—Sois despiadado —le dijo con un sollozo.
—Si sufrís, es porque queréis —contestó él sin que las lágrimas le conmovieran—. Es mucho el tiempo que he empleado ya con vos. Pero tarde o temprano seréis mía. En vuestras manos está que esto termine pronto.
—Olvidaos de mí de una vez por todas —repuso ella alzando la barbilla.
Juan Borgia le lanzó una mirada turbia y se fue sin despedirse.
—Le es indiferente su embarazo —le dijo Joan a Miquel con amargura—. No le importa presionarla. Disfruta con ello.
Miquel se encogió de hombros.
—Así es como es.
—Es un miserable indigno —estalló Joan—. Un ser ruin y asqueroso. Me gustaría matarle con mis propias manos. Si no fuera porque…
—¡Contén tu lengua! —le cortó Miquel—. Juan Borgia es mi señor y no puedo permitir que en mi presencia se le insulte. Y menos que se le amenace. Que nunca más te oiga decir algo parecido.
Don Michelotto tenía aquella mirada feroz que atemorizaba.
—Pero cuando estuve en vuestra casa no parecía que le apreciarais demasiado, dijisteis que…
—Yo no dije nada —le interrumpió de nuevo—. Además, las confidencias que un amigo te hace cuando lleva bastante vino encima se deben olvidar. Juan Borgia es mi señor y mi deber es defenderle a él y su honra.
Joan le miró desconsolado.
—Sin embargo, tu esposa tendrá pronto una tregua —continuó Miquel, ahora con tono amable y una sonrisa.
El librero no dijo nada y quedó a la espera de las palabras del valenciano.
—Estamos preparando una acción bélica de envergadura y pasaremos mucho tiempo fuera de Roma. Anna quedará tranquila.
—No puedo esperar a que llegue ese momento.
—Bueno, también debo darte otra noticia relacionada con ello. —Su rostro había perdido la sonrisa.
—¿Cuál?
—Tengo un encargo para ti.
—¿Qué es?
—Juan Borgia se ha enterado de que eres un buen artillero y quiere que te unas a nosotros en esa campaña.
Joan sintió un rechazo inmediato por aquella propuesta. El acoso a su esposa por parte del jefe del clan de los
catalani
hacía que su antigua fidelidad a estos hubiera mudado a resentimiento. Los
catalani
ya no eran sus amigos. Sin embargo, dependía de ellos, y fue cauto al responder.
—Sé cuánto os debo, Miquel, pero Anna está embarazada y no quisiera abandonarla.
—Un embarazo no es una enfermedad. Estaremos de vuelta antes del parto.
—Es mi primer hijo y quiero estar con ella.
—Tú ya tienes un hijo.
—Bien sabéis que es del anterior marido de mi mujer, el barón napolitano Ricardo Lucca.
—Al que tú mataste.
Joan no respondió y se quedó mirando al valenciano con los labios apretados. Aquel comentario era inoportuno y le incomodaba profundamente. Miquel Corella sostuvo su mirada y después hizo un gesto con la mano, como borrando en el aire sus palabras anteriores; ante el silencio del librero, dijo:
—Piénsalo, Joan. No entenderemos que te niegues. Y el duque de Gandía menos que nadie.
Miquel Corella no dijo más ni esperó respuesta de su amigo, que se mantuvo silencioso. Se despidió y antes de salir a la calle añadió:
—No tienes opción. Debes unirte al ejército.
Joan se quedó en el umbral de la librería, viendo cómo don Michelotto se alejaba.
—Sabía que se preparaba una guerra —oyó que decían quedo a sus espaldas. Era Niccolò, que parecía conocer las noticias antes de que se produjeran—. Irán contra la familia Orsini.
El florentino se mostraba serio y preocupado.
—Os van a presionar para que os unáis a esa expedición —continuó—. Y cuando aceptéis, en uno de los combates, una bala perdida os reventará la cabeza. O quizá sea un tajo en la garganta. El duque de Gandía os hará matar.
—¿Cómo sabéis eso?
—Tengo muchos amigos y conocidos. Hablo mucho, pero escucho más, recojo noticias, rumores, suposiciones… Y el resto lo deduzco yo.
Niccolò calló para mirar intensamente con sus oscuros ojillos a Joan.
—Y ¿sabéis lo peor de todo esto?
—¿Qué puede ser peor?
—Que si notáis una soga en vuestra garganta será la de Miquel Corella.
—¿Miquel? No, no puede ser.
—Él aún no lo sabe, pero el duque le ordenará que os ejecute sin que nadie se entere. Como el propio don Michelotto os dijo, él es un soldado. Y por mucho que le pese, obedecerá.
Era una luminosa mañana, había mercado de telas y artículos varios en el Campo de’ Fiori, y Anna y su cuñada María decidieron aprovechar para ir de compras. Anna se sentía feliz; Juan Borgia no había aparecido por la librería desde la conversación en la que le comunicó su embarazo. El truco parecía funcionar. O quizá estuviera demasiado ocupado con los preparativos del ejército con el que pretendía someter a los Orsini y que partiría pocos días después. En cualquier caso, llevaba tiempo sin ver la faz lobuna del hijo del papa y esperaba que la guerra prolongara su ausencia por muchos meses.
