Cuando llegaron a la plaza Judaica, el cadáver del escudero no estaba donde lo habían dejado y, a pesar de revisar a conciencia tanto la plaza como las bocacalles adyacentes, no lo encontraron.
—¡Se lo han llevado! —dijo Joan.
—No lo creo —repuso don Michelotto molesto—. Lo más probable es que le mataras mal y se haya ido por su propio pie.
—¡Pero si lo apuñalé varias veces!
—Te asombrarías de las cuchilladas que algunos aguantan sin palmarla; además, los hay que se hacen los muertos. No vale con herir, hay que saber dónde hundes la daga.
—Lo lamento.
—Aprende para la próxima vez —le advirtió Miquel—. Por suerte, gracias a las máscaras y a la oscuridad, no nos podrá identificar. Dejemos aquí el caballo suelto y ven a mi casa; cae más cerca que la tuya y tienes que lavarte. ¡Hay que ver cómo te has puesto de sangre! Si te ven así, tu aspecto te delatará. El de matar es un oficio peligroso y hay que hacerlo bien.
Al llegar a la casa de Miquel Corella, Joan se sintió aliviado. Si el valenciano hubiera querido matarle, lo habría hecho en una de las callejas oscuras y no en su propia casa. Entraron por una puerta lateral situada en un callejón sin luz, Joan se lavó y Miquel le prestó ropas limpias en sustitución de las manchadas, que echó al fuego.
—¿Qué va a pasar ahora? —quiso saber el librero cuando terminaron.
—Pues que se producirá un revuelo tremendo al que seguirá una rigurosa investigación hasta encontrar a los culpables. Una vez identificados, se los torturará y se los ejecutará.
Joan se estremeció; conocía muy bien aquel tipo de ejecuciones ejemplarizantes.
—¿Qué posibilidades hay de que nos descubran?
—¿A nosotros?
—Sí.
El capitán de la guardia vaticana rio entre dientes de una forma siniestra.
—Pocas.
Joan calló a la espera de que don Michelotto, que le miraba fijamente aún con la sonrisa en los labios, continuase.
—Pocas. Porque yo seré el encargado de la investigación.
—¿Vos? —exclamó Joan aliviado.
—Con toda probabilidad.
—Pero ¿por qué razón me ayudasteis? Todo el mundo en Roma conoce vuestra fidelidad a los Borgia; os llaman…
—El perro de los Borgia —le cortó.
—Entonces…
—Si crees que soy el perro de los Borgia —volvió a interrumpirle el valenciano mirándole fijamente—, deberías saber que los perros, en especial los agresivos, escogen a un amo entre los miembros de la familia al que respetan, sirven y obedecen por encima de los demás. Y yo escogí a César Borgia.
Joan le observó en silencio, sin terminar de entenderle, mientras se decía que, efectivamente, la cara de don Michelotto, que a veces le recordaba a la de un toro, ahora se le antojaba la de un perro de presa.
—Hay Borgias buenos y Borgias malos —continuó Miquel—. Alfonso de Borgia, que después fue el papa Calixto III, era un Borgia bueno. Muy hábil y además bueno de corazón. Rodrigo de Borgia, nuestro papa actual, es quizá el mejor, a veces demasiado bueno, no creas todas esas calumnias que sus enemigos, impotentes, inventan sobre él. Dicen monstruosidades. En realidad, es un gran hombre de familia, y su gran defecto, que no pecado, es el exceso de amor a su prole.
»El mayor de sus hijos, el anterior duque de Gandía, héroe de la guerra de Granada, fue un buen Borgia, igual que César y Lucrecia. Por el contrario, Jofré, el hermano menor, es un pobre muchachito sin carácter. Pienso que el papa cree que no es hijo suyo; cuando nació, su relación con Vannozza ya estaba en declive y debe de sospechar que ella le engañó con el blandengue de su marido. Así ha salido el chico. Sin embargo, Alejandro VI lo ha tratado siempre como a un hijo y le casó con una princesa.
—Sí, Sancha de Aragón, princesa de Esquilache —murmuró Joan.
—El peor de todos era Juan —continuó el valenciano sin hacer caso al comentario del librero—. Su padre, cegado de amor, no se enteraba y le fue dando poder y más poder, títulos y más títulos. Ya vi en Barcelona que era un alocado engreído, aunque eso no me preocupó, porque se quedaba en Gandía. Pero cuando su padre le reclamó para hacerle portaestandarte papal pensé que acabaría arruinando el Vaticano y a la familia. Era valiente, pero demostró, como yo suponía, ser un mal general en la batalla contra los Orsini. Después, como también sospechaba, resultó ser un mal político, incapaz de mostrarse lúcido y elocuente frente al cardenal Sforza; por esa razón tuve que matar a ese desgraciado listillo del secretario. Sin embargo, lo peor era que se había convertido en un rufián con más pene que sesos. Quería poseer a todas las mujeres hermosas de Roma, sin importarle a quién pertenecieran, y eso nos creaba continuos enemigos. El colmo fue su descaro haciendo pública su relación con la mujer de su hermano, y después su atrevimiento al violar a la tuya. Eso no se le hace a un compañero de armas. No se le hace a alguien de nuestro clan, a un
catalano
, al que algún día le darás la espalda cuando te enfrentes a tus enemigos. De haberte matado después de violar a tu mujer, hubiera demostrado al menos algo de sensatez, pero ni de eso fue capaz. Buscaba su placer en tu humillación, te quería vivo, deshonrado y sufriendo. ¡Qué estúpido!.
