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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (58 page)

BOOK: Tirano
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—Pregúntame mañana. Pregúntame después de que haya visto su vanguardia. Ahora mismo, estamos dando palos de ciego. Tengo un nudo en el estómago como una flautista a última hora de un simposio, y cada vez que veo salir la luna pienso en otras diez cosas más que tendría que haber hecho. —Confió en que fuese un momento oportuno para mostrar tanta franqueza—. Si Zoprionte coopera viniendo aquí y acampando al otro lado del río para librar la batalla que hemos estado preparando todo el verano, entonces, con la ayuda de los dioses, diría que somos una apuesta ganadora.

Se encogió de hombros, pensando una vez más que el Gran Meandro no era el emplazamiento de la batalla que soñaba.

Los ojos de Eumenes rebosaban dolor y culto a su héroe.

—Los vencerás —dijo.

—De tus labios a los oídos de los dioses —contestó Kineas, estremeciéndose ante la evidente pasión que despertaba en Eumenes. Vertió vino de su copa a modo de libación y le tembló la mano, y unos hilos de vino corrieron por su piel como sangre oscura.

20

Con el amanecer llegaron truenos que sacudieron la tierra, rivalizando con el batir de cascos de los sakje que regresaban. La niebla ocultaba el sol y envolvía las orillas a lo largo de un estadio, de modo que un hombre sólo alcanzaba a ver a una lanza de distancia. Diez caballos sonaban como cien; cien sonaban como diez mil. Para cuando la niebla se disipó, el nerviosismo tenía atenazados a los griegos, pero éstos habían cumplido la misión de cubrir el regreso de los clanes a través del vado.

El rey vino con el sol. Montaba un caballo corriente, un bayo de poca talla, no vestía armadura y cabalgaba solo. Se detuvo al lado de Kineas y guardó silencio mientras Menón y sus oficiales hacían maniobras con las dos falanges en la tierra llana próxima al vado.

—Espero que lo apruebes —dijo Kineas.

—¿Realmente piensas que Zoprionte intentará tomar el vado por sorpresa? —preguntó Satrax.

Kineas se rascó la mandíbula con la punta de la fusta.

—No —admitió—. Pero pareceríamos tontos si lo hiciera y no estuviéramos preparados.

Marthax se situó al otro lado del rey. Montaba un caballo de batalla, con su gorytos amarrado y una espada corta, aunque no llevaba armadura. Señaló al otro lado del río.

—Hoy lluvia. Mañana más lluvia —dijo.

Los tres sabían que la lluvia sólo beneficiaría a Zoprionte.

Hora tras hora, el viento del este iba trayendo más nubes que oscurecían el cielo. Hora tras hora, los sakje iban llegando del oeste, unos triunfantes, otros vencidos. Venían sillas vacías y cuerpos cargados a lomos de los caballos; una mujer que iba a pecho descubierto encabritó su caballo en la orilla del vado para mostrar las cabezas que había tomado, y un escuadrón de sármatas, con los ojos enrojecidos por la fatiga, se detuvieron ante el rey para mostrarle sus trofeos: cabelleras, un casco, varias espadas.

El rey cabalgó entre ellos y felicitó a los victoriosos; habló en voz baja a los heridos, tomó el pelo a un atribulado jefe de clan y felicitó a otro por sus valientes hazañas.

Kineas desmontó para beber agua y estirar las piernas, y luego volvió a montar. A media tarde, la tormenta por fin avanzó sobre ellos, y la larga línea de oscuridad que parecía el heraldo de los macedonios se situó sobre el valle del río, y comenzó a llover.

Unos cuantos mensajeros habían ido llegando desde media mañana, el batir de sus cascos como único signo de que el tiempo transcurría, pero a medida que la lluvia fue arreciando, el número de mensajeros aumentó. El rey había bajado de la loma hasta el vado. Mientras Kineas le observaba, los caballeros de su séquito se reunieron con él. Desmontó y dos hombres le ayudaron a ponerse la armadura.

Kineas cabalgó colina abajo con su estado mayor. Reconoció a Ataelo en cuanto éste apareció entre la cortina de lluvia del oeste. Ataelo había estado con Srayanka. Kineas fue consciente de que se le aceleraba el pulso.

