Sam tuvo que hacer acopio de todo el valor que le quedaba para formular otra pregunta.
—¿Q-qué pasaría si fuera otro? ¿Daríais vuestro apoyo a un tercero?
—¿A quién, a Bowen Marsh? Sólo vale para contar cucharas. Othell sigue órdenes, hace lo que le dicen y lo hace bien, pero nada más. Slynt... Bueno, sus hombres lo aprecian, eso sí, y casi valdría la pena apoyarlo para ver si Stannis vomita, pero no. Tiene demasiado de Desembarco del Rey. A un sapo le salen alas y ya cree que es un dragón. —Pyke se echó a reír—. Así pues, ¿quién nos queda? ¿Hobb? Bueno, sí, lo podríamos elegir, pero entonces, ¿quién nos haría el guiso de carnero, Mortífero? Tienes pinta de gustarte el guiso de carnero.
No había más que decir. Sam, derrotado, apenas si pudo tartamudear una despedida cortés antes de retirarse.
«Me saldrá mejor con Ser Denys —trató de convencerse mientras recorría el castillo. Denys era un caballero, de noble cuna y conversación culta, y había tratado a Sam con suma cortesía cuando se lo encontró con Elí en el camino—. Ser Denys me escuchará, me tiene que escuchar.»
El comandante de la Torre Sombría había nacido bajo la Torre Retumbante de Varamar, y parecía un Mallister de los pies a la cabeza. El cuello de su jubón de terciopelo negro era de marta cibelina, al igual que los puños de las mangas. Un águila de plata clavaba las garras en los pliegues de su capa. Tenía la barba blanca como la nieve, estaba casi calvo y sí, unas arrugas profundas le surcaban el rostro. Pero al moverse aún conservaba la elegancia, también tenía todos los dientes y los años no habían nublado sus ojos azul grisáceo ni sus modales corteses.
—Mi señor de Tarly —dijo cuando su mayordomo guió a Sam hasta la Lanza, donde se alojaban los hombres de la Torre Sombría—. Me alegra ver que os habéis recuperado de vuestra dura experiencia. ¿Me permitís que os ofrezca una copa de vino? Si mal no recuerdo, vuestra señora madre es una Florent. Alguna ocasión tendremos para que os hable del día en que descabalgué a vuestros dos abuelos en el mismo duelo. Pero no será hoy. Sé que tenemos problemas más acuciantes. Sin duda venís de parte del maestre Aemon. ¿Quiere ofrecerme algún consejo?
Sam bebió un sorbo de vino y trató de elegir las palabras con cuidado.
—La cadena y el juramento de un maestre... En fin, no sería correcto que se dijera que ha influido en la elección del Lord Comandante...
—Y por eso no ha venido a verme en persona. —El anciano caballero sonrió—. Sí, Samwell, lo entiendo. Tanto Aemon como yo tenemos muchos años y mucha experiencia en estos asuntos. Decidme lo que me tengáis que decir.
El vino era dulce, y a diferencia de Cotter Pyke, Ser Denys escuchó la súplica de Sam con toda cortesía. Pero, cuando terminó, el anciano caballero sacudió la cabeza.
—Estoy de acuerdo, sería un día triste para la historia de la Guardia si un rey llegara a nombrar al Lord Comandante. Y más este rey. Dudo que conserve la corona mucho tiempo. Pero lo cierto, Samwell, es que debería ser Pyke quien se retirase. Tengo más apoyos que él y estoy más preparado para el cargo.
—Así es —asintió Sam—, pero Cotter Pyke también puede ocupar el cargo. Se dice que ha demostrado a menudo su valor en la batalla. —No quería ofender a Ser Denys ensalzando a su rival, pero si no, ¿cómo lo iba a convencer para que se retirase?