Don Michelotto calló y sostuvo la mirada de Joan.
—Ahora César Borgia heredará todo ese poder, ¿verdad?
—Eso espero. Es hábil, fuerte y valiente. Pienso que su padre sabía que era el mejor de sus hijos y siendo el segundo de los hermanos lo destinó al sacerdocio. Supongo que lo quería hacer su sucesor en el papado. Sin embargo, el chico ha nacido para ser un gran general y estadista, no tiene vocación religiosa; le gustan demasiado las mujeres.
—¿Conoce él lo ocurrido esta noche?
El rostro de Miquel cambió súbitamente. Su expresión se tornó feroz; daba miedo.
—¿Qué pasa? —repuso enseñándole los dientes—. ¿Es que no crees capaz a un hijo de puta como yo de cambiar por sí solo el destino del mundo?
Joan comprendió que acababa de hacer la pregunta equivocada. El perro defendería a su amo a toda costa.
Joan llegó a su casa poco antes del amanecer con las ropas que Miquel Corella le había prestado. Entró discretamente por la puerta de la librería, pues los empleados dormían del lado del patio, y al acostarse notó a su esposa despierta, a pesar de haberla avisado de que se ausentaría parte de la noche.
Habían pasado ya semanas desde la violación, y a Anna aún le era difícil conciliar el sueño, las pesadillas volvían una noche tras otra y notaba algo en su interior que no dejaba de atormentarla. En ocasiones, se reprochaba su actitud inicial con Juan Borgia, y en otras se decía que había hecho lo correcto y que solo quiso ser amable. Era incapaz de ponderar su culpabilidad, se preguntaba si había merecido aquel castigo tan cruel, tan degradante, tan terrible, por algún motivo que no terminaba de comprender. Le habían robado la honra, la dignidad, la habían humillado de una forma indecible, habían abusado física y mentalmente de ella. Querían destruirla como persona y lo habían logrado.
Trataba de ordenar sus pensamientos, afrontar con cordura lo ocurrido, y ni siquiera podía recordar con claridad aquellos momentos de zozobra. Todo se resumía en una angustia que le cortaba la respiración y en aquel olor detestable que mantenía en su recuerdo. Aquella noche fatídica había marcado el comienzo de largos silencios que Anna apenas abandonaba para dirigirse a su hijo o, en menor medida, a María, la hermana de Joan. En ella, que tantos abusos había sufrido en su tiempo de esclavitud, creía encontrar una comprensión que solo la complicidad en una desdicha semejante podía proporcionar. Una comprensión sin palabras, puesto que ni siquiera con ella era capaz de compartir los detalles de lo sucedido.
—¿De dónde venís? —le preguntó a su esposo.
—De matar a Juan Borgia y también a su escudero —susurró él.
Ella quedó en silencio durante un rato y después le dijo:
—No bromeéis con eso.
—No bromeo —repuso él. Aunque comprendió que ella no terminaba de creerle.
—En cualquier caso, me alegro de que estéis de vuelta sano y salvo —dijo antes de darle la espalda en el lecho.
Joan sabía que su mujer continuaba con aquel sentimiento de asco; cuando quiso acariciarla, ella se mantuvo de espaldas aun sin rechazar el contacto. Él no pudo dormir el poco tiempo que faltaba para el alba y se levantó para escribir en su libro: «Querida mía, algún día, Dios quiera que pronto, volveréis a ser la de antes». Y más tarde anotó: «¿Cómo puedo ayudarla? ¿Quién podría ayudarme?».
A la hora de costumbre, Joan bajó a atender la librería mientras Anna continuaba en la cama. Desde la terrible noche de la violación, ella solo abandonaba el lecho para cuidar de Ramón y para lo imprescindible. El librero se preguntaba, angustiado, si su esposa algún día sería capaz de recuperar su brillo y su sonrisa de antaño, y de reinar de nuevo en su librería.
Cuando el duque de Gandía pasaba la noche en Roma no acostumbraba a regresar antes de entrada la mañana, y nadie se inquietó en el Vaticano hasta que aparecieron los caballos sueltos y el escudero gravemente herido. El hombre explicó una confusa historia sobre la orden del duque de esperarle una hora y el ataque sufrido mientras aguardaba. Había perdido mucha sangre y murió sin que se le pudiera interrogar a fondo.
Sin embargo, se mantuvo la esperanza de que el asalto al escudero no tuviese relación con su señor y que este apareciera sano y salvo. Quizá se encontrase, como había ocurrido con anterioridad, en casa de una amante, esperando el momento de salir sin ser visto por el marido.
