Trilogía de la Flota Negra 2 Escudo de Mentiras (33 page)

BOOK: Trilogía de la Flota Negra 2 Escudo de Mentiras
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—Virrey... —dijo su ayudante Eri Palle, deteniéndose respetuosamente a unos cuantos pasos detrás de Nil Spaar—. Permitidme que os cuente lo amado que sois hoy. Todos y cada uno de los
nitakkas
que se han reunido ahí abajo están dispuestos a dar su sangre para alimentar a vuestra nidada. Todas y cada una de esas
marasis
están dispuestas a ofreceros su belleza y a ser vuestra compañera de apareamiento.

—Me halagas con la exageración —dijo Nil Spaar.

—No, etaias —protestó el ayudante—. El guardián de trabajo de vuestro departamento me ha dicho que se han visto abrumados por las ofertas. El centinela de la puerta de vuestra residencia ha contado a más de mil
marasis
que se han presentado allí impulsadas por la esperanza.

—¿De veras? —preguntó Spaar, lanzándole una rápida mirada por encima del hombro—. Si llegas a enterarte de que ha tomado a alguna para él, confío en que te ocuparás de que pague su error de una manera tan pública como dolorosa.

—Vuestro centinela jamás osaría faltaros al respeto de esa manera —dijo Eri Palle, perplejo y escandalizado—. Os es tan leal como cualquiera de nosotros..., como yo mismo.

—Siempre hay alguien lo suficientemente osado para hacer lo que no debe, Eri —dijo Nil Spaar, dando la espalda al ventanal—. Ésa es la manera en que la ambición se va haciendo un hueco en el mundo. Hace mucho tiempo, yo también me atreví a hacer lo impensable... ¿O acaso ya has olvidado cómo abandonó su palacio el virrey Kiv Truun?

La nave se estremeció debajo de ellos cuando los soportes de descenso entraron en contacto con la plataforma y los estabilizadores absorbieron el peso del
Aramadia
. Después el gruñido lejano de los impulsores cesó de repente, y los sonidos más débiles de la maquinaria y los sistemas del
Aramadia
volvieron a ser audibles.

—No lo he olvidado —dijo Eri—. Todavía conservo mi guerrera, manchada con la sangre de Kiv Truun, para que me lo recuerde.

Nil Spaar asintió, y después se irguió cuan alto era delante del ventanal.

—Haz que disminuyan la potencia de los reflectores y di que bajen las pantallas, Eri. Dejemos que me vean.

Su ayudante se volvió hacia los controles del ventanal. Unos momentos después, la multitud vio cómo una delgada franja del casco de la nave se iba retirando hacia el interior para crear una balconada en su centro.

Inmóvil en aquel balcón había un yevethano muy alto vestido con el escarlata ceremonial, que alzó la mano hacia ellos en un gesto de saludo.

La imagen proyectada y polarizada era repetida a intervalos alrededor de toda la circunferencia de la nave. Fuera cual fuese el sitio en el que se hallaran los fieles, todos podían alzar la mirada hacia el
Aramadia
y ver al líder de Yevetha.

La multitud rugió su bienvenida con una sola voz, enfebrecida y llena de alegría. El sonido que creó podía rivalizar con el estrépito de los impulsores de la nave e hizo que el casco del
Aramadia
vibrara en un estremecimiento de simpatía.

Nil Spaar se dejó envolver por su devoción y la absorbió ávidamente. La sensación era casi tan deliciosamente intensa como el abrazo de su nido, con la diferencia de que en vez de resultar relajante provocaba un deseo imposiblemente intenso. Tanto sus crestas de combate como sus espinas de apareamiento se hincharon bajo la repentina afluencia de sangre.

El rugido siguió y siguió, sin que hubiera ninguna señal de que quisiera cesar. Nil Spaar acabó sintiéndose incapaz de soportarlo por más tiempo y retrocedió, alejándose del ventanal mientras llamaba a Eri con un gesto de la mano.