—Muchos de mis hermanos han demostrado su valor en la batalla. Con eso no basta. Hay asuntos que no se pueden resolver con un hacha en la mano. Seguro que el maestre Aemon lo comprenderá, aunque ya sé que Cotter Pyke no. El Lord Comandante de la Guardia de la Noche es, ante todo, un señor. Tiene que estar en condiciones de tratar con otros señores... y con reyes. Tiene que ser un hombre digno de respeto. —Ser Denys se inclinó hacia delante—. Vos y yo somos hijos de grandes señores. Conocemos la importancia de la cuna, de la sangre, sabemos que no hay nada que sustituya al entrenamiento desde la infancia. Yo era escudero a los doce años, caballero a los dieciocho y campeón a los veintidós. He sido comandante de la Torre Sombría desde hace treinta y tres años. La sangre, la cuna y el entrenamiento me han capacitado para tratar con reyes. En cambio, Pyke... Bueno, ya lo visteis, preguntó si Su Alteza le tenía que limpiar el culo. Mirad, Samwell, no tengo por costumbre hablar mal de mis hermanos, pero seamos sinceros. Los hijos del hierro son una raza de piratas y ladrones, Cotter Pyke se dedicaba a violar y asesinar desde que era un niño. El maestre Harmune le tiene que leer y escribir las cartas, lleva años haciéndolo. No, por mucho que me disguste decepcionar al maestre Aemon, mi honor me impide hacerme a un lado para dejar paso a Pyke de Guardiaoriente.
—¿Os haríais a un lado si se tratara de otro? —En esta ocasión Sam estaba preparado—. ¿De un candidato más adecuado?
—No he deseado nunca este honor en sí —dijo Ser Denys tras meditar un instante—. En la última elección, me hice a un lado de buena gana cuando se presentó Lord Mormont, igual que hice con Lord Qorgyle en la elección anterior. Mientras la Guardia de la Noche quede en buenas manos, me doy por satisfecho. Pero Bowen Marsh no está a la altura de esta misión, igual que Othell Yarwyck. En cuanto al que se hace llamar señor de Harrenhal, no es más que el hijo de un carnicero ensalzado por los Lannister. No es de extrañar que sea tan sobornable y corrupto.
—Hay alguien más —barboteó Sam—. El Lord Comandante Mormont confiaba en él, igual que Donal Noye y Qhorin Mediamano. Aunque su cuna no es tan noble como la vuestra, su sangre es antigua. Nació y fue educado en un castillo, aprendió a manejar la espada y la lanza con un caballero, y las letras con un maestre de la Ciudadela. Su padre fue señor y su hermano es rey.
—Puede ser —dijo Ser Denys tras largo rato acariciándose la larga barba blanca—. Es muy joven, pero... puede ser. Mejor sería elegirme a mí, no te quepa duda. Sería lo más inteligente.
«Jon dijo que podía haber honor en una mentira si se contaba por una buena causa.»
—Si no elegimos a un Lord Comandante esta noche, el rey Stannis nos impondrá a Cotter Pyke —susurró Sam—. Se lo dijo esta mañana al maestre Aemon después de haceros salir a los demás.
—Ya veo. —Ser Denys se levantó—. Tengo que meditar sobre lo que me habéis contado, Samwell. Transmitid mi gratitud también al maestre Aemon.
Cuando salió de la Lanza, Sam estaba temblando.
«¿Qué he hecho —pensó—. ¿Qué he dicho? —Si descubrían que había mentido, le harían...—. ¿Qué? ¿Enviarme al Muro? ¿Arrancarme las entrañas? ¿Transformarme en un espectro?» De repente, todo le pareció absurdo. ¿Cómo era posible que hubiera tenido tanto miedo de Cotter Pyke y de Ser Denys Mallister, cuando había visto cómo un cuervo devoraba la cara de Paul el Pequeño?
A Pyke no le hizo gracia verlo de vuelta.
—¿Otra vez tú? Date prisa, empiezas a molestarme.
—Sólo será un momento —le prometió Sam—. Dijisteis que no os retiraríais ante Ser Denys, pero sí ante otro.
—¿De quién se trata esta vez, Mortífero? ¿De ti?
—No. De un luchador. Donal Noye lo puso al mando del Muro cuando llegaron los salvajes y fue el escudero del Viejo Oso. Su único inconveniente es que nació bastardo.
