Sortilegio (97 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Sortilegio
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Pero a la tarde siguiente, cuando Cal por fin se despertó en casa de Gluck, todos comprendieron inmediatamente, y sin ningún género de dudas, que había algo en él que se encontraba profundamente trastornado. Se le abrieron los ojos, sí, pero Cal no estaba presente en ellos. Tenía la mirada desprovista de cualquier matiz que indicara reconocimiento o reacción. Tanto la mirada como el mismo Cal estaban tan vacíos como una página en blanco.

Suzanna no podía saber —ninguno de ellos podía hacerlo— lo que Cal habría compartido con Uriel durante la confrontación que habían sostenido, pero si cabía dentro de lo posible hacer un cálculo fundado. Si la experiencia que la muchacha tenía del menstruum le había enseñado algo, ello era que todo intercambio es en realidad una calle de doble sentido. Cal había conspirado con la chaqueta de Immacolata para darle a Uriel la visión que éste deseaba, pero, ¿qué le había dado a él a cambio aquel espíritu lunático?

Cuando, después de dos días sin que hubiera ningún síntoma de mejoría en el estado de Cal, requirieron la ayuda de los expertos, los médicos, sin embargo, y a pesar de que le hicieron todas las pruebas posibles, no encontraron que tuviera nada mal fisiológicamente hablando. Aquello no era un estado de coma, aventuraron, sino más bien una especie de trance; y no conocían ningún precedente, excepto quizá el sonambulismo. Uno de ellos incluso llegó a sugerir que aquella condición podía estar producida por el mismo Cal, posibilidad ésta que Suzanna no descartaba del todo.

Finalmente anunciaron su incapacidad para encontrar los motivos por los que el paciente no estuviera ya levantado y despierto, gozando de una vida saludable. Había motivos de sobra, pensó Suzanna, pero ninguno que ella pudiera ponerse a explicar. Quizá fuera, sencillamente, que Cal había visto demasiadas cosas, y que aquel empacho lo hubiese dejado indiferente a la existencia.

3

Y el polvo seguía rodando.

A veces a Cal le daba la impresión de oír voces en el viento; unas voces muy lejanas. Pero desaparecían con la misma rapidez con que se presentaban, y después volvían a dejarlo allí solo. Y aquello era lo mejor que podía ocurrirle, al menos él así lo entendía, porque si verdaderamente existía un lugar más allá de aquel territorio desierto y las voces que oía lo que pretendían era convencerlo para que regresara, estaba seguro de que ello le ocasionaría dolor, y se encontraba mejor, como ahora, sin dolor. Y además, seguro que antes o después los habitantes de aquel otro lugar vendrían hasta él. Se marchitarían, morirían y se unirían al polvo de aquel páramo desierto. Así era cómo ocurrían las cosas; siempre había sido así y siempre lo sería.

Todo se convertía en polvo.

4

Cada día Suzanna pasaba varias horas hablándole a Cal, explicándole cómo había ido el día, a quién había visto, mencionándole los nombres de la gente que él conocía y los lugares donde había estado, con la esperanza de sacarlo de aquella inercia. Pero no había ninguna reacción; ni el menor indicio.

En ocasiones la muchacha era presa de una callada rabia ante la aparente indiferencia que Cal mostraba hacia ella, y le decía a aquella cara inexpresiva que estaba portándose como un verdadero egoísta. Ella lo amaba, ¿es que no lo sabía? Lo amaba y quería que volviera a conocerla y a estar con ella. En otras ocasiones Suzanna llegaba al borde de la desesperación, y por más que se esforzaba no conseguía reprimir algunas lágrimas producto de la frustración y la infelicidad. Y entonces abandonaba la cabecera de la cama hasta que comprendía que se había tranquilizado de nuevo, porque tenía miedo de que en algún lugar de la cabeza, herméticamente cerrada, de Cal, éste llegase a oír el dolor que ella sentía y se hundiese aún más hacia dentro de sí mismo.