El ayudante se apresuró a cerrar las pantallas, volviendo a convertir la galería en un recinto privado. Después retrocedió ante el virrey, cautelosamente consciente de la repentina hinchazón que habían desplegado las crestas de combate sobre el cráneo de Nil Spaar.

—¿Veis, etaias? —murmuró Eri mientras retrocedía—. Qué momento tan glorioso...

—Quiero bajar para estar más cerca de ellos. ¿Está preparado mi deslizador?

—El encargado del espaciopuerto os ha proporcionado un vehículo: es un deslizador procesional que ha sido construido especialmente para esta ocasión por los artesanos de los gremios de Giat Nor como ofrenda para vos. Se me ha dicho que la calidad del trabajo es impecable.

—Entonces iré a aceptar esta ofrenda que se me hace —dijo Nil Spaar, yendo hacia la entrada—. Gracias, Eri. Haz los arreglos necesarios para que mi familia sea transferida al palacio en cuanto la multitud se haya dispersado.

—Sí, virrey —dijo el ayudante, y la consternación ensombreció su rostro cuando comprendió que no se le permitiría ocupar un lugar en el vehículo procesional del virrey. Después, temiendo que Nil Spaar hubiera podido leer sus pensamientos a través de su expresión, se apresuró a doblar una rodilla en una rápida genuflexión de obediencia—. Me honra poder serviros,
darama
—murmuró.

Las puntas de los dedos de Nil Spaar rozaron la nuca de Eri mientras pasaba junto a él para alejarse por el pasillo.

—Me alegra oírlo —dijo el virrey—. Procura conformarte con eso, y no te dejes dominar por el deseo de ir más allá.

Ciegos, silenciosos y aislados unos de otros, los ciento seis navíos del Quinto Grupo de Combate de la Fuerza de Defensa de la Nueva República se abrían paso a través del hiperespacio e iban contando los minutos que faltaban para su llegada al Cúmulo de Koornacht.

—No me gusta nada hacer un salto tan largo para acabar saliendo en una zona de riesgo —masculló el general Ábaht mientras meneaba la cabeza.

El capitán Morano, capitán del transporte de la Flota
Intrépido
, navío insignia de la Quinta Flota, era el único miembro de la dotación del puente que se encontraba lo suficientemente cerca de Ábaht para poder oír sus palabras.

—¿Una zona de riesgo, general? —preguntó—. El último informe enviado por nuestros merodeadores antes de que partiéramos de Coruscant decía que todo estaba tranquilo en los alrededores del Cúmulo de Koornacht. Creía que sólo íbamos a trazar una línea en el cielo.

—Tres días son tiempo más que suficiente para que puedan ocurrir muchas cosas, capitán. —Ábaht alzó la mirada hacia los cronómetros de la misión—. Pronto lo sabremos.

La fuerza expedicionaria saldría del hiperespacio tal como había entrado en él, y estaba obligada a mantener las velocidades, distancias entre navíos y programaciones cronológicas predeterminadas. Antes de partir de Coruscant, la Quinta Flota se había dispersado en la formación más amplia que podían permitir las rutas de salto que llevaban a las coordenadas del objetivo. El hurón señalizador había saltado primero, con los exploradores y navíos de patrullaje detrás y los navíos de combate meticulosamente dispersados y sus pantallas en último lugar. En cuanto hubieran saltado, ya no podrían introducir ningún cambio en su trayectoria. Los ingenieros de la Nueva República todavía no habían conseguido encontrar una solución a la interrupción de comunicaciones impuesta por el viaje hiperespacial.

Una vez iniciado el salto, la Flota tenía que seguir adelante a ciegas hasta salir de él.

