Anna, una vez satisfecha su vanidad con las atenciones que el duque le dispensaba, quiso poner freno al entusiasmo de este. A pesar de haberle obsequiado al principio con algunas sonrisas y miradas, siguiendo los consejos de la propia Sancha con respecto a los hombres, no tenía ningún interés en ir más allá. Amaba a su esposo.
Empezó a racionar sus sonrisas, a mostrarse fría y a mencionarle su íntima amistad con Sancha cada vez que él se acercaba demasiado, convencida de que le desanimaría en sus pretensiones.
Sin embargo, aquella mañana comprendió que se había equivocado. Sin responder al saludo y la reverencia que le dedicó Niccolò, el duque se dirigió a ella, que correspondió a sus buenos días y a su sonrisa con una breve inclinación de cabeza.
—Me han dicho que en el salón interior guardáis los dos primeros libros de las
Vidas paralelas
del griego Plutarco —le dijo clavando sus ojos en ella—. Acompañadme, señora.
—Cierto, los tenemos en el salón, en edición latina —repuso Anna con una sonrisa comedida—. Niccolò os acompañará, su latín es mucho mejor que el mío.
—En efecto. —El florentino acudió con presteza a la insinuación de su ama—. Tenemos las vidas de Teseo y Rómulo, Licurgo y Numa, Pericles y Fabio Máximo…
—¡Apartaos de mí! —le cortó el duque con desdén—. Id al mostrador de la entrada y dejadnos solos.
Niccolò miró a Anna sin moverse.
—¡Obedeced! —insistió el Borgia arrastrando las sílabas—. Obedeced o haré que os arrepintáis.
—Hacedlo —dijo ella al fin. El duque no amenazaba en vano y temía por su amigo.
El florentino se dirigió moroso hacia la entrada para colocarse a cierta distancia en un lugar desde donde divisase tanto la puerta de entrada como a la pareja. Como todos en Roma, temía a aquel hombre, y aun así estaba decidido a acudir en ayuda de su patrona si esta la requería. El duque se desentendió de él y empezó a requebrar a Anna; parecía tener prisa.
—Enloquezco por vos, señora —le decía mientras se acercaba a ella.
—Creía que dedicabais toda vuestra locura a la princesa de Esquilache, mi amiga y cuñada vuestra, duque —le lanzó Anna.
El joven rio.
—Os equivocáis, señora —repuso avanzando hacia ella, que retrocedió ante su proximidad—. Aún me queda locura por vos, por vuestros ojos verdes, por esos bucles negro azabache que se escapan de la redecilla con que recogéis vuestro pelo, por los hoyuelos de vuestra sonrisa, por vuestro porte altivo…
Anna se dio cuenta de que se encontraba de espaldas a la puerta del salón pequeño y que, aun sin tocarla, el duque iba empujándola hacia su interior.
—Ya basta, duque —le cortó con firmeza, dando otro paso atrás—. Bien sabéis que soy una mujer casada.
—Y ¿qué importa eso? —Él rio, acercándose más—. No os quiero desposar.
Fue entonces cuando ella, temiendo lo que pudiera ocurrir si entraba en el salón, vacío en aquel momento, le detuvo con su mano, y él la tomó entre las suyas acariciándola.
—Amadme y os colmaré de bendiciones a vos y a los vuestros —le decía.
Cuando Anna vio venir a su esposo no pudo, a pesar de su inquietud, evitar compararlo con el Borgia. Era algo más alto que el duque y más robusto, y su mirada felina de ojos castaños, enmarcados por unas cejas poderosas, le confería aquel aspecto leonino tan característico de él. La librera conocía el brillo de aquella mirada, temió que Joan, en uno de sus impulsos, trajera la ruina a la familia, y soltándose de las manos del duque se apresuró a colocarse entre ambos. Juan Borgia, alertado primero por la mirada de Anna y después por su brusco movimiento, se volvió llevando la mano a la empuñadura de su espada. Joan se dijo que si su esposa no se hubiera interpuesto, poniéndole las manos en el pecho, habría llegado a tiempo para impedir desenvainar al duque. Ahora se enfrentaba a la mirada entre suplicante y severa de Anna, que tuvo el efecto de calmarle. Ella representaba a la familia, lo era todo.
—¿Conocéis a mi esposo, duque? —preguntó ella, aunque sabía la respuesta, al tiempo que se giraba sonriendo al portaestandarte del papa.
Con la presencia de su marido había recuperado el aplomo, y aquel se admiró de que incluso en aquella incómoda situación su esposa mantuviera su estilo. Los hombres intercambiaron una mirada y la del Borgia regresó a Anna.
—Le he visto antes —reconoció de mala gana.
—El duque de Gandía se interesa por la edición latina de las
Vidas paralelas
de Plutarco que tenemos en el salón pequeño —explicó Anna dirigiéndose a Joan—. En este momento iba a mostrarle los libros de que disponemos. ¿Nos acompañáis?