Kineas se abrió paso a caballo entre el séquito del rey. Su s rostros eran adustos. Ataelo le saludó con una sonrisa cansada.

—Demasiado cansado para luchar —dijo—. Demasiada maldita lucha.

El rey acababa de ponerse la cota de malla.

—Srayanka está cubriendo al último grupo.

Ataelo apoyó una mano en el brazo de Kineas.

—Gran lucha; Manos Crueles y Caballos Rampantes y unos cuantos Lobos Pacientes. Ganamos nosotros, ganan ellos, ganamos nosotros… Luchar como… —Agitó la mano como si removiera una olla, dando vueltas y más vueltas—. Tiramos hasta no tener más flechas. Los Sombreros de Bronce luchan hasta fallar caballos. Luego se retiran, y doña Srayanka va para ataque. Deja cabalgar a Lobos Pacientes. Luego deja cabalgar a Lobos Hambrientos. —Señaló hacia la lluvia—. Justo allí. Vienen. Y Manos Crueles vienen después.

Kineas miró hacia la penumbra.

—Tengo dos escuadrones al otro lado del río, cien jinetes de la caballería pesada. Deja que vaya a buscarla.

Marthax asintió con vehemencia.

—Bien. Llévate caballería griega y sármata. ¡En marcha! —Con una mano retuvo al rey—. Tú espera aquí —dijo. A Kineas le gritó—: ¡Recuerda, hermano! ¡Ésta no es la batalla que queremos!

El rey llevaba la armadura puesta. Habló deprisa en sakje con voz imperiosa. Le decía a Marthax que tenía intención de ir a apoyar a Srayanka en persona, con los caballeros de su séquito.

Kineas dio la vuelta a su caballo.

—¡Señor, no debes ir! —dijo. El interés propio y las necesidades de los aliados iban de la mano, y habló con aplomo—. ¡No podemos correr ese riesgo!

El rey se irguió apretando la boca bajo las guardas de su casco.

—¿No soy yo quien manda aquí? —preguntó.

Marthax agarró su brida.

—¡No! —dijo. Y a Kineas le gritó—: ¡Ve!

Kineas no vaciló. Dio la vuelta a su caballo y enfiló hacia el vado. Llevaba a Niceas pegado a sus talones.

—Toca a reunión —le dijo. A Sitalkes le gritó—: ¡Mi caballo de batalla!

La trompeta sonó, retumbando de un modo extraño en el aire húmedo. Kineas hizo una seña a Leuconte, que aún podía verle. Sitalkes acudió con Tánatos. Kineas montó al negro alazán y se metió en el vado. El vado parecía enorme bajo la lluvia. Kineas tuvo la impresión de avanzar demasiado lentamente, como si sus hombres atravesaran un curso de miel, no de agua.

—¿Llamáis para que nos repleguemos? —gritó Nicomedes desde la otra orilla. Kineas hincó las rodillas y se alzó a lomos del caballo.

—¡No! ¡Formad en vuestra ribera! ¡Dejad sitio a Leuconte! Incorpóreo, Nicomedes hizo oír su asentimiento. Se le oía organizar la formación de sus hombres. De más al sur llegaban otras voces. La lluvia arreció, colándose fría entre las hombreras y las espalderas de bronce, chorreando por los cascos hasta empapar el pelo de los hombres.

Los cascos de Tánatos pisaron grava, y luego hierba, y ya había cruzado el vado. Puso su caballo a medio galope y se dirigió hacia la voz de Nicomedes. Niceas iba a su lado, tocando aún la trompeta. Resultaba penoso mirar directamente a la lluvia, pero finalmente Kineas vio a Nicomedes; su clámide era inconfundible. Sus hombres ya estaban formados en un bloque compacto. Medio estadio hacia el sur, Diodoro estaba reuniendo y formando a sus piquetes. Kineas frenó y señaló a Niceas.

—Leuconte justo aquí —dijo, señalando al norte del escuadrón de Nicomedes. Los hombres de Leuconte y las tropas de Pantecapaeum ya habían salvado el vado en buen orden. Más allá de ellos, los sármatas de pesadas armaduras lo estaban cruzando. Bastaba con ver cómo avanzaban para darse cuenta de que sus monturas estaban cansadas.

