El señor I. apenas podía soportar el aspecto que tenían ahora las personas («como estatuas grises y animadas»), y tampoco su propio aspecto en el espejo: evitaba la vida social, y las relaciones sexuales se le antojaban imposibles. Veía la carne de la gente, la carne de su mujer, su propia carne, de un gris abominable; el «color carne» le parecía «color rata». Y ello ocurría incluso cuando cerraba los ojos, pues conservaba su vivida imaginería visual, aunque ahora también sin color.
La «falsedad» de todo era inquietante, incluso desagradable, y se aplicaba a todas las circunstancias de su vida cotidiana. Encontraba las comidas desagradables debido a su aspecto mortecino, grisáceo, y tenía que cerrar los ojos para comer. Pero eso no le ayudaba mucho, pues la imagen mental de un tomate era tan negra como su aspecto. De este modo, incapaz de rectificar ni siquiera la imagen interior, la idea, de los diversos alimentos recurrió cada vez más a los alimentos blancos y negros: olivas negras y arroz blanco, café solo y yogur. Éstos al menos parecían relativamente normales, mientras que casi todos los alimentos, normalmente de color, tenían un aspecto horriblemente anormal. Su propio perro marrón le parecía tan raro que incluso le dio vueltas a la idea de comprarse un dálmata.
Se encontraba con dificultades y angustias de todo tipo, desde confundir las luces verdes y rojas de los semáforos (que ahora sólo distinguía por la posición), hasta la incapacidad para elegir la ropa. (Su mujer tenía que elegírsela, y a él se le hacía difícil soportar esta dependencia; posteriormente la clasificó toda en cajones y armarios: calcetines grises aquí, amarillos allá, corbatas con su etiqueta, chaquetas y trajes catalogados, para evitar, de esta manera, mezclas incongruentes). En la mesa había que adoptar prácticas y posiciones fijas y rituales; de otro modo podía confundir la mostaza y la mahonesa, o, si era
capaz
de servirse algo negruzco, el ketchup con la mermelada.
[5]
A medida que transcurrieron los meses, comenzó a echar de menos los vivos colores de la primavera; siempre había amado las flores, pero ahora sólo las distinguía por la forma o el olor. Los arrendajos azules ya no eran brillantes; su azul, curiosamente, era percibido como un gris pálido. Ya no veía las nubes del cielo, su blancura, pues ahora eran de un color hueso apenas discernible del azul, que parecía descolorido hasta convertirse en un gris pálido. Tampoco distinguía los pimientos verdes de los rojos, porque unos y otros le parecían negros. Amarillos y azules, para él, eran casi blancos.
[6]
El señor I. parecía experimentar un excesivo contraste tonal, con pérdida de las gradaciones tonales sutiles, especialmente a la luz del sol o bajo una luz artificial intensa; en este sentido hacía una comparación con los efectos de la luz de sodio, que al mismo tiempo elimina el color y la sutileza tonal, y con ciertas películas en blanco y negro —«como Tri-X de velocidad forzada»—, que produce un fuerte efecto de contraste. A veces los objetos destacaban con desmesurado contraste e intensidad, como siluetas. Pero si el contraste era normal, o bajo, podían desaparecer de la vista totalmente.
De este modo, aunque la silueta de su perro marrón destacaba vivamente contra una carretera iluminada, podía perderse de vista cuando se adentraba en una maleza moteada y borrosa. Las figuras de la gente podían ser visibles y reconocibles a medio kilómetro (tal como él mismo dijo en su primera carta, y muchas otras veces después, su visión se había vuelto más aguda, «de águila»), pero las caras a menudo eran inidentificables hasta que estaban cerca. Esto parecía una cuestión de pérdida de color y de contraste tonal más que un defecto de reconocimiento, una agnosia. Cuando conducía aparecía un problema grave, pues tendía a interpretar las sombras como grietas o baches en la carretera, y frenaba o viraba bruscamente para evitarlos.
La televisión en color le parecía especialmente difícil de soportar: sus imágenes eran siempre desagradables, a veces incomprensibles. La televisión en blanco y negro le era mucho más fácil de tolerar; le parecía que su percepción de imágenes en blanco y negro era relativamente normal, mientras que observar imágenes en color le producía un efecto extraño y molesto. (Cuando le preguntamos por qué no se limitaba a quitar el color, dijo que los valores tonales de la televisión en color «descolorida» parecían distintos, menos «normales» que los de un auténtico aparato en blanco y negro.) Pero, como ahora explicaba, en contraste con su primera carta, su mundo no era realmente como una televisión o una película en blanco y negro; de ser así, habría resultado mucho más fácil de sobrellevar. (A veces se decía que ojalá existieran televisores en miniatura para llevarlos como si fueran gafas.)
