos de Penfield son discutidos y sometidos a una interpretación radicalmente distinta por Israel Rosenfield en
The Invention of Memory.
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