Tiempo de cenizas (65 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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Se adentró en la calle siguiendo a los porteadores y sus ojos fueron hacia aquella banca situada frente a una casa que le era muy familiar; observó al hombre que trabajaba en una bandeja de plata y a la mujer que bruñía una copa del mismo metal. Esperaba ver en sus facciones las de los Roig, y que de pronto saliera de la casa una hermosa niña de ojos verdes y cabello azabache. Allí fue donde, recién llegado a Barcelona, vio por primera vez a su amada. Aún recordaba su gracia, su sonrisa, los hoyuelos que se le formaban en las mejillas, y una dulce nostalgia le invadió. Sin embargo, aquellos no eran los Roig, ni Anna apareció en forma de niña. Al despertar de su ensoñación, Joan vio que los mozos habían desaparecido entre la multitud. La mujer le sonreía.

—¿Necesita algo?

—No, gracias —repuso devolviéndole la sonrisa. Y al alejarse murmuró sin que la platera le oyese—: Lo que necesito se encuentra muy lejos. En Nápoles.

Apretó el paso y alcanzó a los porteadores frente a la cárcel, cuando entraban en la ciudad vieja cruzando las murallas por el arco que separaba la plaza del Blat de la calle Especiers. El colorido, el bullicio de aquella vía, más concurrida que cualquier otra, y la agradable mezcla de olores de las especias le recibieron como la primera vez. Husmeaba insaciable, degustaba los aromas del aire, contemplando los tenderetes con tarros, cestas y cajones repletos de hierbas, granos y polvos de distintos colores. Entre las mesas de especias vio una con libros, plumas y material de escritura, y supuso, por las cartas recibidas de Bartomeu, que se trataba de la del hijo de sus antiguos patronos, Joan Ramón Corró. Solo pudo echarle una ojeada y continuó su camino diciéndose que tan pronto como tuviera ocasión saludaría al librero.

Hacia el final de la calle, a la izquierda, Joan contempló, triste, unas ruinas. En aquel edificio había estado la librería de los Corró, donde él empezó a trabajar de mozo, y en la que, cuando iba a ser nombrado maestro, la Inquisición truncó su destino y el de sus amos, asaltándola para después quemarlos a ellos en la hoguera. La puerta estaba aún tapiada y los pisos superiores se habían hundido. Recordó el luminoso
scriptorium
en la segunda planta, donde Abdalá le había enseñado no solo a escribir, sino también idiomas y sobre la vida. No podía detenerse ni tampoco quería; era muy penoso. La calle terminaba en la plaza de Sant Jaume; los mozos torcieron a la derecha para tomar la calle del Bisbe, pero antes Joan observó una librería nueva que se encontraba en la esquina con la calle Paradís. Antonello le había hablado de ella y Joan tuvo que reprimir su curiosidad para seguir a los porteadores, que de nuevo se perdían entre la gente.

Joan vio casas nuevas en lugares donde recordaba solares abandonados y pensó que la ciudad había prosperado desde que él la abandonó. También había más tiendas, puestos en las calles y actividad. Siguieron por la alargada plaza de Santa Anna y al final de esta, antes de llegar al Portal de l’Àngel, que se abría al noroeste de la ciudad, torcieron a la izquierda en la calle Santa Anna. Joan se detuvo un momento frente a un portón abierto en la línea de casas que bordeaban la calle. Era la entrada del convento de Santa Anna, y recordó el aspecto siniestro que les ofreció a él y a su hermano cuando veinte años antes tuvieron que cruzarla hacia un destino que los atemorizaba. Tuvo que apresurarse para alcanzar a los porteadores y lo hizo a la altura de la casa de Bartomeu, situada poco antes de que la calle terminara en las Ramblas. La casa tenía un aspecto próspero y se dijo que sería a su amigo a quien visitase primero. Cruzaron unas Ramblas bulliciosas llenas de viandantes con carros y caballerías y un rebaño de cabras que entraba en la ciudad, camino del mercado de la Bocharia, por la Porta de Sant Sever.