Eso significaba que había que tomar ciento seis decisiones distintas antes de que la Flota se pusiera en movimiento, y el número de soluciones posibles para esa matriz era incontable. Algunas soluciones resultaban ideales para una situación táctica, y eran desastrosas para otras. Al principio jugabas a las adivinanzas, y después tenías que librar un duro combate con el tiempo, que te exigía grandes reservas de paciencia, y Ábaht odiaba las largas horas en las que no había nada que hacer salvo preguntarse una y otra vez si habías tomado las decisiones correctas.

La gran preocupación siempre era la misma: la situación táctica podía haber cambiado. La peor versión de ese miedo era la de que el enemigo pudiera haberse enterado de cuáles eran los vectores de asalto empleados mediante espías o un merodeador, y que hubiera preparado una sorpresa mortífera.

Ésa era la razón por la que Ábaht siempre prefería saltar a una zona de reunión desde la que podría recibir informes puestos al día enviados por la Inteligencia de la Flota y hacer cualquier ajuste que fuese necesario antes de dar el salto final que llevaría a sus fuerzas a la zona del objetivo. Obrando de esa forma, Ábaht podía acortar la ventana de oportunidad creada por la suspensión de comunicaciones hasta dejarla en una hora o menos.

Pero la cautela tenía su precio, y el precio se pagaba en una moneda inapreciable: el tiempo. Ábaht había recibido órdenes de llevar la Quinta Flota a Koornacht lo más deprisa posible.

Ya era demasiado tarde para ayudar a Polneye o a Nueva Brigia, pero la princesa Leia y el almirante Ackbar querían hacer una demostración de fuerza inmediata. Parecía que sólo eso podría disuadir a los repentinamente depredadores yevethanos de proseguir sus conquistas volviendo la mirada hacia Galantes, Wehttam o cualquier otro asentamiento situado fuera del Cúmulo de Koornacht. La descripción figurativa del capitán Moranos cuando había hablado de trazar una línea en el cielo resultaba perfectamente adecuada a las circunstancias.

El informe final de los merodeadores que el general Solo había dejado en el Sector de Farlax no mostraba ninguna actividad de navíos enemigos fuera del Cúmulo de Koornacht, y muy poco tráfico de ninguna otra clase en toda la zona: los sensores sólo habían detectado la presencia de un par de cargueros independientes y un explorador minero de los gitanos del espacio en un volumen de más de cien años luz cúbicos. Los territorios de la Nueva República no habían sufrido ningún ataque, y tampoco había habido ningún enfrentamiento entre las fuerzas de la Nueva República y los efectivos yevethanos. Aparte de todo eso, tampoco había que olvidar que la misión había empezado en el sistema de Coruscant, un territorio de máximo nivel de seguridad. Los riesgos de dar un salto hiperespacial directo parecían bastante reducidos.

Pero siempre había riesgos. «Y lo único que puedes hacer es lanzarte a través del umbral sin saber qué habrá al otro lado», pensó Ábaht.

—La reentrada del hurón señalizador tendrá lugar dentro de diez segundos —anunció un sargento del grupo táctico—. Nueve. Ocho...

—Confirmen nivel de alerta uno —dijo Morano.

—Confirmando nivel de alerta uno —dijo el oficial ejecutivo—. Todos los sistemas defensivos preparados para entrar en acción. Receptores de alerta rápida en verde. Todas los dotaciones de combate en sus puestos y preparadas. El Escuadrón Dos y el Escuadrón Cuatro están en sus cubiertas con los motores encendidos, y todos sus aparatos se encuentran preparados para un lanzamiento inmediato.

—Gracias, teniente.

Cuando la cuenta atrás llegó al cero, no hubo ninguna señal exterior de que hubiera ocurrido algo. En algún lugar situado por delante de ellos, el diminuto hurón señalizador y su dotación de androides deberían haber emergido al espacio real y haber iniciado sus funciones de recepción y decodificación de cualquier señal de alerta e informes de puesta al día tácticos enviados por el Departamento de la Flota. Pero Ábaht y sus hombres no sabrían si eso había ocurrido hasta que el
Intrépido
pasara por esa puerta invisible.

