—¿Veis aquel árbol? —le dijo señalándolo—. De él pende una soga y ese es el premio para quien desobedece al general. Si obstaculizáis mi trabajo, os propondré como candidato a bailar esa danza en la que los pies no tocan el suelo.
Las malas caras continuaron, pero Joan obtuvo la colaboración necesaria. Había piezas artilleras de varias procedencias y calibres; napolitanas, aragonesas y castellanas, y cuando ordenó disparar todas las piezas una a una, los soldados empezaron a moverse con presteza. Con ello evaluó tanto cañones y culebrinas como a los artilleros.
Decidió centrarse en obtener tiros de precisión con las cinco culebrinas de mayor calidad, que alcanzaban más distancia; ordenó reubicarlas y empezó a ensayar con ellas mientras dejaba que el resto de los artilleros disparasen los demás cañones a discreción, aunque siguiendo el plan aprobado por el Gran Capitán, sobre el lienzo sur de la muralla. Para las culebrinas se aseguró de que el peso de las balas fuera lo más parecido posible, y después de varios disparos de prueba, calculó la cantidad necesaria de pólvora y la repartió en saquitos del mismo peso exacto. Cuando estuvo satisfecho con la uniformidad de todos los elementos dio orden de empezar el bombardeo.
Al final de la tarde, la fortaleza era batida desde el sur por las piezas de Joan, que ya obtenía de las culebrinas tiros bastante precisos, y desde el noreste por las del embajador De la Vega. Al rato, el general, que continuamente revisaba las tropas, le dijo en tono festivo:
—No se os da nada mal la pólvora, señor librero. Continuad al mando.
Sus palabras llenaron a Joan de satisfacción y se empleó en su trabajo con mayor entusiasmo.
Aquella noche, reflexionando sobre el día y su primera impresión de Gonzalo Fernández de Córdoba, anotó en su libro: «El Gran Capitán sabe cómo tratar a sus soldados».
Después, como de costumbre, escribió una carta a Anna contándole lo ocurrido. No sabía cuándo la recibiría ella y ni siquiera si llegaría a su destino, pero le aliviaba hacerlo. Por unos instantes imaginaba que hablaba con su amada, sentía su presencia e incluso notaba su corazón batir al mismo ritmo que el de ella. La extrañaba mucho.
Durante el día siguiente, Joan mantuvo el bombardeo sobre los muros y torres del flanco sur de la fortaleza, y también sobre las defensas adelantadas a esta, las barbacanas. Trataba de desmochar sus almenas para impedir que los defensores se refugiasen en ellas y dispararan desde allí. Cuando llegó la noche no pudo evitar acercarse al campamento vaticano a pesar de las advertencias de su esposa y de ser consciente de que la muerte le llegaría antes de manos de los
catalani
que del enemigo. Necesitaba hablar con Miquel Corella y, sabiendo que el duque cenaba con el general y con el embajador español, fue en su busca. Lo encontró sentado junto a una fogata cenando con el gigantón extremeño Diego García de Paredes.
Ambos, habituales en la librería, le saludaron con afecto. El tamaño del gigante Diego y el del pequeño aunque nervudo Miquel ofrecían un contraste aparentemente cómico. Sin embargo, nadie osaba reírse. Porque si uno de ellos era terrible, el otro era aún peor.
Diego era un veterano de la guerra de Granada que había llegado a Roma después de una estancia en Nápoles como soldado de fortuna. Era muy puntilloso en cuestiones de honor y, en una disputa en el Vaticano, demostró una fuerza hercúlea al matar a cinco caballeros y herir seriamente a diez más valiéndose solo de una pesada barra de hierro. Miquel Corella, al que correspondía arrestarle, decidió que en lugar de castigo merecía ser admitido en la guardia vaticana. Al poco se convirtió en uno de los capitanes del papa.
Joan les relató la conversación habida con Menaldo de Aguirre.
—No trataste con un condotiero cualquiera, ese tiene fama de pirata, pero en realidad es un buen mercenario —afirmó don Michelotto.
—Y ¿qué le hace tan buen mercenario? —quiso saber Joan.
—Que es fiel a ultranza a su señor —dijo Diego—. Y cumple con su contrato hasta el final. Aunque le disguste o le cueste la vida.
Aquellas palabras le produjeron una gran prevención a Joan, que observó con desconfianza a sus compañeros. Ellos también cumplirían su contrato ejecutando lo que Juan Borgia les ordenara, aunque les disgustase. Se preguntó qué hacía allí junto a aquellos hombres que cualquier día podían convertirse en sus verdugos.
Se construyeron trincheras, empalizadas y baluartes de madera desde donde los arcabuceros y ballesteros del Gran Capitán pudieran disparar con mayor protección sobre los del castillo. Al cuarto día, Joan había conseguido inutilizar ya toda la artillería enemiga del flanco sur, desmochando las almenas, mientras sus cañones golpeaban sin descanso las barbacanas y murallas. Los defensores, carentes de refugio, apenas disparaban desde aquel lado de la fortaleza, y cuando lo hacían era de forma precipitada, pues no se podían cubrir de las saetas y del fuego de arcabuces con que los castigaban los sitiadores, cómodamente protegidos tras sus defensas de madera y tierra.