Barcelona había progresado durante aquellos años, aunque distaba mucho de Roma o Nápoles, y Joan pensó que su librería, cuando pudiera abrirla, jamás alcanzaría el brillo de la de Roma, ni siquiera el de la de Antonello, en Nápoles. Sacudió la cabeza para disipar aquellos pensamientos.

—Será la mejor de la ciudad —afirmó para darse ánimos.

Los mozos enfilaron la calle Tallers, que, acorde a su nombre, acogía distintos talleres donde se trabajaba el metal y en los que el golpeteo de los martillos producía una estrepitosa sinfonía. Al ver la entrada de la fundición de Eloi sintió un nudo de emoción en las tripas. Expectante, se presentó a un aprendiz al que no conocía, pero no pudo esperar a que este avisara al amo y entró al taller. Al abandonar Barcelona, él trabajaba como maestro en aquel lugar, era miembro del gremio de los cañoneros y pertenecía a la cofradía de los Elois, que bajo la advocación de san Eloy acogía a la mayoría de los gremios metalúrgicos. Encontró a varios operarios que, protegidos con su mandil de cuero duro, pulían un cañón de bronce, y al saludarlos uno de ellos pronunció su nombre.

Joan se quedó mirando unos instantes a aquel hombretón algo más alto que él. Trataba de descubrir en sus facciones adultas rasgos que le recordaran a aquel niño al que estuvo tan unido. Al fin se dijo que el metalúrgico que le había reconocido de inmediato era, efectivamente, su hermano Gabriel. A su abundante pelo oscuro se unía ahora una barba ensortijada y en ella destacaba la sonrisa divertida de siempre, que mostraba sus dientes blancos. Sin pronunciar palabra, emocionados, se acercaron con pasos indecisos, como para terminar de cerciorarse, y se fundieron en un sentido abrazo.

—Cuánto tiempo, hermano —le dijo Gabriel sin dejar de abrazarle—. Ya era hora de que regresaras a casa.

El acalorado cuerpo de Gabriel olía a sudor y polvo de metal, y abrazado a él Joan sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y que, ciertamente, retornaba al hogar.

—¡Juntos de nuevo! —exclamó separándose un poco para cogerle la cara con las manos y besarle en la mejilla como cuando eran niños, solo que ahora topaba con la barba.

No podían dejar de mirarse, aún incrédulos después de tantos años; se separaban y al momento volvían a abrazarse, sonreían felices y, como para asegurarse de que aquello era real, se palmeaban cariñosamente la espalda y la nuca.

Por encima del hombro de su hermano, Joan fue reconociendo a sus antiguos colegas, que esperaban sonrientes para abrazarle. Al poco apareció también el viejo Eloi, el maestro cañonero, patriarca de la familia cuya hija, Águeda, era la esposa de Gabriel. Después de los abrazos y bienvenidas, el anciano le dijo delante de todo el mundo:

—Eres familia por varios motivos. Aún perteneces al gremio, eres el hermano de Gabriel y no he olvidado que gracias a ti pudimos salvar a mi hijo y a los demás cuando aquella gran campana se soltó, atrapándolos. Tendrás habitación y comida en mi casa, que es la de tu hermano, todo el tiempo que lo desees.

—Gracias, Eloi —repuso Joan conmovido.

Terminados los saludos a los viejos conocidos, Gabriel, sonriente y emocionado, le abrazó de nuevo.

—¡Cuánto me alegro! —dijo.

—¡Y yo también! —afirmó Joan con un nudo en la garganta, y al soltarle le palpó los brazos—. ¡Menudo hombretón estás hecho!

—Eso es lo que lleva trabajar el metal —repuso su hermano—. Ven, que tienes que conocer a mi familia.

Gabriel y su esposa le presentaron a sus cuatro sobrinos, dos varones y dos niñas de ocho a tres años, y después cenaron juntos.