Su desesperación a la hora de transmitir cómo era su mundo, y la inutilidad de las analogías usuales de blanco y negro, finalmente le llevó, semanas más tarde, a crear una habitación totalmente gris, un universo gris, en su estudio, en el que las mesas, sillas y una elaborada cena lista para servir fueron pintados en una gama de grises. El efecto de esto, en tres dimensiones y en una escala tonal distinta del «blanco y negro» al que estamos acostumbrados, fue de hecho macabra, y totalmente distinta de la de la fotografía en blanco y negro. Tal como señaló el señor I, aceptamos las fotografías o películas en blanco y negro porque son
representaciones
del mundo, imágenes que podemos mirar o apartarnos de ellas cuando queremos. Pero para él el blanco y negro era una
realidad,
todo cuanto le rodeaba, 360 grados, sólido y tridimensional, veinticuatro horas al día. Le pareció que la única manera en que podía expresarlo era creando una habitación completamente gris para que otros la experimentaran, aunque naturalmente, señaló, el propio observador debería ir pintado de gris, a fin de formar parte de ese mundo y no ser sólo un observador. Más que eso, el observador tendría que perder, tal como le había ocurrido a él, el conocimiento neural del color. Era, dijo, como vivir en un mundo «moldeado en plomo».
Posteriormente dijo que ni «gris» ni «plomo» transmitían, ni de lejos, cómo era realmente su mundo. Lo que experimentaba no era «gris», dijo, sino cualidades perceptivas para las que la experiencia ordinaria, el lenguaje ordinario, no tenía equivalente.
El señor I. ya no podía soportar ir a los museos y galerías ni ver reproducciones en color de sus cuadros favoritos. Esto no era sólo porque estuvieran privados de color, sino porque parecían intolerablemente
malos,
con tonalidades de gris descoloridas o «antinaturales» (las fotografías en blanco y negro, por otro lado, eran mucho más tolerables). Esto resultaba particularmente inquietante cuando conocía a los artistas, pues la alteración perceptiva de la obra de éstos interfería en la imagen que tenía de su identidad: esto, de hecho, era lo que en su opinión le estaba ocurriendo consigo mismo.
En una ocasión le deprimió un arco iris, que vio sólo como un semicírculo sin color en el cielo. E incluso sus ocasionales migrañas le parecían «apagadas»: anteriormente habían llevado aparejadas alucinaciones geométricas de vivos colores, pero ahora incluso éstas carecían de color. A veces intentaba evocar el color apretando los glóbulos oculares, pero los destellos y formas que surgían carecían igualmente de color. Sus sueños siempre habían tenido colores vividos, especialmente cuando soñaba con paisajes y cuadros; ahora sus sueños eran descoloridos y pálidos, o fuertes y contrastados, y carecían de color y de sutiles gradaciones tonales.
Curiosamente, también la música resultó afectada, pues antes del accidente sufría una sinestesia extremadamente intensa, de modo que los distintos tonos musicales de inmediato se traducían en color, y experimentaba toda la música simultáneamente como un rico tumulto de colores interiores. Al perder la capacidad de generar colores, también perdió esa capacidad: su «órgano de color» interno era inutilizable, y ahora oía música sin acompañamiento visual; esto, para él, era música a la que le faltaba la contrapartida cromática esencial, y quedaba radicalmente empobrecida.
[7]
Obtenía cierto placer mirando dibujos; había sido un buen dibujante en sus primeros años. ¿No podría volver a dedicarse a dibujar? Este pensamiento tardó en ocurrírsele, y sólo se afianzó después de que los demás se lo sugirieran repetidamente. Su primer impulso fue pintar en color. Él insistía en que todavía «sabía» qué colores utilizar, aun cuando ya no los viera. Decidió, como primer ejercicio, pintar flores, tomando de su paleta los matices que le parecían «tonalmente correctos». Pero los cuadros eran ininteligibles, un confuso revoltijo de colores para los ojos normales. Sólo cuando uno de sus amigos artistas tomó polaroids en blanco y negro de los cuadros, estos comenzaron a tener sentido. Los contornos eran nítidos, pero los colores eran todos erróneos. «Nadie entenderá tus cuadros», dijo uno de sus amigos, «a menos que estén tan ciegos al color como tú.»
«No insistas más», dijo otro. «Ahora
eres incapaz
de utilizar el color.» El señor I., a regañadientes, permitió que se desecharan todos sus cuadros en color. Es sólo temporal, pensó. Pronto volveré al color.