—¡Por todos los infiernos! —Cotter Pyke se echó a reír—. Eso le metería una lanza por el culo a Mallister, ¿eh? Casi valdría la pena sólo por eso. Y el chico no lo haría mal. —Bufó, despectivo—. Por supuesto, yo lo haría mucho mejor, eso lo sabe cualquier idiota.
—Cualquier idiota —asintió Sam—. Hasta yo. Pero... Bueno, no sé, no debería decíroslo... pero el rey Stannis tiene intención de imponernos a Ser Denys si no elegimos a un lord comandante esta noche. Se lo dijo esta mañana al maestre Aemon, después de haceros salir a los demás.
Férreo Emmett era un explorador larguirucho y desgarbado cuya fuerza, resistencia y habilidad con la espada eran el orgullo de Guardiaoriente. Jon siempre salía de las sesiones de entrenamiento agarrotado y magullado, y al día siguiente se despertaba con el cuerpo cubierto de moratones, que era exactamente lo que quería. Su destreza no mejoraría jamás entrenando con oponentes del nivel de Seda, Caballo o el propio Grenn.
Le gustaba pensar que la mayoría de los días daba tanto como recibía, pero no estaba siendo el caso en aquella ocasión. La noche anterior apenas había podido dormir; tras una hora de dar vueltas inquieto, dejó de intentarlo, se vistió y subió a la cima del Muro para ver salir el sol y seguir debatiéndose con la oferta de Stannis Baratheon. La falta de sueño se estaba cobrando su precio y Emmett lo obligaba a retroceder por el patio sin misericordia tajo tras tajo, y de cuando en cuando le asestaba de propina un golpe con el escudo. Jon tenía el brazo entumecido por el dolor de los impactos y la espada embotada de entrenamientos se le hacía cada vez más pesada.
Estaba a punto de bajar el arma y pedir un alto cuando Emmett hizo una finta baja y lo alcanzó por encima del escudo con un tajo terrible que acertó a Jon en la sien. Se tambaleó aturdido; tanto la cabeza como el yelmo le resonaban por la fuerza del impacto. Por un instante el mundo que se divisaba al otro lado de las hendiduras se convirtió en una mancha difusa.
Y entonces los años se borraron; volvía a estar una vez más en Invernalia y llevaba un jubón de cuero acolchado en lugar de coraza y cota de mallas. La espada que esgrimía era de madera, y el que se enfrentaba a él no era Férreo Emmett, sino Robb.
Se entrenaban juntos todas las mañanas desde que aprendieron a caminar; Nieve y Stark fintaban y esquivaban entre los edificios de Invernalia, gritaban, se reían y, a veces, si nadie los estaba mirando también lloraban. Cuando luchaban no eran niños pequeños, sino caballeros y héroes poderosos.
—¡Soy el príncipe Aemon, el Caballero Dragón! —gritaba Jon.
—¡Pues yo soy Florian el Bufón! —respondía Robb también a gritos.
—¡Soy el Joven Dragón! —proclamaba Robb en otras ocasiones.
—¡Y yo soy Ser Ryam Redwyne! —decía Jon.
Aquella mañana, él había sido el primero.
—¡Soy el señor de Invernalia! —exclamó como había hecho antes en cientos de ocasiones.
Pero aquella vez, aquella vez, la respuesta de Robb fue muy diferente.
—No puedes ser el señor de Invernalia porque eres bastardo. Mi señora madre dice que nunca serás el señor de Invernalia.
«Creía que se me había olvidado.» Notaba el sabor de la sangre en la boca por el golpe que había recibido.
Al final Halder y Caballo lo tuvieron que apartar de encima de Férreo Emmett uno por cada brazo. El explorador se sentó en el suelo aturdido, con el escudo casi hecho astillas, el visor del yelmo torcido y la espada a seis metros de distancia.
—¡Ya basta, Jon! —le estaba gritando Halder—. Está en el suelo, lo has desarmado. ¡Ya basta!