A pesar de mantener durante los años de Italia una correspondencia regular, tenían mucho de que hablar. A Gabriel le encantaba oír lo feliz que era su madre en su nueva vida y le llenaba de placer que su hermana María hubiera rehecho la suya junto a un buen hombre. Ardía en deseos de abrazarlas a ellas, a sus sobrinos y a su cuñado. Se quedaron charlando y tomando vino al calor del hogar después de que todos se acostaran, y hablaron de Italia y también de Barcelona.

—Ese malnacido de Felip Girgós continúa destrozando familias —le dijo Gabriel en un momento de la conversación—. Se ha convertido en la mano derecha de los inquisidores. Es despiadado y la gente le teme. —Su voz mostraba preocupación—. Deberás cuidarte de él. Te odiaba.

—Ha pasado mucho tiempo. —Joan hizo un gesto que le quitaba importancia al asunto—. Se habrá olvidado de mí. En su oficio ya tienen muchas víctimas sobre las que descargar su maldad.

Aquella noche, en la intimidad de su habitación, Joan escribió en su libro: «Quizá Gabriel esté en lo cierto y haya regresado, al fin, a casa». Sin embargo, el recuerdo de Felip, su poderoso enemigo, le llenaba de inquietud.

98

A la mañana siguiente, Joan desayunó con Eloi, su barbudo hermano y sus no menos barbudos colegas. Rio sus bromas y por un momento sintió que aquellos años no habían transcurrido.

—Aún perteneces al gremio y eres un maestro cañonero —le dijo Eloi cuando los demás se incorporaron al trabajo—. Ha corrido la voz en la cofradía de que eres un gran artillero y que estuviste en la toma de Ostia y en la batalla de Ceriñola al mando de unidades de nuestro ejército. El gremio se siente orgulloso de ti y será un honor si te reincorporas a tu trabajo en mi taller. La fabricación de cañones ha aumentado mucho en los últimos años no solo por las guerras de Italia, sino también a causa de los turcos y de la guerra con Francia en los Pirineos. Se habla de una campaña en el norte de África y de una flota que ha de proteger la nueva ruta a las Indias. No nos faltará trabajo.

—Vuestra propuesta me honra, maestro Eloi —repuso Joan—. Pero tenía una librería en Italia y regreso a Barcelona con intención de abrir otra.

—Lo lamento —dijo el viejo—. Ya sabes que no se puede pertenecer a dos gremios a la vez. Si abres librería, dejarás de ser uno de los nuestros.

—Lo seré de corazón y siempre estaré con los Elois para lo que sea preciso.

Cuando el viejo Eloi regresó a su trabajo, Gabriel le dijo:

—Aunque no te quedes en el gremio sigues siendo mi hermano. —Su sonrisa brillaba entre su poblada barba—. Cuenta conmigo para lo que sea menester.

—Gracias, Gabriel —repuso abrazándole—. Lo mismo digo.

Recordaba el tiempo en el que veía en su hermano a un niñito al que cuidar y le emocionaba comprender que ahora era él quien le ofrecía su protección.

La casa de Bartomeu era la de un burgués acomodado. Un criado hizo aguardar a Joan en una salita mientras anunciaba su presencia y Bartomeu acudió de inmediato a recibirle. Tendría ya cincuenta años y mostraba su aspecto cuidado de siempre, con su melena corta, aunque canosa, una cara bien afeitada en la que destacaba su penetrante mirada de ojos oscuros y su sonrisa franca. Joan no había olvidado cuando los recogió a él y a su hermano, dos huérfanos asustados, supervivientes de la gran tragedia en la que perdieron a sus padres, para conducirlos a una Barcelona que los recibió con hostilidad. Aquel hombre alto y bien parecido, extraño para los chiquillos por sus modales ciudadanos y su forma de vestir, se había apiadado de ellos, y por un tiempo fue el único recurso, la única protección que tuvieron. Joan le estaba inmensamente agradecido y se sintió muy feliz al verle de nuevo, sonriente. El mercader le dio un gran abrazo, tal como habría hecho con un hijo al que no veía en diez años, que Joan prolongó largo rato. ¡Qué placer sentía! Después, Bartomeu le presentó a su nueva esposa, que ya le había dado dos hijos, y se acomodaron en la intimidad del salón del primer piso de la casa para charlar.