—Buen trabajo, señor librero —volvió a felicitarle el Gran Capitán una vez enmudecidos los cañones enemigos del flanco sur—. Ahora abrid pronto un buen boquete por donde pueda lanzar a mi gente. Si lográis que entre la caballería, mejor.
—Por lo que pude ver en el castillo, no serán más de trescientos, mi general —repuso Joan—. Durarán poco cuando entremos.
—Se refugiarán en la gran torre norte —contestó Fernández de Córdoba—. Vos mantened el fuego sobre esos muros. Estoy seguro de que pronto tendremos un lugar por donde entrar.
Los sitiadores temían más el frío y las inclemencias del tiempo que los combates, limitados hasta el momento al lanzamiento de pelotazos de artillería, arcabuzazos y flechas de ballesta. Los soldados se reunían por la noche alrededor de los fuegos para contar historias, beber y cantar. Los oficiales de cierto rango gozaban de tiendas y los demás se acurrucaban para dormir bajo mantas y se protegían con sus capas de la lluvia intermitente y de la humedad del río.
Un atardecer, Joan vio a Miquel Corella, que acudía a buscarle al campamento español. Al verle solo, sin su amigo extremeño, el librero no pudo evitar estremecerse. No en vano era el sicario de los Borgia, y rezó para que no llegara con un recado fatal del duque de Gandía.
Se notaba que Miquel había bebido, pidió a Joan compartir su cena y este aceptó de inmediato. El valenciano apenas hablaba; comía en silencio al lado del fuego. Joan se esforzaba por mantener viva la conversación. Sin embargo, don Michelotto se mostraba pensativo y siguió bebiendo vino. Ya terminada la cena, mientras compartían unos dulces y aguardiente, el capitán vaticano asombró a Joan con una afirmación categórica:
—No es fácil ser un hijo de puta.
Joan le miró asombrado tratando de interpretar aquella frase lapidaria.
—¿A quién os referís? —inquirió Joan.
—A mí —repuso seco Miquel—. Yo soy un hijo de puta.
Joan se quedó sin palabras. ¿Qué podía responder? ¿Qué quería decir don Michelotto con eso? Se estremeció. ¿Tendría un encargo que le hacía sentir mal? ¿Iba a matarle? El librero se tensó, palpó disimuladamente la daga en su cinto y se dispuso a vender cara su vida.
Miquel le miraba con los ojos vidriosos iluminados por el fuego. Apretó los dientes marcando sus quijadas bajo la piel, como si soportara un dolor terrible, antes de seguir hablando:
—Mi padre fue el conde de Cocentaina y mi madre, una morisca valenciana. Era una mujer muy hermosa, el conde se enamoró de ella y yo fui el resultado de ese amor. La condesa siempre llamaba puta a mi madre y a mí, el hijo de puta. —Hizo una pausa y se quedó mirando a Joan fijamente a los ojos—. No sé por qué te cuento eso —dijo al fin—. A nadie se lo he contado antes y quizá lo haga porque tú también tuviste una infancia dura. Lo cierto es que me caes bien. Nunca un desconocido me había ayudado como lo hiciste tú en las tabernas de Barcelona, ni confío en que eso me ocurra de nuevo.
—Mientras no os arrepintáis mañana de lo que hoy me contéis por culpa del aguardiente… —repuso Joan manifestando su temor.
Miquel se echó a reír.
—¿Que te cuente un secreto tan secreto que después me vea obligado a matarte?
Joan afirmó con la cabeza forzando una sonrisa y Miquel volvió a reír.
—No te preocupes. Aun con alcohol sé lo que le puedo contar a un amigo y lo que no.
—Me alegro.
—Pues bien, mi padre amaba a mi madre y quiso que yo recibiera la misma educación que mis medio hermanos; latín, algo de filosofía, teología y lengua, además del oficio de las armas. Hizo que viviese en el palacio para tener los mismos maestros que el resto de sus hijos. Pero aquel era el territorio de la condesa, y esta me hacía pagar a mí, a través de los incordios y burlas de los criados y de los hijos de estos, el odio que le tenía a mi madre. Los chicos de mi edad no se atrevían a llamarme bastardo, pero nada podía hacer contra los mayores, y al fin, entre todos, consiguieron hacerme sentir inferior; el hijo de una ramera.
»No soy un tipo de grandes dotes sociales; sin embargo, siempre he sabido pelear y desde muy pequeño los hijos de la servidumbre e incluso mis hermanos se quejaban de las patadas y de los puñetazos que les propinaba. Aquello empeoró mi situación, pues la condesa acosaba a mi padre recriminándole que diera alojamiento en palacio a un individuo violento. Nunca recibí el mismo trato que mis hermanos, ni las mismas ropas, ni el cariño; yo dormía con los criados y ellos, en las habitaciones nobles. Bien que se preocupaba la condesa de diferenciarme con respecto a sus hijos, y ni siquiera la muerte de mi madre hizo que cambiara su actitud hacia mí. Siempre fui el bastardo de una morisca, un hijo de puta. Pero me temían.