«No. No basta. Nunca bastará.» Jon soltó la espada.
—Lo siento mucho —susurró—. ¿Te he hecho daño, Emmett?
Férreo Emmett se quitó el yelmo abollado.
—¿Qué sueles entender cuando te gritan «me rindo», Lord Nieve? —Pero lo decía con tono amable. Emmett era un hombre agradable y le encantaba la música de las espadas—. Que el Guerrero me proteja —gimió—, ahora sé cómo se sintió Qhorin Mediamano.
Aquello ya fue demasiado. Jon se sacudió las manos de sus amigos y volvió a la armería a solas. Todavía le zumbaban los oídos del golpe que le había dado Emmett. Se sentó en el banco y se puso la cabeza entre las manos.
«¿Por qué estoy tan furioso? —se dijo. Pero era una pregunta idiota—. Señor de Invernalia. Podría ser el señor de Invernalia. Podría ser el heredero de mi padre.»
Pero no era el rostro de Lord Eddard el que veía en el aire ante él; era el de Lady Catelyn. Con aquellos ojos color azul oscuro y la boca siempre dura, siempre fría, en cierto modo era parecida a Stannis.
«Hierro —pensó—, pero quebradizo.» Lo estaba mirando como lo había mirado siempre en Invernalia cada vez que era mejor que Robb con la espada, con las cuentas o con casi cualquier cosa. «¿Quién eres? —parecía preguntarle aquella mirada—. Éste no es tu lugar. ¿Qué haces aquí?»
Sus amigos seguían en el patio de entrenamientos, pero Jon no se encontraba en condiciones de salir a enfrentarse a ellos. Abandonó la armería por la puerta trasera y bajó un tramo de peldaños de piedra para adentrarse en las gusaneras, la red de túneles subterráneos que entrelazaban las torres y torreones del castillo. El trayecto hasta la sala de los baños era corto, allí podría lavarse el sudor y relajarse en una bañera de piedra caliente. El calor le quitó en parte el dolor de los músculos y le hizo recordar los burbujeantes estanques de barro de Invernalia que llenaban de vapores el bosque de dioses.
«Invernalia —pensó—. Theon la destruyó, la quemó, pero yo la podría reconstruir.» Sin duda eso era lo que habría querido su padre, y también Robb. Jamás habrían permitido que el castillo quedara en ruinas.
«No puedes ser el señor de Invernalia porque eres bastardo», oyó decir de nuevo a Robb. Y los reyes de piedra le gruñían con sus gargantas de granito. «¿Qué haces aquí? Éste no es tu lugar.»
Cuando Jon cerró los ojos, vio el árbol corazón con aquellas ramas blancas, aquellas hojas rojas y aquel rostro solemne. Lord Eddard decía siempre que el arciano era el corazón de Invernalia... pero para salvar el castillo, Jon tendría que arrancar ese corazón de sus antiquísimas raíces y echarlo de comer al hambriento dios de fuego de la mujer roja.
«No tengo derecho —pensó—. Invernalia pertenece a los antiguos dioses.»
El sonido de unas voces que despertaban ecos en el techo abovedado lo llevó de vuelta al Castillo Negro.
—La verdad, no sé —iba diciendo un hombre con tono dubitativo—. Tal vez, si lo conociera mejor... Lord Stannis no ha hablado muy bien de él, eso os lo aseguro.
—¿Cuándo ha hablado muy bien de nadie Stannis Baratheon? —La voz inflexible de Ser Alliser era inconfundible—. Si permitimos que sea Stannis quien elija al Lord Comandante nos convertiremos en sus vasallos de hecho. Tywin Lannister no lo olvidará y sabemos muy bien que al final él va a ser el vencedor. Ya ha derrotado a Stannis una vez, en el Aguasnegras.
—Lord Tywin está a favor de Slynt —dijo Bowen Marsh con voz de preocupación—. Si quieres te enseño la carta, Othell. Dice que es «su leal amigo y servidor».
Jon Nieve se sentó bruscamente y los tres hombres se detuvieron de golpe al oír el chapoteo del agua.