—El negocio de paños va muy bien —le comentó a Joan—. El rey Fernando ha concedido a los territorios de la Corona de Aragón la exclusividad de venta de telas en Cerdeña, Sicilia y Nápoles. Esto ayuda a levantar nuestra renqueante economía.

—Y ¿qué tal el negocio de los libros?

Bartomeu sonrió triste.

—Hace tiempo que los libros dejaron de ser negocio para mí —suspiró—. Mantengo su comercio y una cartera de clientes, la mayoría de fuera de Barcelona. No pierdo dinero, aunque no me compensa el riesgo al que me expongo al traficar con obras prohibidas. Trato de mantener, gracias a los libros, una pequeña luz en medio de esta gran oscuridad, y lo hago en memoria de mis amigos Corró y por un sueño que compartía con ellos llamado
libertad
. Confieso que su muerte en la hoguera me llenó de temor y tuve que esforzarme para reemprender la actividad. De hecho, mi nueva esposa desconoce el peligro y me he sentido muy solo todos estos años.

Ambos se miraron en silencio y Joan se dijo que aquel era el riesgo al que iba a someter a su propia familia. Al menos él disponía del apoyo de Anna, de Pedro y de su hermana; no estaría solo.

—En abril de 1498, poco antes de que Savonarola fuese ejecutado en Florencia, en Barcelona la Inquisición ordenó quemar, en una gran pira en la plaza del Rey, miles de biblias —recordaba Bartomeu, que había presenciado consternado los hechos—. No quieren que el pueblo pueda inspirarse directamente en la palabra de Dios, sino que siempre haya un clérigo interpretándola. Fue un espectáculo horrible. Muchos ciudadanos quemaron sus biblias en la hoguera por temor a ser denunciados.

—Vi algo semejante en la Florencia de Savonarola —repuso Joan—. Se crea un clima de terror y las gentes enloquecen.

—Imagínate lo que sentí al verlo, después de arriesgar la vida tantas veces por algunos libros —continuó el mercader—. Y no solo fueron biblias, sino que la gente, temerosa, quemó cualquier otro libro. Desaparecieron ejemplares únicos de obras valiosísimas que nada tenían que ver con la religión. Cualquier libro era sospechoso. Algunos ciudadanos encontraron en sus sótanos y desvanes obras de sus antepasados escritas con caracteres hebraicos y, aterrorizados, corrieron a echarlas al fuego.

—Sin embargo, estoy seguro de que muchos de vuestros clientes conservan sus libros, Bartomeu —le consoló Joan—. Nuestro esfuerzo no es vano. Me mantengo fiel a mi compromiso contra la oscuridad de Savonarola, que es la misma que la de la Inquisición.

—Solo que en España la oscuridad de la Inquisición es más persistente —respondió Bartomeu.

Joan afirmó con la cabeza y acto seguido le preguntó:

—¿No os ayuda Abdalá? ¿Cómo se encuentra el viejo maestro?

—Abdalá tiene ya años, es muy mayor. Aún traduce y copia, con dificultad a causa de su vista. Además, su condición de esclavo y musulmán le exime de cualquier culpa; jurídicamente, soy yo el responsable de sus actos.

—Estoy deseando verle; él fue mi gran maestro.

—Le harás feliz, habla con frecuencia de ti —repuso Bartomeu con una sonrisa que abandonó su rostro al cambiar de tema—. ¿Viste la librería que te mencioné en mis cartas?

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