—Ya sabéis que fui al Vaticano y que comí con Miquel Corella.
Niccolò asintió.
—Lo ocurrido el otro día con Anna y el duque de Gandía me tenía muy inquieto y no pude aguardar a que nos visitara. —Joan notaba que su sangre se inflamaba al recordar—. Le pedí su ayuda y en lugar de dármela me insinuó que consintiese y que buscara beneficio en ello.
—Bueno, esta librería ya es un beneficio que los Borgia os conceden —repuso el florentino.
—¡Antes degüello al duque! —exclamó Joan irritado—. Y al diablo con la librería.
—Id con cuidado con lo que decís, Joan —le advirtió Niccolò mostrando una expresión preocupada—. Creo que no sabéis todo lo que se cuenta sobre nuestro amigo don Michelotto.
—¿Qué se dice?
—Que su principal virtud es la fidelidad. Es un perro de presa absolutamente devoto a los Borgia. Y es capaz de matar a un hombre y dormir tan feliz como vos lo hacéis después de matar una pulga. No dudó en ejecutar a antiguos camaradas de armas, antes amigos entrañables, cuando creyó que traicionaban al papa.
—Es un soldado…
—Es mucho más que un soldado, es un sicario, un verdugo. Y parece gozar dando muerte. Sabe usar cualquier arma, aunque su especialidad es una cuerda que coloca en el cuello de su víctima para estrangularla haciendo torniquete con un palo.
—¡El garrote! —murmuró Joan. Y se estremeció al recordar con horror aquel método de ejecución. Era el mismo que usaban los verdugos cuando los sentenciados a la hoguera por la Inquisición confesaban y se reconciliaban con la Iglesia para recibir el beneficio de una muerte rápida antes de ser consumidos por las llamas.
Joan siempre había intuido una faceta oscura detrás del aspecto risueño y del talante abierto de su amigo, aunque jamás pensó que llegase a tal extremo. No podía creerlo.
—La gente habla mucho y sin fundamento.
—Aquí hay fundamento, Joan, creedme —insistió Niccolò—. Se teme a don Michelotto. Roma tiembla al mencionar su nombre. No esperéis que os ayude frente al duque de Gandía; es más, si llega a creer que representáis un peligro para Juan o para cualquiera de los Borgia, os matará sin dudarlo. Cuidad vuestras palabras.
—Y ¿qué he de hacer si vuelve a por Anna? —inquirió Joan desconsolado.
—Sed diplomático. Si usáis la fuerza, seréis destruido. Y con vos, esta casa y vuestra familia.
Joan quedó pensativo. Conocía bien su carácter impulsivo y que, al contrario de lo que ocurría con Niccolò, la diplomacia no era una de sus virtudes. Sin embargo, el florentino tenía razón; si se enfrentaba con las armas al portaestandarte del Vaticano, perdería, cualquiera que fuese el resultado de la contienda. Ambos, Anna y Niccolò, coincidían. Y estaban en lo cierto. No le quedaba otra alternativa que confiar en el buen hacer de su esposa. Pero ¿sería ella capaz de frenar al duque de Gandía con solo buenas palabras?
—Y ¿qué creéis que va a ocurrir ahora, Niccolò? —preguntó Joan.
—Que regresará a por ella —respondió este de inmediato—. Y vos tendréis que conteneros.
Joan miró con desagrado las afiladas facciones de Niccolò y sus ojos vivaces y pequeños. Apretó las mandíbulas con rabia a la espera de que una de las sonrisas cínicas del florentino apareciera en sus labios. Pero no ocurrió.
Aquella noche escribió en su libro: «La violencia no es una opción. ¿Hasta dónde habrá que aguantar? ¿Seré capaz?».