Por la tarde, Miquel Corella envió a sus agentes a registrar el barrio, incluidas las casas cercanas a la plaza Judaica. Encontraron restos de sangre en un caserón deshabitado; aquello alarmó al papa y las investigaciones se extendieron al Tíber, lugar favorito en Roma para librarse de cadáveres molestos. Se interrogó a los habituales de la ribera y dos leñadores que dormitaban vigilando un cargamento de madera y un barquero que dijo que el frío de la madrugada le había despertado mientras dormía en su bote declararon haber visto cómo tres enmascarados arrojaban al río lo que parecía ser el cuerpo de un caballero. Cuando don Michelotto los reprendió por no denunciar el hecho a las autoridades, ellos se encogieron de hombros diciendo que muchas noches eran testigos de cosas semejantes sin que nadie les preguntara al día siguiente. Miquel los dejó ir sin castigo, pues era bien sabido, ya desde mucho antes del pontificado de Alejandro VI, que lanzar al río muertos incómodos por la noche era una costumbre muy romana.
Esa misma tarde, Joan se sorprendió al ver aparecer a Anna en la librería mientras él comentaba con un par de clientes la noticia de la desaparición del hijo del papa y la muerte de su escudero. Estaba desmejorada, se movía con dificultad y cuando los asiduos se interesaron por ella, dijo que había estado enferma, aunque ya se sentía mejor. Participó brevemente en la conversación y después se despidió cortés, no sin antes mirar a su marido de forma extraña.
Aquella noche, Anna le preguntó a Joan en voz baja cuando ambos estaban en el lecho:
—¿Está muerto de verdad?
—Sí.
—Y ¿le matasteis vos?
—Sí, yo y alguien más.
—Pero ¿cómo pudisteis? —musitó—. Era el hombre más poderoso de Roma.
—Ya sabéis que cometía sus fechorías con pocos cómplices —susurró—. Los cogimos por sorpresa.
—¿Por qué le matasteis?
—Por vos.
—¿Por mí o por vuestro honor?
—Por vos, porque os amo. Y porque eran unos miserables sin moral a los que nadie ponía freno y hubieran destrozado a más inocentes.
Ella no dijo nada y le abrazó, brevemente, por primera vez desde aquella noche fatídica. Él la estrechó entre sus brazos besándola en las mejillas y sintió que ella aceptaba su cariño, pero cuando sus labios buscaron los de ella, su esposa le detuvo.
—No puedo —le dijo.
Todos los pescadores del Tíber, unos trescientos, fueron instados a rastrear las aguas bajo promesa de una recompensa, y al mediodía del día siguiente, el cadáver apareció en las redes de uno de ellos. La riqueza de sus vestidos hizo que se le reconociera de inmediato y enseguida se supo que no se trataba de un robo, puesto que en su bolsa encontraron treinta ducados de oro y lucía una cadena del mismo metal en el cuello. Quienquiera que fuese el asesino quería dejar claro que se trataba de un asunto político o de honor.
El cuerpo fue trasladado al castillo de Sant’Angelo, donde don Michelotto, bajo las órdenes de César Borgia, formó varios destacamentos listos para el combate por si el asesinato era el preludio de un golpe militar. Allí se desnudó el cadáver y después de lavarlo se le vistió para el funeral con el lujoso traje de portaestandarte vaticano. Cuando estuvo listo, una solemne comitiva condujo el féretro hasta la iglesia de Santa Maria del Popolo, donde se expuso el cuerpo para que toda Roma pasara a rendirle un último tributo.
—Anna, acompañadme a Santa Maria del Popolo —le pidió Joan a su esposa, en la alcoba, después de la comida—. Le veréis muerto.
Ella se quedó mirándole con unos ojos muy abiertos que pronto se llenaron de lágrimas.
—No quiero verlo de ninguna forma. Ojalá jamás hubiera existido.
—Eso ya pasó, amor mío —le dijo él tomándole la mano y besándosela—. Está muerto y murió por lo que os hizo. Ahora olvidémosle.
—No podremos —dijo ella temblorosa—. Nunca podremos.
—¿Por qué?
—Porque tengo una falta, desde hace ya tiempo —dijo con un sollozo—. Estoy embarazada.
Joan la miró con espanto al comprender lo que aquello significaba. ¡Cualquiera de los miserables que la habían violado podía ser el padre! Pero se esforzó en recuperarse.
—Será mi hijo, así como vos sois mi esposa —respondió después de unos momentos, tratando de parecer sereno y disimular su tremenda angustia.
—No, no lo será, aunque lo sea. Será un ser marcado por la infamia y la duda.
—Será mi hijo porque vos sois mi esposa, porque nos amamos y porque ellos solo os tomaron una vez, con odio y violencia, y yo os tomé muchas con amor. Será mi hijo, Anna. Lo será.
Le tendió los brazos para que se acurrucara en ellos, pero ella no se movió. Él se acercó a abrazarla.
—Dejadme —le dijo Anna rechazándole con un sollozo—. Estoy sucia.
Se tumbó en la cama boca abajo y se puso a llorar. Joan, sin saber qué hacer, se quedó con la mirada perdida en la penumbra de la habitación, aterrorizado ante la evidencia de que su esposa se consideraría sucia el resto de su vida.