Trilogía de la Flota Negra 2 Escudo de Mentiras (12 page)

BOOK: Trilogía de la Flota Negra 2 Escudo de Mentiras
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—Cuando se le presentó esa «nueva ocasión», estábamos abriendo un agujero en un elemento del sistema de defensa primario..., un agujero que los mecanismos de reparación fueron incapaces de cerrar en el período de tiempo habitual.

—Sí, en eso tienes razón —dijo Lando—. Pero después de lo que hicimos, esta nave tiene que haberse dado cuenta de que no éramos qellas y de que nuestras intenciones no eran excesivamente amistosas.

—Si la nave poseyera la clase de consciencia que le estás atribuyendo, y hubiera tomado la decisión de librarse de nosotros, podría haberlo hecho en cualquier momento mientras estábamos dentro del acumulador —replicó Lobot—. Podría haberse librado de nosotros mientras estábamos durmiendo. Podría haber abierto el casco debajo de tus pies mientras estabas colocando la lapa. Y sin embargo, no ha hecho ninguna de esas cosas.

—Hmmm. ¿Y qué clase de sistema de seguridad se olvidaría de nuestra presencia a bordo después de que consiguiéramos introducirnos en la nave? —preguntó Lando—. Es como si hubiéramos dejado de ser sospechosos en el mismo instante en que enfundamos nuestras armas. «Lo sentimos muchísimo, pero no nos acordábamos de cuál era el código de acceso y tuvimos que volar la entrada...» «Oh, no importa. Adelante, adelante, poneos cómodos...»

—Me he estado preguntando desde el principio a qué clase de inteligencia nos enfrentábamos —dijo Lobot—. Es la pregunta más interesante de todas las que nos plantea esta situación, porque...

—En lo referente a las preguntas, yo sigo votando por «¿De dónde saldrá mi próxima comida?» —le interrumpió Lando—. Y Erredós probablemente votaría por «¿Quién demonios le ha puesto al frente de esta misión?».

Lobot esperó pacientemente hasta que Lando hubo acabado de bromear, y después siguió hablando.

—He hecho una proyección de cómo se habría comportado esta nave si tú, o yo, o Erredós y Cetrespeó fueran sus dueños. Su conducta real no encaja con ninguno de esos modelos.

—Discúlpeme, señor, pero ¿por qué debería hacerlo? —preguntó Cetrespeó, que había estado escuchando su conversación sin perderse ni una sola palabra—. Esta nave no fue construida por humanos, ni por androides. No somos sus dueños. Su conducta sólo puede ser evaluada correctamente dentro del contexto cultural adecuado.

—No estoy de acuerdo contigo, Cetrespeó. Las condiciones de la prueba dictaminan la forma de las respuestas —dijo Lobot—. Si no fuera así, los millones de especies existentes en la galaxia tendrían tan poco en común que no habría ninguna necesidad de tus servicios.

—Lobot tiene razón, Cetrespeó —dijo Lando—. Da igual adonde haya ido o con quién haya tenido que vérmelas, la única base del acuerdo es que todo el mundo está intentando obtener alguna clase de beneficio. Yo lo llamo interés propio ilustrado, y es el motor que impulsa el universo.

—Las condiciones de la prueba son la inteligencia y la supervivencia —dijo Lobot—. La forma de la respuesta consiste en identificar amenazas y neutralizarlas. Esta nave no ha conseguido superar la prueba. Por lo tanto, y en lo que se refiere a esta nave, debo llegar a la conclusión de que ni es inteligente ni está controlada por seres inteligentes. El Vagabundo es una creación muy sofisticada e ingeniosa, pero no es inteligente.

—Comprendo —dijo Cetrespeó—. Amo Lando, ¿cree que debería abandonar mis esfuerzos para establecer contacto con los dueños de esta nave?

—Sigue insistiendo, Cetrespeó —dijo Lando—. Todavía no has conseguido convencerme, Lobot. Una nave de estas dimensiones y esta complejidad, que consigue escapar con éxito a todos los intentos de ser capturada durante más de cien años... Tiene que haber algo o alguien al mando.

—Algo, sí. Pero no algo consciente. Creo que su aparente complejidad nos ha engañado hasta el extremo de llevarnos a invocar una hipótesis divina.

—¿Una hipótesis divina?

Lobot asintió.

—Cuando hablamos de los dueños de esta nave, dimos por supuesto que había alguna clase de consciencia observándonos y controlando los acontecimientos que tienen lugar dentro de nuestro entorno —dijo—. Incluso recurrimos a esos dueños de la nave para que nos salvaran, ofreciéndoles respetuosamente nuestras disculpas y esperando que intervinieran en nuestro beneficio.

»Pero no existe ninguna indicación de que la nave sea consciente de nuestra presencia más allá de su percepción local de los efectos que producimos sobre ella. Sus respuestas tienen el carácter de funciones autónomas. Creo que el Vagabundo es un autómata enormemente sofisticado que emplea respuestas basadas en reglas incorporadas a su estructura fundamental.

—¿Qué regla podría haber estado siguiendo cuando intentó expulsarme al espacio?