Las visitas demasiado frecuentes de Juan Borgia a la librería enturbiaban lo que hubiera sido una vida feliz para la familia Serra. Cuando aparecía y la librería estaba concurrida, se mostraba arrogante con los hombres y pícaro con las damas, aunque se contenía, en especial si Sancha, su amante, estaba presente. Joan le evitaba y el hijo del papa acostumbraba a ignorarle al tiempo que se comportaba como si él fuera el amo de la casa. Sin embargo, cuando apenas había clientes, la actitud del duque empeoraba y Joan le evitaba, yendo a los talleres. Si tardaba en hacerlo, la propia Anna le animaba a irse. La librera sabía que cualquier chispa podía convertirse en un incendio que acarrearía consecuencias irreparables.
A pesar de su habilidad social, Anna vivía entonces momentos angustiosos. Quería contener al duque con elegancia, sin ofenderle, pero este se propasaba y entonces ella le tenía que cortar. Se reprochaba haberse mostrado demasiado sonriente ante los requiebros del duque cuando este empezó a acudir a la librería. Parte de lo que ocurría era su culpa y temía que su marido supiera hasta dónde llegaba el joven en su osadía, que no pudiera contenerse y le hiriese o matara. Aquello sería la ruina para la familia entera.
—A fe mía que sois difícil, señora —le decía al oído el duque después de dedicarle una sesión de halagos—. Cualquier otra ya me hubiera hecho feliz, y yo a ella.
—No soy difícil, señor —respondía ella seria—. Soy imposible. No malgastéis vuestro tiempo conmigo y buscad a otra. Cumpliréis con facilidad vuestros deseos.
El rechazo parecía excitar más al portaestandarte del papa.
—Jugáis conmigo, señora —respondía el joven, que no paraba de sorprender a Anna por su increíble vanidad—. Aunque bien sabéis que seréis mía.
—Me honran vuestro aprecio y vuestros halagos, señor duque. Pero me ofende vuestra pretensión y me disgusta que creáis que algún día vais a lograr algo de mí. Sabéis que soy madre y mujer casada.
—¿Con ese tipo? Os merecéis probar algo mejor.
—No quiero probar nada, señor. Le amo a él y me repugna la idea de tener otro amante.
A pesar de sentirse segura de sí misma y de creerse capaz de manejar a aquel individuo, aquellas escenas le eran extremadamente incómodas y la llenaban de tensión. Se veía obligada a forzar alguna sonrisa para suavizar su tono duro y terminaba agotada. Sin embargo, lo peor era no poder compartir su angustia y cansancio con su esposo, tener que fingir y mentirle. Cuando él le preguntaba, decía que el duque se comportaba bastante bien y suavizaba al máximo lo ocurrido.
Decidió abstenerse de bajar a la tienda cuando su marido se ausentaba por las mañanas, pero la primera vez que el duque no la encontró se puso a reclamarla a gritos. Niccolò tuvo que ir a buscarla ante la amenaza del Borgia de hacerlo él mismo. Anna se apresuró a bajar. De ninguna manera quería a aquel tipo en su casa. Frente a aquella actitud ni siquiera se atrevía a fingirse enferma; aquel individuo era muy capaz de perseguirla hasta su propio dormitorio.
Anna era el centro del mundo para Joan y nunca tenía suficiente de ella. Estar a su lado, hablarle, besarla, amarla eran placeres infinitos. No obstante, él también notaba cada vez más aquella barrera invisible que se iba formando entre ellos. Ella se obligaba a sonreír para decirle que todo iba bien, que estaba bajo control, pero él notaba su rigidez, su tensión. Le preguntaba sabiendo que no debía hacerlo, y ella abría un poco más sus ojos para confirmarle con palabras y gestos lo que él sabía que no era cierto. Entonces él afirmaba con la cabeza y la abrazaba. Ella suspiraba y Joan percibía que el cuerpo de ella, antes rígido, se relajaba y le devolvía el abrazo con calor.
Pendiente como estaba Joan de cualquiera de los gestos de su esposa, desconfiaba de sus palabras, intuía que algo iba mal. No sabía cómo ayudarla y maldecía su impotencia. Después, en la noche, notaba que se revolvía inquieta en el lecho sin poder conciliar el sueño. Y cuando lo hacía, a veces hablaba en alto; ella también sufría pesadillas.