—Naturalmente —afirmó Joan con una ligera reverencia dirigida al hijo del papa—. Esta es mi casa y esta es mi mujer. —Y les dio una fuerza especial a las palabras
mi
y
mujer
—. Y en esta casa siempre encontraréis libros y lealtad a vos. Pero no busquéis nada más.
Ambos se contemplaron unos largos instantes y después el Borgia hizo un gesto desdeñoso.
—Mandadme los libros a mi casa con un criado —dijo altivo, hablándole a Anna—. Me quedaré con los que me interesen.
Y sin despedirse dio media vuelta para encontrarse con sus hombres, que le esperaban en la puerta. Los esposos aguardaron a que la comitiva desapareciera y después se miraron.
—Parece que el duque se interesa mucho por vos —le dijo Joan suspicaz.
—Eso parece. Pero nada tiene que ganar conmigo. Os amo a vos.
—Sin embargo, esa familiaridad al cogeros la mano…
—Confiad en mí. —Ella le sonreía—. Le he frenado de forma diplomática, no hacía falta vuestra intervención.
—No debería haberos tocado.
—Ha sido incómodo —repuso ella apurada—. Aunque creo que ha comprendido el mensaje que le dimos.
—Bueno, ya ha pasado. —Él deseaba consolarla y le sonrió al tiempo que le tomaba las manos para acariciarlas. Quería aliviar su tensión—. Ahora ya sabe que debe respetaros.
Niccolò observaba su cariño a distancia. Su faz de mirada aguda y observadora, que habitualmente mostraba una sonrisa irónica, tenía ahora una expresión grave. Su cabeza se movía en una suave negación.
«No, no ha pasado», pensó el florentino.
—Apenas hace tres meses que ese muchacho regresó de España y ya ha hecho cornudos a incontables maridos —dijo Miquel Corella cuando Joan le contó lo ocurrido en la última visita del duque de Gandía.
Joan miró a su amigo y protector con severidad. El valenciano había superado la treintena y le observaba con sus vivaces ojos oscuros y con una sonrisa en sus carnosos labios.
—No sé por qué os sonreís. A mí no me hace ninguna gracia.
—Mira, Joan, tú eres aún joven y no comprendes algunas cosas —repuso Miquel sin abandonar su sonrisa.
Y levantó su copa de vino dulce para brindar. Como el librero no mostró intención alguna de acompañarle, amplió su sonrisa divertida con un toque irónico, brindó al vacío y dio un buen trago. Se encontraban en el comedor de la casa del capitán de la guardia vaticana, que, ante la urgencia de Joan por hablarle, le había invitado a almorzar. En la sobremesa, la esposa de Miquel Corella, una joven y bella romana, se aseguró de que los criados los mantuvieran bien provistos de vino y pastelitos de almendras y se ausentó discretamente para que los hombres charlaran.
—Más joven es ese malcriado del duque y menos cosas entiende —contestó Joan airado.
—Sí, en eso tienes razón, aunque pocos se lo ponen tan difícil como tú.
—A ver si voy a ser yo culpable por defender a mi familia.
—Precisamente por eso muchos maridos y mujeres ceden. Por defender a sus familias y sus negocios.
—¡Bah! —Joan hizo un gesto de incredulidad y desdén.
—Y también sus vidas. —Ahora Miquel le contemplaba serio y Joan comprendió que le estaba advirtiendo.
—¿Queréis decir que…?
—Mira, Joan, los matrimonios entre nobles, también entre burgueses importantes, hasta incluso entre la plebe, se contraen buscando beneficios políticos y económicos. El hombre y la mujer se tienen que gustar solo lo suficiente para hacer hijos y así consolidar la alianza. Además, el marido acostumbra a tener su amante; es extraño encontrar un amor apasionado como el que tú sientes por Anna. —El valenciano hizo una pausa y observó unos instantes a su amigo, escrutando su expresión y tratando de adivinar sus pensamientos, antes de continuar—: Así que si el hombre más poderoso de Roma después del papa, un muchacho que no acepta negativas, se interesa por la mujer de uno de esos, lo primero en lo que piensa el marido es en su vida. Ya sabes, rara es la mañana en la que no aparecen flotando en el Tíber una docena de cadáveres. Su segundo pensamiento se centra en qué beneficio económico o político pueden obtener él y su familia.
—Yo he matado por Anna —dijo Joan, lentamente, sombrío.
—Fíjate en el caso de Alejandro VI y su última amante, a la que en Roma llaman Giulia la Bella —siguió Miquel sin hacerle caso—. Ella es una Farnesio y está casada con un Orsini al que llaman
el Tuerto
, que es hijo de una valenciana, una de los nuestros. Pues bien, cuando surgió el amor entre el papa y la Bella, cuarenta y tres años más joven que él, la suegra consiguió grandes prebendas para su hijo, que, a cambio, tuvo que dejar el campo libre yéndose a una lucrativa misión diplomática. Y para la familia Farnesio este enlace informal también ha representado importantes beneficios. El hermano de la Bella es ya cardenal sin siquiera tener los votos sacerdotales.
—Sin embargo, el papa no se impuso a la muchacha por la fuerza.