Aquellas primeras semanas fueron de nerviosismo, incluso de desesperación; él mantenía la constante esperanza de despertarse una hermosa mañana y encontrar el mundo del color milagrosamente restaurado. En aquella época era un motivo constante en sus sueños, pero el deseo nunca se cumplió, ni en sueños. Soñaba que estaba
a punto
de ver en color, pero se despertaba para encontrarse con que nada había cambiado. Constantemente temía que fuera lo que fuera lo que le había ocurrido, volviera a sucederle, esta vez privándole completamente de la visión. Creía que quizá había sufrido una apoplejía, causada por (o quizá causante de) su accidente de coche, y temía poder volver a sufrir otra en cualquier momento. Además de este miedo médico, había una perplejidad y un miedo más profundos que le parecían casi imposibles de expresar, algo que se le había metido en la cabeza durante el mes que había intentado pintar en color, ese mes en que todavía insistía en que «conocía» el color. Gradualmente le había entrado el convencimiento de que no sólo carecía de la percepción del color y de las imágenes en color, sino de algo más profundo y difícil de definir. Lo sabía todo del color, externa, intelectualmente, pero había perdido el recuerdo, el conocimiento interior, de lo que había sido parte esencial de su ser. Poseía toda una vida de experiencias en color, pero ahora eso sólo era un hecho histórico, no algo a lo que pudiera acceder y percibir directamente. Era como si le hubieran arrebatado su pasado, su pasado cromático, como si el conocimiento del color que tenía el cerebro hubiera sido extirpado totalmente, sin dejar rastro, ni ningún tipo de indicio, de toda su existencia anterior.
[8]
A principios de febrero, parte de ese nerviosismo fue calmándose; el señor I. comenzó a aceptar, no sólo intelectualmente, sino a un nivel más profundo, que de hecho estaba totalmente ciego al color y que posiblemente seguiría así. Su sensación inicial de desamparo comenzó a ceder ante un sentimiento de resolución: si no podía pintar en color, pintaría en blanco y negro; intentaría vivir en un mundo en blanco y negro tan plenamente como le fuera posible. Esta resolución quedó reforzada por una singular experiencia acontecida unas cinco semanas después del accidente, una mañana en que conducía hacia su estudio. Vio salir el sol sobre la carretera, los rojos llameantes todos convertidos en negro. «El sol salió como una bomba, como una enorme explosión nuclear», dijo posteriormente. «¿Quién había visto un amanecer como ése antes que yo?»
Inspirado por ese amanecer, comenzó a pintar de nuevo, y de hecho comenzó con un cuadro en blanco y negro que tituló
Amanecer nuclear,
y a continuación avanzó hacia el abstracto, su estilo preferido, aunque ahora pintando sólo en blanco y negro. El miedo a la ceguera siguió acechándole, pero, creativamente trasmutado, conformó los primeros cuadros «reales» que pintó tras sus experimentos en color. Entonces descubrió que podía hacer cuadros en blanco y negro, y hacerlos muy bien. Encontró su único solaz en trabajar en el estudio, y trabajaba quince, incluso dieciocho, horas al día. Esto significaba para él una especie de supervivencia artística: «Pensé que si no podía seguir pintando», dijo posteriormente, «no querría seguir adelante.»
Sus primeros cuadros en blanco y negro, realizados en febrero y marzo, transmitían una sensación de impulsos violentos —rabia, miedo, desesperación, excitación—, aunque mantenidos bajo control, dando fe de las facultades de un artista capaz de revelar, e incluso de contener, tal intensidad de sentimiento. En esos dos meses produjo docenas de cuadros, marcados por un estilo singular, un carácter que nunca había mostrado. En muchos de esos cuadros había una superficie extraordinariamente despedazada, caleidoscópica, con formas abstractas que sugerían caras —des— viadas, ensombrecidas, afligidas, furiosas— y partes del cuerpo desmembradas, en facetas y confinadas en estructuras y cajas. Comparadas con su obra anterior, poseían una complejidad laberíntica y una cualidad obsesiva, atormentada: parecían exhibir, de forma simbólica, la difícil situación en que él se encontraba.
En mayo —era fascinante observarle— pasó de estos cuadros, de gran fuerza expresiva pero bastante aterradores y extraños, a la pintura figurativa de seres vivos, un tema que no había tocado en treinta años, y en sus cuadros comenzaron a aparecer bailarinas y carreras de caballos. Estos cuadros, aunque todavía en blanco y negro, estaban llenos de movimiento, vitalidad y sensualidad; y corrieron parejos a un cambio en su vida personal, un retiro cada vez menor del mundo y el inicio de una renovada vida social y sexual, una disminución de sus miedos y de su depresión y un regreso a la vida.
En esa época se dedicó a la escultura, que nunca había practicado antes. Parecía volver la mirada hacia todos los estilos visuales que todavía le quedaban —forma, contorno, movimiento, profundidad— y explorarlos con gran intensidad. También comenzó a pintar retratos, aunque se veía incapaz de trabajar del natural y lo hacía sólo a partir de fotografías en blanco y negro, ayudándose de su conocimiento y percepción de cada uno de los modelos. La vida era tolerable sólo en el estudio, pues allí era capaz de reconcebir el mundo en formas puras y poderosas. Pero fuera, en la vida real, el mundo le parecía ajeno, vacío, muerto y gris.