Ataelo se acercó. Kineas se inclinó y le puso una mano en la espalda.

—Necesito saber dónde está Srayanka exactamente —dijo—. ¿Puedes localizarla?

Ataelo sonrió. Se sonó la nariz en la mano, saltó de su caballo y volvió a montar en otro de refresco.

—Claro —dijo. Hizo una seña y salió al galope bajo la lluvia.

Kineas fue al encuentro de Leuconte.

—Necesito a Eumenes —dijo. Leuconte asintió. Kineas prosiguió—: Mantén la línea. No pierdas tu sitio. Si tenemos que cargar, para en cuanto oigas la señal y retiraos en buen orden. Si todo se va al garete, cruzad otra vez el vado. No queremos una batalla esta noche. ¿Entendido?

Leuconte saludó.

—Línea. Retirada en orden. Evitad un combate general.

Kineas correspondió el saludo.

—Pronto será todo un general. —Se volvió hacia Eume nes—. Deja a tu tropa y ve con los sármatas. Quédate con ellos para transmitirles mis órdenes. Por el momento, son mi reserva. Procura explicarles qué significa reserva sin que se ofendan.

Eumenes asintió y se alejó con los hombros encorvados.

Leuconte aún no había dicho nada sobre el asesinato de su padre, pero tampoco había dirigido la palabra a su hipereta en tres días, salvo para darle órdenes.

Kineas regresó junto a Niceas. La línea estaba formada: tres bloques compactos de hombres con una línea de sármatas detrás.

—Toca avance —dijo Kineas a Niceas.

El bloque entero comenzó el avance. Tras veinte pasos, el vado quedó a sus espaldas. Tras cuarenta pasos, comenzaron a perder de vista las lomas de más allá del vado.

Una banda se sakje apareció entre la lluvia cabalgando deprisa. Su brusca aparición fue motivo de alarma, pero enseguida fueron identificados: Lobos Pacientes. Mostraron sus gorytos vacíos al pasar e indicaron con señas que el enemigo estaba cerca.

Cayó un rayo. En el instante en que su luz iluminó los rostros de sus hombres, Kineas se dio cuenta de que tal vez había llegado la hora. El combate. Su muerte.

Qué estúpida idea: era igualmente cierta para todos los hombres presentes.

Kineas cabalgó a lo largo del frente, demasiado atareado para entretenerse con levantar el ánimo de nadie. Ordenó a los tres escuadrones que abrieran las filas de los flancos para prevenir sorpresas. Se cruzaron con otra banda de Lobos Pacientes, y luego con la primera de Manos Crueles, fáciles de identificar porque cada caballo llevaba pintada una raya en la grupa. Luego, más y más grupos, cientos de jinetes que iban regresando. No en fuga ni vencidos, pero sí agotados. Exhaustos.

Ataelo fue hasta él.

—Ella está delante, ahora —dijo—. Los Sombreros de Bronce no tan cerca. Cuidado desde haber oído trompetas —añadió señalando a Niceas para poner énfasis.

La lluvia les daba de pleno en la cara.

—¡Alto! —gritó Kineas. Niceas lo tocó.

Permanecieron montados mientras la lluvia caía implacable, ahogando el ruido de la llanura y cualquier sonido de lucha que pudiera haber. Kineas sólo conseguía oír el batir de la lluvia contra su casco. Se lo quitó y lo sujetó con el brazo. Se volvió hacia Niceas con intención de hablar, y Niceas señaló en silencio hacia la espalda de Kineas.

La tenía justo delante de él, a pocos largos de caballo. Cabalgaba mirando hacia atrás por encima del hombro. Kineas azuzó a su semental y fue a medio galope a su encuentro. El batir de cascos la advirtió, y se volvió a tiempo para verle, y le dedicó una sonrisa cansada. Era la primera sonrisa que le dedicaba desde hacía mucho tiempo, aunque sólo fuese la sonrisa de un jefe a otro.