Otro cronómetro inició la cuenta atrás del corto intervalo que faltaba para la emergencia de los patrulleros y los navíos de exploración. El murmullo de fondo de la actividad en el puente del
Intrépido
se volvió un poco más ruidoso. El capitán Morano dio la espalda a los datos de situación de la pantalla visora, cruzó el puente hasta llegar al sillón de su puesto de combate, se sentó en él y se puso el arnés de seguridad.

Ábaht hizo lo mismo poco después.

—Los navíos de patrullaje acaban de entrar en el espacio real —murmuró Morano, aunque la observación era totalmente innecesaria.

—¿Cuántos saltos de combate ha hecho, capitán? —preguntó Ábaht en voz baja y suave.

—Treinta y ocho en la casa redonda —contestó Morano, refiriéndose al centro de operaciones de combate—. Nueve en el puente, todos con posterioridad a la caída del Imperio.

—¿Y cuántos como capitán?

—¿Saltos de combate? Ninguno.

—Entonces le sugiero que empiece a repetirse a sí mismo que ha hecho cien.

—¿Por qué, señor?

—Porque así cuando sus tripulantes vuelvan la mirada hacia usted en los últimos segundos antes de que entremos en el espacio real, no verán ninguna razón para dejarse distraer por el miedo —replicó Ábaht—. Sea lo que sea lo que nos espera, y tanto da que sea una princesa como que sea un dragón, tenemos el deber de ir allí y enfrentarnos a su abrazo. Me estoy acordando de una plegaria dorneana que le oí recitar a mi madre en una ocasión: «Rezo para que mi hijo no muera hoy. Pero si muere, rezo para que muera con honor. Mas por encima de todo, rezo para que si sobrevive, no haya sido gracias al deshonor».

El capitán Morano asintió.

—¿Le gusta apostar, general? ¿Qué cree que nos espera al final del salto..., la princesa o el dragón?

El tercer y último cronómetro seguía con su cuenta atrás, y ya se encontraba muy cerca del cero.

—Me temo que no siempre soy capaz de distinguir una cosa de otra, capitán —dijo Ábaht.

Todos los grandes gremios habían aportado alguna contribución al vehículo procesional. Las dimensiones eran majestuosas, y las líneas gráciles y elegantes. Los metales relucían. El zumbido del motor era suavemente musical y casi inaudible. La escalerilla de acceso era un prodigio de diseño, y sus esbeltamente elegantes soportes y peldaños eran capaces de doblarse sobre sí mismos y desaparecer debajo del fuselaje en cuanto el peso de Nil Spaar dejara de estar encima de ellos. Los almohadones y paneles murales del compartimiento abierto de la parte de atrás eran soberbios y habían sido delicadamente adornados con el escudo del clan Spaar, los símbolos de la casa del virrey, los iconos de la bendición que traía buenos auspicios y los nombres de gloria de los yevethanos, y todas las tramas habían sido entrelazadas para formar una pauta espectacularmente hermosa.

Incluso el conductor del vehículo y los guardias habían sido escogidos para honrarle. El conductor era un perfecto exponente de la rara curiosidad genética conocida como neutro de blancura: ni varón ni hembra, su piel era tan pálidamente blanquecina como el cielo del mediodía.

Permanecía inmóvil en el hueco delantero de conducción con su alto y esbelto cuerpo muy erguido y su rostro totalmente inexpresivo, un heraldo cuya sola presencia ya anunciaba que se acercaba un gran yevethano. Los guardias eran otra curiosidad; eran gemelos seriales, surgidos del mismo recipiente de nacimiento e idénticos en todo salvo su edad. Por tradición, se consideraba que los gemelos seriales daban buena suerte y que podían transmitir esa bendición siempre que lo desearan mediante el aliento, el contacto y la sangre.

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