—Estabas utilizando un desintegrador, y habías producido una brecha que los sistemas de reparación eran incapaces de cerrar —dijo Lobot—. Podrías haber activado una regla que especifica que los fuegos deben ser extinguidos exponiéndolos al vacío espacial.

Lando frunció el ceño mientras sopesaba los argumentos que le exponía Lobot.

—Y ahora quieres que empecemos a pulsar botones al azar, ¿no?

—Sabemos que la nave responde al contacto. Probablemente cometimos un error al llegar a la conclusión de que dicha respuesta era de naturaleza negativa.

Lando todavía no estaba muy convencido de que fuera una buena idea.

—¿Sigue todo tranquilo por ahí fuera, Erredós?

Erredós respondió con un corto pitido, claramente reconocible como un «Sí».

Lando se volvió hacia Lobot, se encogió de hombros y agitó una mano.

—Después de ti.

Con un asentimiento de cabeza, Lobot abrió los cierres de sus guantes, se los quitó uno detrás de otro y los colgó de las sujeciones para herramientas del traje de contacto. Después se impulsó hacia la porción más cercana del muro que se extendía a su alrededor, extendió las dos manos y posó las palmas sobre la superficie, ejerciendo una ligera presión. Al ver que no ocurría nada, Lobot empezó a deslizarse hacia la izquierda. El muro de la cámara empezó a subir bajo sus manos, cambiando y retorciéndose como si estuviera adaptándose a un molde invisible.

—¡Oh, cielos! —exclamó Cetrespeó de repente—. ¿Lo estás viendo, Erredós?

Lobot se apresuró a retroceder hasta el centro de la cámara, pero la transformación continuó. Grandes discos aparecieron y fueron creciendo hasta convertirse en gruesos cilindros. Surcos surgidos de la nada fueron definiendo largos arcos a través de aquella repentina exhibición de actividad, sombreando las tramas de ondulaciones que se iban derramando en un rápido descenso a lo largo de las curvas de un hemisferio. El color apareció pero no llegó a hacerse abrumador: había remolinos azul claro y radios de un suave tono amarillo, y ni unos ni otros respetaban las fronteras de las geometrías sobre las que se extendían.

Un chispazo de deleite iluminó los ojos de Lando.

—Nunca pensé que tuvieras dotes artísticas, Lobot —dijo.

Lobot volvió a acercarse a la pared y puso los dedos sobre uno de aquellos cilindros que parecían tambores. Un repentino estallido de música llenó la cámara con un fascinante dueto de melodías entrelazadas, que subieron y bajaron como el oleaje en un mar encalmado.

—Eh, no voy a permitir que seas el único que se divierte aquí —dijo Lando y, sonriendo, se quitó el guante improvisado de la mano derecha y se impulsó hacia el otro muro.

El muro respondió al roce de sus dedos desarrollando un gran rectángulo atravesado por dos largos canales y repleto de detalles todavía más delicados que los de la escultura que había delante de él. Lando ignoraba el significado de la trama, pero pudo ver la cicatriz que su desintegrador había dejado en ella: la hoja de energía había asestado un mordisco circular en el borde superior del rectángulo, haciendo desaparecer veinte o más de la miríada de diminutas celdillas que había en su interior.

Los daños no enturbiaron la alegría de Lando durante demasiado tiempo. Los dos hombres revolotearon por la cámara como una decidida y ágil pareja de tozudos insectos hasta que sus experimentos con el tacto hubieron abarcado toda la superficie. Había algo inexplicablemente maravilloso en la forma en que un simple roce de la mano hacía cobrar vida a aquella cámara vacía.

Pero el descubrimiento más espléndido de todos —por lo menos a los ojos de Lando— fue el umbral que se abrió ante él a un extremo de la cámara y su gemelo, que Lobot hizo manifestarse al otro extremo. Lando no sabía adonde podían llevarles, pero prefería una elección incierta a no tener ninguna elección.

La mesa que ocupaba el centro de la sala de oficiales del
Glorioso
contenía dos fragmentos de metal colocados junto al guante de un traje de contacto. El más largo de los dos fragmentos estaba severamente doblado y retorcido. Los extremos de los dos mostraban el mismo dibujo de quemaduras negruzcas. El coronel Pakkpekatt sostuvo el más corto de los fragmentos entre dos dedos, y lo hizo girar lentamente para examinarlo desde todos los ángulos.

—¿Está seguro? —preguntó.

—Sí, coronel —dijo Taisden—. Es la estructura de soporte de un Cargador Robusto, un trineo de equipo autoestabilizado de uso muy extendido en toda la galaxia.

—¿A quién pertenece?

—El código de registro indica que es propiedad de un tal Hierko Nochet, un guía de aventuras babbetiano amigo de Lando Calrissian. Creemos que el general obtuvo éste y algunos otros artículos de Nochet en un torneo de sabacc hace dos años.

—¿Lo ha hecho someter al examen de detección de identificadores biológicos?

—Fue examinado inmediatamente después de su recuperación —dijo el agente técnico Pleck—. Hay restos de indicadores que encajan con los modelos de manipulación por humanos, pero no puedo confirmar que su fuente sea Calrissian o el ciborg.