—Casi, me están venciendo —dijo Srayanka. Palpó el gorytos como si buscara una flecha, pero no encontró ninguna.

—Lleva a tu gente directamente al vado —dijo Kineas, aun sabiendo que era una recomendación absurda. Srayanka sólo llevaba unos diez o doce hombres consigo. Kineas levantó la mano hacia su cara y la retiró de inmediato; la había mo vido sin querer—. Ve derecha entre mis líneas, yo os cubriré —dijo, tanto para recuperar sus roles militares como para in formarla.

—Los Manos Crueles cubren la retaguardia. Siempre. —Tenía las cejas enarcadas y los ojos aún le brillaban. Meneó los hombros. Las cuerdas de los arcos mojadas. No más flechas. Día largo.

Kineas vio más y más Manos Crueles surgiendo de entre las tinieblas. No era sólo la lluvia: la tarde estaba dando paso al anochecer.

Srayanka se llevó un silbato de hueso a los labios, lo tocó y su trompetera acudió de inmediato. Irene llevaba el brazo ven dado y había sangre en su silla, pero su rostro presentaba menos arrugas que el de Srayanka. Levantó su trompeta y tocó dos notas con un trino, un sonido bárbaro que resonó ásperamente a través de la lluvia y que empapó la hierba, y de repente la lluvia estaba escupiendo Manos Crueles que ponían sus fatigados caballos al galope, o que cambiaban de montura, abandonando a las más agotadas. Kineas tuvo la impresión de ver muchos heridos, un inmenso cansancio, y de pronto los últimos ya habían pasado ante él y corrían por los pasillos abiertos entre sus escuadrones.

—Ve a cruzar el vado —dijo con su voz de mando. Señaló con la fusta.

Srayanka enarcó una ceja, hincó los talones en los ijares de su caballo y salió al galope, con la espalda muy derecha y la cabeza bien alta. Mientras se alejaba, Kineas pensó en todas las cosas que podía haberle dicho en lugar de gritarle órdenes.

Se volvió hacia Ataelo.

—¿Cuánto falta? —preguntó señalando hacia la lluvia—. ¿Cuánto falta hasta el enemigo?

Ataelo cogió el arco y sacó una flecha de su gorytos; la puso en la cuerda y disparó en un único movimiento fluido. La flecha apuntó casi al cielo antes de que la soltara, describiendo un arco en el aire gris para luego caer en picado.

Un caballo relinchó.

—Justo ahí —dijo Ataelo.

—Zeus, padre de todos los dioses. Poseidón, señor de los caballos.—Kineas maldijo. luego se volvió hacia Niceas—. ¡Toca avance!

Niceas tocó la señal con la trompeta.

—Pensaba que íbamos a evitar un combate sin cuartel.

—¡Toca: al trote! —gritó Kineas.

Percibía a los tres bloques manteniendo la línea, lo notaba en los ruidos de sus cascos y en las vibraciones del suelo.

Podía tratarse de una trampa gigantesca.

Estaba medio vuelto para ordenar la carga, empuñando la jabalina con la mano derecha, cuando vio las plumas, y luego al hombre entero, emerger de la lluvia a tan sólo dos largos de caballo.

—¡A la carga! —bramó.

Eran tesalios (clámides amarillas y púrpura, buena armadura, grandes caballos) y estaban allí mismo. El caballo de batalla de Kineas pasó del trote al galope en dos zancadas, y la jabalina de Kineas se clavó en el caballo tesalio.

Sus filas estaban bien formadas, firmes y prietas, pero percibió su fatiga a primera vista. El caballo de Kineas dio un empellón a la bestia herida y se metió entre los dos siguientes; arremetió con dientes y cascos para abrirse camino, y el escuadrón entero pareció encogerse ante su asalto. Kineas usó su segunda jabalina como si fuese un marino con una pica de abordaje, blandiéndola a izquierda y derecha, atizando a los jinetes y derribándolos de sus monturas, y entonces llegó todo el peso de sus olbianos, y la formación enemiga se hizo pedazos. Fuera lo que fuese lo que había esperado su cauteloso oficial, quedó claro que no contaba con que de la lluvia surgiera una carga en toda regla de una caballería en formación.

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