La idea de esta extraordinaria plasticidad del cerebro, de su capacidad para las más asombrosas adaptaciones, sobre todo en los casos especiales (y a menudo desesperados) de una desgracia neural o sensorial, ha llegado a dominar mi propia percepción de mis pacientes y sus vidas. Tanto que, de hecho, a veces llego a preguntarme si no habría que redefinir los conceptos de «salud» y «enfermedad» para verlos no ya en los términos de una «norma» rígidamente definida, sino en términos de la capacidad del organismo para crear una nueva organización y un nuevo orden que encajen con su disposición y sus exigencias, tan especiales y alteradas.
La enfermedad implica una contracción de la vida, pero tales contracciones no tienen por qué ocurrir. Casi todos mis pacientes, o eso me parece, sean cuales sean sus problemas, le tienden la mano a la vida, y no sólo a pesar de sus condiciones, sino a menudo a causa de ellas, e incluso con su ayuda.
He aquí siete narraciones sobre la naturaleza, sobre el espíritu humano y sobre la manera en que éstos han colisionado inesperadamente. Las personas que aparecen en este libro se han visto afectadas por estados neurológicos tan diversos como el síndrome de Tourette, el autismo, la amnesia y la ceguera total al color. Ellos ejemplifican estos estados, son «casos» en el sentido médico tradicional, aunque igualmente son individuos singulares, y cada uno de ellos habita (y en cierto sentido ha creado) un mundo propio.
Se trata de relatos de supervivencia bajo circunstancias alteradas a veces de manera radical, en las que dicha supervivencia resulta posible gracias a los maravillosos (aunque a veces peligrosos) poderes de reconstrucción y adaptación de que estamos dotados. En libros anteriores escribí sobre la «conservación» del yo, y (más raramente) sobre la «pérdida» del yo en trastornos neurológicos. He llegado a pensar que estos términos son demasiado simples, que no hay ni pérdida ni conservación de la identidad en tales situaciones, sino más bien una adaptación, incluso una transmutación, para cada cerebro radicalmente alterado y la «realidad» a que se enfrenta.
El estudio de la enfermedad exige al médico el estudio de la identidad, de los mundos interiores que los pacientes crean bajo el acicate de la enfermedad. Pero las realidades de los pacientes, las maneras en que ellos y sus cerebros construyen sus propios mundos, no puede comprenderse totalmente a partir de la observación del comportamiento desde el exterior. Además de la aproximación objetiva del científico, debemos utilizar también la aproximación ínterdisciplinar, saltando, como escribe Foucault, «al interior de la conciencia mórbida, [intentando] ver el mundo patológico con los ojos del propio paciente». Lo mejor que se ha escrito sobre la naturaleza y necesidad de tal intuición o empatía se lo debemos a G. K. Chesterton, a través de su espiritual detective, el padre Brown. Así, cuando al padre Brown le preguntan por su método, responde:
La ciencia es una gran cosa cuando la tienes a tu disposición; en su sentido real es una de las palabras más grandiosas del mundo. ¿Pero a qué se refieren estos hombres, nueve de cada diez veces, cuando la utilizan hoy en día? ¿Cuando dicen que la investigación es una ciencia? ¿Cuando dicen que la criminología es una ciencia? Se refieren a
salir
del hombre, a estudiarlo como si se tratara de un gigantesco insecto; en lo que ellos llaman una luz imparcial; en lo que yo llamaría una luz deshumanizada. Se refieren a alejarse un gran trecho de él, como si fuera un lejano monstruo prehistórico; observar la forma de su «cráneo criminal» como si se tratara de una protuberancia misteriosa, como el cuerno que hay en el hocico del rinoceronte. Cuando el científico habla de un sujeto, nunca se refiere a sí mismo, sino siempre a su vecino; probablemente a su vecino más pobre. No niego que esa árida luz pueda ser de utilidad alguna vez; aunque en cierto sentido es el mismísimo reverso de la ciencia. Tan lejos está de ser conocimiento que de hecho es la supresión de lo que conocemos. Es tratar a un amigo como a un extraño y fingir que algo familiar es realmente remoto y misterioso. Es como decir que un hombre tiene una trompa entre los ojos, o que cada veinticuatro horas cae una vez en un arrebato de insensibilidad. Bueno, lo que llamas «el secreto» es exactamente lo opuesto. No intento salir del hombre. Intento adentrarme en él.
La exploración de yoes y mundos profundamente alterados no es algo que se pueda llevar a cabo en una consulta o en un ambulatorio. El neurólogo francés François Lhermitte es especialmente sensible a este hecho y, en lugar de observar simplemente a sus pacientes en la clínica, insiste en ir a visitarlos a su casa, en llevarlos a un restaurante o al teatro, o a dar un paseo en su coche, en compartir sus vidas cuanto le sea posible. (Algo similar ocurre, u ocurría, con los que practicaban la medicina general. Cuando mi padre, a la edad de noventa años, comenzó a pensar con cierta reticencia en el retiro, le dijimos: «Al menos deja de visitar a domicilio.» Pero él respondió: «No, seguiré visitando a domicilio… y dejaré todo lo demás.»)