—¿Por qué no?

—Eh... Resulta un poco difícil de explicar, señor, pero... Ah... El caso es que no disponemos de ningún perfil biológico del general para llevar a cabo una comparación.

Pakkpekatt le enseñó los dientes.

—¿Estamos hablando de un alto oficial de la Flota, y me dice que no disponemos de ningún perfil biológico suyo? Por no hablar de su largo historial antes de que se uniera a la Rebelión, y de su historial después de la derrota del Imperio... ¿Cómo es posible?

—No lo sé, señor. Hemos encontrado registros que indican que su perfil biológico fue registrado en un mínimo de tres ocasiones, pero los perfiles han desaparecido. Y el encargado de los archivos de la Ciudad de las Nubes ha citado algo llamado el Contrato del Fundador y ni siquiera ha querido responder a nuestras transmisiones.

—Debajo de su uniforme, el general Calrissian sigue siendo un canalla y un contrabandista —dijo Pakkpekatt, meneando la cabeza—. ¿Encontraron algo más durante el análisis, Pleck?

El agente frunció el ceño.

—Sí, coronel..., aunque no sé qué significado debo asignarle.

—Dígame lo que pueda.

—Sí, señor. Hemos recuperado una cantidad relativamente grande de un material biológico no identificado de la parte delantera del trineo..., en esta zona, para ser exactos —dijo el agente, señalando con un dedo—. La cantidad es del orden de los dos millones de células..., aunque quizá debería decir fragmentos de células, ya que la mayoría había sufrido daños de origen mecánico.

—¿De origen mecánico? ¿Como si estos trozos de metal hubieran sido usados como armas?

—No, señor. La distribución era demasiado uniforme. Era más bien como... Bien, señor, más bien como si hubiera cogido una rata-lija y se hubiera dedicado a frotar el metal con ella. Lo siento, señor, ya sé que no es una respuesta demasiado científica, pero...

—Ha dicho que se trata de células no identificadas, ¿verdad?

—Sí, señor, y es posible que no consigamos identificarlas. La teoría que cuenta con más partidarios afirma que cabe la posibilidad que se trate de células artificiales, con lo que estaríamos hablando no tanto de un organismo como de alguna clase de mecanismo. Las secuencias genéticas son excesivamente cortas y parecen tener muy poco material del tipo extro. Con su permiso, me gustaría utilizar una de las sondas hiperespaciales del
Glorioso
para enviar una muestra al Instituto de Exobiología de Coruscant.

Pakkpekatt volvió a enseñar los dientes.

—Ocúpese de ello, teniente —gruñó—. Debería haberse hecho cuando esa idea le vino a la mente.

El agente se apresuró a salir de la sala bajo el fuego abrasador de la mirada de Pakkpekatt, y el coronel volvió a concentrar su atención en Taisden.

—¿Se recuperó algo más en el lugar donde se encontraron estos restos?

—No, señor, nada más. El
Stendaff
continúa barriendo la zona, pero ya están empleando el índice decimetral de las imágenes de alta resolución y éstas siguen sin mostrar nada.

Pakkpekatt cogió el fragmento más corto de la estructura del trineo.

—Son unos restos de lo más curioso, agente Taisden... Resulta bastante difícil construir un escenario que justifique su presencia allí.

—Sí, señor.

—¿Queda alguien de nuestra tripulación a bordo del
Merodeador
?

—No, señor. La sección volvió conmigo, y al capitán Garch se le ha asignado un camarote en la Cubierta X.

—Entonces supongo que ya he perdido todo el tiempo que podía llegar a perder basándome en la esperanza de que esas estúpidas órdenes fueran revocadas —dijo Pakkpekatt—. Comunique al capitán Hannser que a partir de este momento el
Merodeador
deja de formar parte de nuestras fuerzas y que ya no está a mis órdenes. Deberá volver a la Estación del Sector de Krenhner lo más deprisa posible y presentarse al comodoro.

Taisden asintió.

—Me ocuparé inmediatamente de ello, señor.

En cuanto se hubo quedado a solas, el coronel Pakkpekatt curvó lentamente su mano derecha y empezó a golpear la mesa con ella, deslizando sus almohadillas de fricción sobre las puntas retraídas de sus uñas a cada puñetazo que asestaba. El dolor demostró no hallarse a la altura de la ira que estaba experimentando en aquellos momentos, por lo que Pakkpekatt fue incrementando metódicamente la fuerza y la frecuencia de los golpes.

Pakkpekatt se infligió a sí mismo aquel castigo con una extraña e inquietante deliberación, y su rostro permaneció totalmente vacío de expresión mientras duró. No se detuvo hasta que sus almohadillas estuvieron hinchadas y reblandecidas, y hasta que las punzadas de dolor que subían velozmente a lo largo de su brazo para hundirse en su pecho hubieron disipado la temeraria necesidad que la impaciencia y la frustración habían engendrado en su glándula pedrokk, el órgano que los horteks llamaban el corazón del luchador.

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