—Quiero comprar una buena pieza de tela para hacerle un jubón a Ramón —le dijo alegre a su cuñada.
—¡Tan pequeño! —rio María—. Estará muy gracioso. Te lo podríamos coser mi madre y yo.
Anna mantenía una buena amistad con su cuñada. Sus conversaciones trataban sobre temas domésticos y familiares, en especial, sobre sus hijos, y Anna las apreciaba incluso más que las sesiones en las que las señoras encopetadas recitaban poemas de Jacopo Sannazaro en la librería. Su trágica historia la llenaba de ternura. Con solo catorce años fue secuestrada junto a Eulalia en el asalto pirata a su aldea en el que murió su padre. Después, sin que su madre pudiera evitarlo, la forzaron repetidamente en el barco esclavista que la llevó desde Bastia a La Spezia, donde sufrió años de esclavitud. No solo se convirtió en una criada de taberna, sino que su amo la prostituía. Sus dos hijos eran fruto de esos abusos. Joan le había contado a Anna la terrible impresión que le causó al reconocerla, cuando al fin la encontró, once años después, en la más mísera de las condiciones. Era una mujer delgada y temerosa con la mirada huidiza de un perro apaleado. Estaba tan sometida que con sus súplicas trató de proteger de la ira de su hermano al miserable alcahuete de su dueño, que debía haberle dado la libertad hacía mucho.
María había cambiado profundamente en aquel año vivido en libertad. Era una mujer hermosa, de aspecto sano y fuerte, y poco a poco había recuperado, gracias al amor de su familia, su dignidad. Nadie fuera de los suyos y de su pretendiente conocía su pasado; miraba a la gente a los ojos, andaba erguida y una sonrisa feliz frecuentaba su faz. Sin embargo, cuando recordaba el daño sufrido en su cuerpo y en su mente durante aquellos años, una rabia profunda le hacía apretar las mandíbulas hasta que los dientes le dolían y cerrar los puños clavándose las uñas en las palmas de las manos. Trataba de olvidar las caras de todos aquellos hombres a los que se tuvo que someter y se decía que jamás varón alguno volvería a tocarla sin su consentimiento.
El mercado del Campo de’ Fiori estaba muy animado, había muchas telas entre las que escoger, y Anna y María estaban comprobando en un tenderete el tacto de un buen paño cuando la librera notó una mano que la sujetaba del antebrazo.
—Acompáñenos, señora —oyó que le decían.
Era un hombre vestido de negro y enmascarado, y aunque habló en italiano, su acento era español. No le conocía, pero Anna supo de inmediato que se trataba de uno de los
catalani
.
—¿Adónde os he de acompañar?
—Lo sabréis cuando lleguemos.
—¡Dejadme!
Un segundo hombre sujetó a Anna por el otro brazo.
—¡Obedeced! —le dijo.
María se estremeció. Conocía el acoso que Juan Borgia ejercía sobre su cuñada y dedujo lo que aquello significaba. Imaginó lo que el hijo del papa quería hacerle a Anna y en ella afloraron aquella rabia e indignación que cuando era una esclava creía no tener derecho a sentir.
—¡Soltadla! —gritó al tiempo que le clavaba las uñas en el antebrazo a uno de aquellos hombres.
Aquel individuo dejó por un momento a Anna para encararse con María, y sin mediar palabra le descargó un puñetazo en la boca que la tumbó sobre el puesto de telas. Al ver que no se incorporaba sujetó de nuevo a Anna, que se resistía al otro hombre, y entre ambos empezaron a arrastrarla hacia el otro extremo del mercado. La librera vio que poco más allá los aguardaban otros dos hombres de negro, también enmascarados, y no tuvo duda alguna de quién los enviaba. Estaba perdida, pero se dijo que lucharía contra aquella infamia hasta su último aliento.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Ayuda, por favor!
Sin embargo, nadie hizo nada. La gente contemplaba cómo la secuestraban sin intervenir; el aspecto de aquellos hombres,
catalani
sin duda, los disuadía.
Anna se debatía tratando de resistirse, pero aquellos individuos superaban sus fuerzas con creces, y comprobó con desaliento que podían arrastrarla con facilidad mientras los otros dos rufianes que los acompañaban iban apartando a la gente a empellones. Nadie les hacía frente.
Nunca imaginó que Juan Borgia fuera tan miserable como para recurrir a la brutalidad para satisfacer sus deseos. Y menos que sus esbirros actuaran a la luz del día sin importarles los testigos. ¡Qué ilusa había sido al creer que podría contener al duque de forma cortés y amable! Sentía rabia al tiempo que miedo y pena. Su marido no había dudado en enfrentarse al hijo del papa, jugándose la vida, por su honra. Y ahora aquel miserable se la iba a arrebatar por la fuerza. Gritó de nuevo a sabiendas de que nadie la ayudaría.