Con esto en mente, me he quitado la bata blanca, he abandonado los hospitales donde he pasado los últimos veinticinco años y me he dedicado a investigar las vidas de mis pacientes tal como son en el mundo real, sintiéndome en parte como un naturalista que estudia extrañas formas de vida; en parte como un antropólogo, o un neuroantropólogo que realiza un trabajo de campo, aunque casi siempre como un médico, un médico que visita a domicilio, unos domicilios que están en los límites de la experiencia humana.
Son éstas las narraciones de siete metamorfosis provocadas por el azar neurológico, metamorfosis que han dado como resultado estados alternativos del ser, no menos humanos por ser tan distintos.
O. W. S.
Nueva York, junio de 1994
A primeros de marzo de 1986 recibí la siguiente carta:
Soy un artista de bastante éxito que acaba de cumplir sesenta y cinco años. El 2 de enero de este año iba conduciendo mi coche y choqué con un pequeño camión en el lado del copiloto de mi vehículo. En la sala de urgencias del hospital de mi barrio me dijeron que sufría una conmoción cerebral. Mientras me reconocían la vista descubrí que era incapaz de distinguir las letras o los colores. Las letras me parecían griego. Mi visión era tal que me parecía estar contemplando un televisor en blanco y negro. Al cabo de los días fui capaz de distinguir las letras y mi vista se volvió de águila: podía ver un gusano retorciéndose a una manzana de distancia. La agudeza de enfoque era increíble. PERO ESTOY COMPLETAMENTE CIEGO AL COLOR. He visitado oftalmólogos que no saben nada de este asunto de la ceguera al color. He visitado neurólogos, sin resultado. Bajo hipnosis sigo sin distinguir los colores. Me han sometido a todo tipo de pruebas. Cualquiera que se le ocurra. Mi perro marrón es gris oscuro. El zumo de tomate es negro. La televisión en color es un batiburrillo.
¿Me había encontrado alguna vez con un problema semejante, proseguía el remitente; podía explicar lo que le estaba sucediendo… y podía ayudarle?
Me pareció una carta extraordinaria. El daltonismo,
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tal como se entiende comúnmente, es algo con lo que se nace, una dificultad para distinguir el rojo o el verde, u otros colores, o (algo extremadamente raro) una incapacidad para ver los colores en absoluto, debido a un defecto en los conos, las células de la retina sensibles al color. Pero estaba claro que ése no era el caso de mi remitente, Jonathan I. Toda su vida había visto con normalidad, había nacido con un juego completo de conos en sus retinas. Se había
vuelto
ciego al color después de sesenta y cinco años de ver el color normalmente,
totalmente
ciego al color, como si «estuviera contemplando una televisión en blanco y negro». Lo repentino del suceso era incompatible con cualquiera de los lentos deterioros que pueden acontecerles a las células de los conos retinales, y sugería, por contra, un accidente a un nivel mucho mayor en aquellas partes del cerebro especializadas en la percepción del color.
La ceguera al color total provocada por una lesión cerebral, denominada acromatopsia cerebral, aunque descrita hace más de tres siglos, sigue siendo un estado inusual y grave. Ha fascinado a los neurólogos porque, al igual que todas las disoluciones y destrucciones neurales, puede revelamos los mecanismos de la construcción neural, en este caso, específicamente, cómo el cerebro «ve» (o construye) el color. Doblemente fascinante es que esto le ocurra a un artista, a un pintor para quien el color ha sido de primordial importancia, y que puede pintar directamente al tiempo que describe lo que le ha ocurrido, y de este modo transmitir toda la extrañeza, angustia y realidad de su estado.
El color no es un asunto trivial, sino algo que ha suscitado, durante cientos de años, una apasionada curiosidad entre los más grandes artistas, filósofos y científicos de la naturaleza. El primer tratado del joven Spinoza versaba sobre el arco iris; el más gozoso descubrimiento del joven Newton fue la composición de la luz blanca; la gran obra sobre el color de Goethe, al igual que la de Newton, comenzó con un prisma; Schopenhauer, Young, Helmholtz y Maxwell, en el siglo pasado, fueron seducidos por el problema del color; y la última obra de Wittgenstein la constituyen sus
Observaciones sobre el color.
Y sin embargo muchos de nosotros no reparamos ni una sola vez en toda nuestra vida en su gran misterio. A través de un caso como el del señor I. podemos rastrear no sólo los mecanismos cerebrales subyacentes o fisiología, sino la fenomenología del color y la profundidad de su resonancia y significado para el individuo.