«¿Qué puedo hacer? —escribía angustiado en su libro—. ¿Cómo puedo ayudaros, amor?» Y después añadía: «¿Dónde está la libertad por la que tanto he luchado?».
Un día, el duque sorprendió a Anna en el salón pequeño, el más apartado.
—No preciso de vuestro amor —le dijo tras los consabidos halagos al tiempo que cubría con su cuerpo el hueco de la puerta para impedirle salir—. Con vuestras caricias, con la ternura de vuestro cuerpo me basta. Os está yendo bien en Roma a vos y a vuestra familia, ¿verdad? Pues si me complacéis, os irá mejor. Si no…, será una pena…
—¿Qué insinuáis?
Él no respondió y, empujándola contra una estantería de libros, empezó a buscar bajo la falda con la mano derecha mientras la sujetaba por el talle con la izquierda. No le fue fácil, pues Anna llevaba dos faldas y la exterior, de terciopelo grana, era bastante pesada. Justo cuando ya le palpaba la piel del muslo ella logró cogerle la mano con la suya. Y lo hizo clavándole las uñas con rabia.
—Me hacéis daño, señora —protestó él soltándola sorprendido. No estaba acostumbrado a aquel tipo de reacción.
—Si lo intentáis de nuevo, os juro por Dios que las uñas os las clavaré en el rostro. —Su mirada echaba chispas.
Él rio y le dijo:
—Cuanto más brava os ponéis, más incitáis mi pasión, señora.
Sin embargo, desistió en su intento y al poco abandonaba la librería.
Aquel incidente, que el duque de Gandía hubiera osado pasar de las palabras a los hechos, causó en Anna un gran desasosiego. Se preguntaba inquieta qué podía esperar de aquel individuo en su próximo encuentro. Anticiparlo le hacía un nudo en el estómago.
De nuevo mintió a su marido cuando este le preguntó cómo le había ido el día. No quería ni pensar en la reacción de su esposo de saber que el duque había estado hurgando bajo sus faldas. Aquel silencio, aquel disimulo, era como un muro pegajoso que se interponía entre ambos y que tenía el rostro lobuno del hijo del papa.
Niccolò observaba el acoso con preocupación. Apreciaba a Joan y estaba decidido a enfrentarse incluso físicamente al Borgia en defensa de Anna, aun sabiendo el peligro que ello comportaría. Lamentaba ver cómo la inquietud iba haciendo mella en su patrona y que unas sutiles ojeras aparecían en su rostro. No solo sentía admiración por ella, sino que su corazón latía acelerado cuando Anna le sonreía o se rozaban por accidente.
Ella se sinceraba con él y buscaba consuelo en su humor y su divertida cháchara. Él, por su parte, participaba no sin remordimientos en el engaño de aparentar frente a Joan que Anna controlaba la situación durante las visitas del hijo del papa.
—¿Qué puedo hacer, Niccolò? —le preguntaba en ocasiones angustiada.
—Embarazaros —repuso él un día.
—¿Qué?
—Que os quedéis en cinta.
—Eso no está en mis manos, sino en las del Señor —contestó ella con cierta turbación—. Estoy deseando darle un hijo a Joan, pero aún no he podido. Con mi anterior marido también tardé un tiempo antes de quedar en cinta.
—Os digo que finjáis estar embarazada —explicó el florentino mostrando una de sus astutas sonrisas—. He pensado bastante en ello. Los hombres, en general, respetamos el estado de gestación de la mujer, y a algunos incluso les restringe el deseo. Además, os permitirá una amplia gama de recursos, como náuseas, mareos y todo eso.
—Y ¿qué ocurrirá cuando resulte evidente que no doy a luz?
—Bien sabéis que muchos embarazos se malogran, y quizá por entonces el duque, ese muchacho caprichoso, haya perdido su interés por vos…
—¡Gracias, Niccolò! —exclamó Anna feliz.