María notó el sabor de la sangre en la boca. Le era familiar. La habían golpeado tantas veces durante su esclavitud que había llegado a creer que era un derecho de los hombres. Sin embargo, aquel tiempo de pesadilla quedaba ya atrás. Desde que la rescató, su hermano le había relatado muchas veces la heroica muerte de su padre; aquella historia la emocionaba y la llenaba de orgullo. Se había jurado que jamás volvería a ser esclava ni de hombre ni de mujer y que antes perdería la vida que la libertad. Ahora recordaba con una rabia infinita los abusos que antes había aceptado como normales. Y en aquel momento, el sabor de la sangre le hizo revivir aquel tiempo terrible, y todo el resentimiento que guardaba de las humillaciones e injusticias sufridas se concentró en aquellos rufianes de negro.
—¡Corred, avisad a mi hermano! —les suplicó al dueño del tenderete y a su esposa cuando la ayudaban a incorporarse—. ¡Por el amor de Dios, daos prisa!
El mercader la conocía, pues tanto ella como su madre acostumbraban a comprarle piezas de paño que él mismo transportaba después a la librería.
Cuando María logró ponerse en pie, aún vio la espalda de los hombres que se llevaban a Anna a rastras. Dos puestos más allá tenía su tenderete un alfarero; sin mediar palabra, María cogió un botijo y corrió tras aquellos individuos de negro. Al alcanzarlos, lo estrelló contra la cabeza del tipo situado a su izquierda, al que se le doblaron las rodillas antes de desplomarse. El otro individuo que sujetaba a Anna era el que le había partido el labio de un puñetazo; sin darle tiempo a volverse, María le clavó las uñas en los ojos por atrás, con todas sus fuerzas y su rabia, con la intención de arrancárselos.
El desgarrador aullido del matón se oyó en toda la plaza y de inmediato soltó a Anna para sujetar las manos de María.
—¡Huid! —le gritó esta a su cuñada.
A pesar de la tela del antifaz, María notaba entre sus dedos los globos oculares del individuo. Los asió con fuerza y quiso tirar de ellos, pero las manos del hombre, que continuaba gritando, se lo impedían. Anna echó a correr hacia el extremo de la plaza que daba a la Via dei Giubbonari mientras el hombre al que María le había roto el botijo en la cabeza trataba de incorporarse. Los que abrían paso a la comitiva, alertados por los gritos, se dieron la vuelta para ayudar a sus compañeros. María pudo ver las expresiones de horror en sus caras al verla tratando de clavar aún más sus uñas en los ojos de aquel miserable, y se alegró al ver que en lugar de perseguir a Anna se dirigían hacia ella para socorrer a su compinche. Cuando ya los tenía encima soltó a su presa y de un tirón se libró de las manos del hombre. Su fría furia le había permitido calcular el siguiente paso con antelación. Desenfundó la daga que aquel individuo llevaba al cinto y empezó a andar hacia atrás haciendo frente con el arma a los dos matones que se le venían encima.
—¡Olvídate de esa! —dijo el que mandaba al ver a su compañero, que se lamentaba cubriéndose los ojos con las manos, libre ya de las garras de María—. Hay que coger a la otra.
Se fueron a todo correr detrás de Anna seguidos, con pasos vacilantes, por el que había recibido el cantarazo. María, daga en mano, aún con el sabor de su sangre en la boca, contuvo sus deseos de asestarle una cuchillada al tipo al que había estado a punto de sacarle los ojos, y echó a correr tras los otros tres.
Anna, jadeante, veía ya entre la gente a la que iba apartando el inicio de la Via dei Giubbonari; la librería y su salvación estaban a pocos pasos. Sin embargo, cuando ya se sentía segura, un brutal tirón en su cabello la detuvo en seco. El corazón le dio un vuelco. Se giró tratando de librarse de su captor, pero un segundo hombre la sujetó y tras un forcejeo la agarraron de nuevo por los brazos para arrastrarla a pesar de su resistencia. Pudo ver a María, que con una daga en la mano se interponía en su camino, pero el tercer hombre desenfundó la suya y se le encaró, obligándola a dejar vía libre después de retenerlos solo unos momentos. Miró agradecida a su cuñada a pesar de la inutilidad de su esfuerzo y se preguntó de dónde había sacado aquel nervio una persona por lo general tan apacible como María.
Anna lo daba ya todo por perdido cuando oyó gritos a su espalda. Eran voces familiares; hizo un esfuerzo por volver la cabeza y, con un alivio infinito, vio a Joan y a Niccolò, que llegaban corriendo con el acero de sus espadas desnudas brillando en sus manos.
—¡Dejadla ir, bastardos! —oyó gritar a su marido.
Los hombres que la sujetaban vieron lo que les caía encima y de inmediato la soltaron para poder desenvainar sus espadas. El primero apenas tuvo tiempo de parar el sablazo que Joan le propinó, mientras el segundo hacía frente a Niccolò. El tercer hombre, que aún con la daga en la mano mantenía a raya a María, comprendió de inmediato la situación y olvidándose de ella trató de apoderarse de Anna para amenazar a los libreros con degollarla. No pudo, pues tan pronto como le dio la espalda a María, esta le clavó la daga en los riñones. El hombre soltó un aullido y se revolvió contra ella, lanzándole una cuchillada que la mujer esquivó.