—Y ¿cómo es que vinisteis a Roma?
—Las familias Borgia y Corella tenían buenas relaciones ya en tiempos del primer papa Borgia, y mi padre vio la oportunidad de librarme de las iras de la condesa enviándome a Italia para que entrara al servicio de Alejandro VI tan pronto como este fue elegido. Para mí fue un alivio pensar que me redimiría de una vez de mi estigma, pero mi hermano Rodrigo, de mi misma edad, quiso venir conmigo a la corte papal. Tenemos un hermano mayor allí en Cocentaina que heredó el condado, aunque tiene una salud muy frágil, y por eso Rodrigo no quiso entrar en la carrera eclesiástica tal como le habría correspondido por ser el segundón, ni siquiera cuando el papa le ofreció un puesto de cardenal. Espera a que el otro muera.
»Así que ya ves, ni siquiera aquí me puedo librar de ser un bastardo. Hay un Corella legítimo y un Corella hijo puta. Mi hermano Rodrigo tiene la confianza del que siempre ha sido amado, es sociable y posee una sonrisa fácil y agradable. Él entró directamente al servicio del papa y yo quedé en un segundo plano. Cuando se trata de funciones cortesanas, banquetes en honor a alguien y bailes, mi hermano Rodrigo está siempre allí; es un gentilhombre del cortejo del papa. Cuando hay que hacer un trabajo menos elegante, sucio o que implique riesgo, como matar unos toros en una corrida o hacer de guardaespaldas en Barcelona para un niñato turbulento como Juan Borgia, para eso está Miquel Corella.
»Hace un tiempo, el papa organizó una recepción en los jardines del Belvedere; cerca de allí está el pequeño zoológico vaticano, del que se escapó un león. Todo el acompañamiento del papa, cardenales, demás eclesiásticos, gentilhombres y sirvientes huyeron despavoridos gritando «pies para qué os quiero». Menos mi hermano, que se enrolló su capa en el brazo izquierdo y, desenvainando la espada, le pidió a Alejandro VI que se pusiese detrás de él. Debió de ser bastante cómico, pues mi hermano es como yo, no muy grande, y el papa abulta mucho más. Sin embargo, el pontífice es un hombre de un valor sereno, y con toda calma hizo lo que se le pedía. Y los dos, despacio, empezaron a avanzar amenazantes hacia el león, que desconcertado por el desafío no se atrevió a atacar. Al poco regresaron los huidos con la guardia del papa, que acorraló al animal hasta volverlo a encerrar. Yo creo que el bicho debía de ser un león gordo y manso.
»Ya te puedes imaginar la fama que con su acción consiguió mi hermano; pasó a ser el héroe oficial y el papa le concedió honores y dos mil ducados de renta anual.
Miquel guardó silencio mientras su mirada cargada de rencor se perdía más allá de la fogata, en la oscuridad de la noche. Dio otro trago de aguardiente y Joan le imitó sin decir nada.
—Yo hubiera podido hacerlo igual o mejor —continuó al fin—. Pero no estaba invitado. No era lo suficientemente legítimo. A partir de ese momento pareció que al elevarse Rodrigo yo me hundía. Tuve algunos incidentes con otros españoles de la corte papal en los que salieron las armas y mi fama de violento creció. El papa me trata con un extraño cariño y creo que ha llegado a la conclusión de que valgo para lo que valgo y que soy útil para ciertos asuntos turbios que prefiere ignorar. Cuando me ve y está de buen humor, a veces bromea y me señala moviendo el dedo índice arriba y abajo, como advirtiéndome, y con una sonrisa cariñosa me llama por el diminutivo valenciano de mi nombre: “Micalet, Micalet”. Entonces me habla como a un niño travieso que está a punto de cometer una trastada.
»Alejandro VI es el padre que yo hubiera querido tener. Sus hijos son tan ilegítimos como yo, pero los defiende a toda costa y no hace otra cosa que buscar títulos y honores para ellos. Es como un toro poderoso que no se amilana ante nada para proteger y engrandecer a sus retoños.
»Su espíritu de clan es tan fuerte que hace que un bastardo como yo, que siempre ha sido rechazado, se sienta de su familia. El papa y sus hijos saben que les soy fiel, que mataría a mi mejor amigo con tal de protegerlos. Los Borgia son la familia que no tuve en Cocentaina.
—Sé que la gente os tiene miedo —replicó Joan, a quien alarmaban las palabras de Miquel—. Sin embargo, a nadie he oído llamaros
ilegítimo
.
—Quizá es porque los que lo hicieron están ya muertos —repuso don Michelotto con una sonrisa que mostraba unos dientes amenazantes.
Joan observaba con cuidado las grietas que aparecían en la muralla sur de la fortaleza. Había concentrado el fuego de sus culebrinas en una zona del muro cercana a la base de una de las torres y en su defensa adelantada, la barbacana. Sospechaba que en aquella zona debía de haberse producido alguna brecha. Hacía ocho días que castigaban continuamente aquel muro y los defensores apenas se asomaban a disparar desde aquel lado.