Y después de darle un beso en la mejilla corrió a la búsqueda de su esposo para exponerle el plan.
Después de su conversación con Niccolò, Joan empezó a mirar a Miquel Corella con otros ojos. Las palabras del florentino no habían sido una completa sorpresa, pues al librero no se le escapaba el respeto, incluso el temor, con el que muchos trataban a su amigo valenciano. Sin embargo, jamás le había considerado un sicario, un asesino frío e insensible. Le era difícil encajar las distintas caras, algunas contradictorias, de aquel personaje. Sabía que era un hombre de profunda religiosidad, fiel devoto de la Virgen María, de misa diaria y lector asiduo de libros piadosos, lo que contrastaba con su tabique nasal roto varias veces y con aquellas facciones de toro dispuesto a embestir que mostraba al enojarse y que aterrorizaban a la gente.
Joan no podía evitar sentir cariño por aquel hombre, siempre dispuesto a degustar un buen libro y habitual de su librería. Era imprescindible para un caballero ofrecer una imagen culta y mostrar algún conocimiento de los clásicos. Sin embargo, don Michelotto no acudía solo porque fuera de buen tono dejarse ver entre libros, sino por un interés genuino. El valenciano no se limitaba a moverse por la librería y los salones; cruzaba con Joan el almacén de la trastienda e iba a los talleres de encuadernación e imprenta. Allí comentaba con Antonio, el maestro impresor, su trabajo con la
Divina comedia
y con Giorgio los preparativos para su encuadernación. En ocasiones parecía uno más del equipo.
Joan le comunicó el embarazo de Anna como cierto, pues fuera de la pareja solo serían partícipes del engaño Niccolò, María y Eulalia.
—¡Qué buena noticia! —celebró el valenciano—. ¡Trae una botella de vino!
Joan así lo hizo y brindaron por ello.
—Espero que seas tú el responsable —añadió Miquel con una sonrisa intencionada.
—No tengáis la más mínima duda —repuso Joan, molesto, arrastrando las palabras.
El valenciano rio al ver la expresión de Joan.
—Es una broma, hombre.
—Pues a mí no me hace ninguna gracia —le confió bajando la voz—. Juan Borgia sigue acosando a mi esposa y os pido, por la amistad que nos une, que le digáis que está embarazada y que la deje tranquila.
—El duque es mi señor —respondió Miquel, ahora reflexivo—. Y ya te dije que no tenemos la intimidad necesaria. Además, no creo que le guste que yo vaya diciéndole qué mujeres buscar.
—¡Ayudadme, por favor!
—Ya te di mi opinión hace tiempo. Veo que has decidido resistir el asedio y me temo que el Borgia considera cuestión de honor tomar esa fortaleza. —Miquel se encogió de hombros—. Yo no te puedo ayudar. Es tu esposa quien se lo debe decir; quizá logre enternecerle si muestra algunas lágrimas en los ojos.
—Estoy embarazada, señor —le dijo Anna al duque, mostrando una cintura algo más gruesa. Eulalia y María habían trabajado la tarde anterior ensanchando ligeramente el vestido y preparando de forma conveniente el relleno—. Haréis mejor uso de vuestro tiempo dedicándole vuestras atenciones a alguna doncella. Por favor, dejad de acosarme, os lo suplico. Vuestra presión me hace muy infeliz y eso no le conviene a mi estado.
—Pues dadme de una vez lo que os requiero, antes de que se os estropee más la figura —repuso él cortante.
Los ojos verdes de ella chocaron con la mirada oscura y fría de él. Anna sintió una rabia inmensa. Hubiera querido abofetear a aquel hombre, pero no se atrevía. Temía que la pagara con su esposo, que dejase caer su poder sobre su casa, sobre los suyos. Hasta aquel momento, aun mostrándose insultante con su marido, se había mantenido cortés con ella, pretendía seducirla. Aquel cambio de actitud, la brutalidad de su respuesta dejaban clara la naturaleza de aquel individuo y de sus intenciones.