—Desde luego que no. A pesar de su edad, Alejandro VI tiene un magnetismo especial y una gran fuerza seductora. El poder es seductor, ya sabes.
Ambos se quedaron en silencio, mirándose. La sonrisa volvió a asomar a los labios de Miquel, cuyos ojos brillaban con el toque vidrioso que les daba el alcohol.
—Mira los aspectos positivos de la situación —dijo al rato.
Joan le observó incrédulo. Aquella faceta cínica de su amigo le sorprendía, le era difícil asimilar lo que le estaba diciendo. ¡Que buscara beneficio en una relación entre Anna y aquel miserable! Imaginar aquello le produjo una rabia intensa que le retorció los intestinos. Se levantó de un salto y, dando un puñetazo sobre la mesa que hizo sonar la vajilla, gritó:
—¡Yo he matado por Anna! ¡Y volveré a hacerlo si es preciso!
El valenciano se quedó mirándole sin mover un músculo; su copa continuaba en el aire. Su sonrisa había desaparecido y su rostro mostró aquella expresión suya de toro a punto de embestir que atemorizaba a la gente.
—¿Me amenazas? —dijo con suavidad.
Joan, aún de pie, notó que su cólera se mezclaba con un nuevo sentimiento: el miedo.
—A vos no.
—¿A quién, pues?
—A ese indigno que quiere holgar con mi mujer.
—Ese indigno es, por decisión de su padre, el confaloniero, el portaestandarte de la Iglesia, la cabeza de nuestro clan, al que los italianos llaman los
catalani
. Es mi señor y le debo respeto, obediencia y fidelidad. Protegeré su vida con la mía. Cuando le amenazas a él, me amenazas a mí.
Joan le miró desconsolado. Se veía con fuerzas para enfrentarse al Borgia, pero no quería hacerlo con Miquel. Además de considerarle su amigo, le debía un sinnúmero de favores, entre los que destacaban su librería y el apoyo que esta recibía del clan de los
catalani
.
—Pero es un indigno y un miserable —musitó.
—Siéntate. —La expresión del valenciano se había suavizado y Joan obedeció.
—¿Cómo ha podido darle el papa tanto poder a ese chico? —se lamentó el librero—. Me dijisteis que el pontífice supo de su conducta en Barcelona. Y ahora el duque de Gandía se comporta peor aún, solo que aquí en Roma no hay nadie que le pueda poner freno.
—Mira, Joan —repuso el valenciano en tono conciliador—. No digo que no tengas razón. Alejandro VI tiene grandes virtudes, pero hay quien dice que tiene dos defectos. Uno es su pasión por las mujeres, aunque no tiene nada de promiscuo y siempre ha mantenido relaciones estables. Y el otro es su amor desmesurado por la familia. Podríamos decir que es un excelente esposo y padre, aunque demasiado condescendiente.
—Pero un mal papa. El pontífice debería ser casto y no tener hijos.
—No necesariamente en estos tiempos que vivimos.
—Y ¿por qué no?
—Porque muchos eclesiásticos tienen hijos, aunque los llamen sobrinos. Y porque Alejandro VI, que es un hombre muy religioso, ha decidido actuar a la vez como rey y como papa.
—Y ¿por qué como rey?
—Pues porque tiene que defender a la Iglesia y sus posesiones terrenales de las ambiciones de sus enemigos, igual que lo haría un rey. Y de la misma forma en la que los reyes casan a sus hijos para establecer alianzas, él casa a los suyos. Sin un poder terrenal, sin un ejército, el papa se convierte en un títere en manos de los poderosos, como tantas veces ha ocurrido en la historia y estuvo a punto de ocurrir con la última invasión francesa. Los reyes y emperadores han puesto y depuesto papas. Y nosotros, al no ser italianos, carecemos de fortalezas, ejércitos y dominios propios en Roma, o cerca de aquí, como los tienen las grandes familias italianas que pretenden que el papa sea uno de los suyos. Como los Orsini, y tantos otros. El papa necesita su propia familia y Alejandro VI la tiene en sus hijos y en nosotros, los
catalani
. Solo logrando la independencia que confieren la fuerza de los ejércitos y la diplomacia puede el papa actuar libremente como pastor de su rebaño y cabeza de la Iglesia.
—Y ¿qué tiene eso que ver conmigo? —se lamentó Joan.
—Pues que el papa está ciego en lo que se refiere a Juan Borgia. Le cree lleno de virtudes y piensa que como capitán general de su ejército reconquistará los territorios del papado que ahora controlan una serie de tiranuelos y que meterá en cintura a la poderosa familia Orsini, que siempre ha sido su enemiga.
—¿Vos creéis que lo logrará? ¿Es el duque un buen militar?
Miquel se encogió de hombros y después de meditar la respuesta dijo:
—No lo sé. No es lo mismo ser un pendenciero que un buen general. Pienso que su hermano César sería mucho mejor general y político, pero el papa lo destina a la carrera eclesiástica. En todo caso, el duque de Gandía intentará cumplir, y yo debo darle todo mi apoyo.