Cuando me llegó la carta del señor I. me puse en contacto con mi buen amigo y colega Robert Wasserman, que es oftalmólogo, pensando que debíamos analizar juntos la compleja situación del señor I., y, de ser posible, ayudarle. Le vimos por primera vez en abril de 1986. Era un hombre alto de aspecto demacrado, con una cara angulosa e inteligente. Aunque obviamente deprimido por su estado, pronto simpatizó con nosotros y comenzó a hablar con humor y animadamente. Fumaba sin cesar mientras hablaba; sus dedos, inquietos, estaban manchados de nicotina. Nos habló de su muy activa y productiva vida artística, desde sus inicios con Georgia O’Keeffe en Nuevo México, pintando telones de foro en Hollywood durante los años cuarenta, su obra como expresionista abstracto en el Nueva York de los cincuenta, y posteriormente su trabajo como director de arte y diseñador publicitario.
Supimos que su accidente había ido acompañado de una amnesia temporal. Era evidente que había podido dar una clara descripción de sí mismo y del accidente a la policía en el momento del accidente, a última hora de la tarde del 2 de enero, pero después, a causa de un dolor de cabeza cada vez más intenso, se fue a casa. Se quejó a su mujer diciéndole que le dolía la cabeza y se sentía aturdido, pero no mencionó el accidente. Entonces cayó en un sueño prolongado y casi de estupor. A la mañana siguiente, cuando su mujer vio el lateral del coche abollado, le preguntó qué le había ocurrido. Al ver que no obtenía una respuesta clara («No lo sé. Quizá alguien me dio un golpe haciendo marcha atrás») supo que debía de haber sucedido algo grave.
El señor I. condujo entonces hasta su estudio y encontró sobre su escritorio una copia en papel carbón del informe policial del accidente. Había tenido un accidente, pero, curiosamente, no se acordaba de él. Quizá el informe activara su memoria. Pero al acercárselo a la vista fue incapaz de entender nada. Veía caracteres de diversos tipos y tamaños, todos claramente enfocados, pero le parecieron «griego» o «hebreo».
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Una lupa no le sirvió de ayuda; simplemente se convirtieron en letras «griegas» o «hebreas» más grandes. (Esta alexia, o incapacidad para leer, le duró varios días, pero acabó por desaparecer.)
Creyendo haber sufrido una apoplejía o algún tipo de lesión cerebral a causa del accidente, Jonathan telefoneó a su médico, quien lo dispuso todo para que le hicieran unas pruebas en el hospital. Aunque, como indica su carta, ya en esa fase se le detectaron dificultades a la hora de distinguir los colores, además de su incapacidad para leer, no tuvo ninguna sensación subjetiva de alteración de los colores hasta el día siguiente.
Ese día decidió ir a trabajar otra vez. Le parecía conducir en medio de la niebla, aun cuando sabía que el día era claro y luminoso. Todo estaba neblinoso, descolorido, grisáceo, confuso. Cerca de su estudio, la policía le hizo señas de que se detuviera: le dijeron que se había pasado dos semáforos en rojo. ¿Se había percatado? No, dijo, no era consciente de haberse saltado ninguna luz en rojo. Le pidieron que saliera del coche. Al ver que estaba sobrio, aunque al parecer aturdido y enfermo, le pusieron una multa y le sugirieron que buscara consejo médico.
El señor I. llegó a su estudio aliviado, con la esperanza de que la horrible niebla se disiparía, que todo volvería a estar claro. Pero al entrar se encontró con que todo su estudio, en el que había colgadas telas de vivos colores, se veía ahora totalmente gris y carente de color. Sus telas, las pinturas abstractas y en color por las que era conocido, eran grisáceas o en blanco y negro. Sus cuadros —antaño ricos en asociaciones, sentimientos, significados— ahora le parecían ajenos y sin sentido. En ese momento la magnitud de la pérdida le abrumó. Toda su vida había sido pintor; ahora incluso su arte carecía de sentido, y no podía imaginarse cómo seguir adelante.
Las semanas siguientes fueron muy difíciles. «Uno podía pensar», dijo el señor L, «pérdida de visión del color, bueno, ¿y qué? Algunos amigos me decían eso, mi mujer a veces lo pensaba, pero para mí, al menos, era terrible, muy desagradable.» Él
conocía
los colores de todo con extraordinaria exactitud (era capaz de dar no sólo los nombres, sino los números de color que aparecían en la escala de tonos Pantone que había utilizado durante muchos años). De este modo era capaz de identificar el verde de la mesa de billar de Van Gogh sin vacilar.
Conocía
todos los colores de sus cuadros favoritos, pero ya no los veía, ni cuando miraba ni en el ojo de su mente. Quizá ahora los conocía sólo por memoria verbal.
No sólo habían desaparecido los colores, sino que lo que veía tenía un aspecto desagradable, «sucio», con unos blancos deslumbrantes y sin embargo descoloridos, color hueso, y unos negros cavernosos: todo falso, antinatural, sucio e impuro.
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