Incluso trató de llegar hasta él valiéndose del menstruum, pero Cal se había convertido en toda una fortaleza, y aquel cuerpo sutil que la muchacha poseía sólo consiguió asomarse al interior de él, pero no entrar. Lo que el menstruum vio no le produjo a Suzanna ningún motivo de optimismo. Fue como si Cal estuviera deshabitado.

5

Al otro lado, el exterior de la ventana de la casa de Gluck, la historia era la misma: había bastantes pocas señales de vida. Aquél era el invierno más duro en lo que llevaban de siglo. La nieve caía sobre mantos de nieve; y el hielo congelaba el hielo.

A medida que el mes de enero seguía avanzando lentamente hacia su triste final, la gente fue dejando de preguntar por Cal con tanta frecuencia como antes. Tenían sus propios problemas con aquella estación del año tan horrible, y les resultaba relativamente fácil dejar de pensar en Cal, ya que éste no estaba sufriendo ningún dolor; o por lo menos ningún dolor que pudiera expresar. Hasta Gluck sugirió a Suzanna, con mucho tacto, que estaba dedicando demasiado tiempo a cuidar de él. Ella también tenía que curarse; tenía una vida a la que, de algún modo, debía poner orden; había que empezar a hacer planes para el futuro. Había hecho ya todo lo que podía esperarse de una amiga abnegada, incluso más, arguyo Gluck, y debería empezar a compartir la carga con otros.

Suzanna le dijo que no podía.

Él le preguntó por qué.

La muchacha le contestó que porque lo amaba y deseaba estar con él.

Aquélla, naturalmente, no era más que media respuesta. La otra media era el libro.

Allí seguía, en la habitación de Cal, en el mismo sitio donde ella lo había puesto el día en que regresaran de la colina de Rayment. Aunque había sido el regalo que Mimi le había hecho a Suzanna, la magia que ahora contenía significaba que ya no podía abrirlo sola. Lo mismo que había necesitado a Cal en el Templo para usar la energía del Telar y cargar el libro con los recuerdos de los dos, de igual manera ahora lo necesitaba de nuevo si es que tenían que darle la vuelta a aquel proceso. La magia flotaba en el espacio existente entre ellos. Suzanna ya no podía reclamar como propio algo que ambos habían imaginado juntos.

Hasta que Cal despertase las
Historias de los lugares secretos
permanecían sin ser narradas. Y si él no despertaba nunca, así permanecerían para siempre.

6

A mediados de febrero, con la falsa insinuación de un deshielo en el aire, Gluck se trasladó a Liverpool y, a fuerza de hacer discretas indagaciones en la calle Chariot, localizó a Geraldine Kellaway. Ésta regresó con él a Harborne para visitar a Cal. La condición en que se encontraba le produjo una gran impresión, ni que decir tiene, pero poseía esa vena de pragmatismo que la llevaba a buscarse la primera infusión de té después de Armagedón, de modo que al cabo de una hora ya estaba a la altura de las circunstancias.

Regresó a Liverpool al cabo de dos días, de vuelta a la vida que había establecido en ausencia de Cal, prometiendo volver a visitarlos.

Si Gluck había esperado que la aparición de Geraldine ayudaría a romper el punto muerto del estupor de Cal, se llevó una desilusión. El sonámbulo continuó igual durante todo febrero y los primeros días de marzo, mientras en el exterior el deshielo se retrasaba más y más.

Durante el día lo trasladaban desde la cama hasta la ventana, y Cal se quedaba allí sentado mirando la extensión de suelo cubierto de escarcha que había detrás de la casa de Gluck. A pesar de que estaba bien alimentado, pues masticaba y tragaba con la eficacia mecánica de un animal; a pesar de que lo afeitaban y bañaban a diario; a pesar de que lo obligaban a ejercitar las piernas para que los músculos no se le atrofiasen, era evidente para los pocos que seguían viniendo a visitarlo, y especialmente para Suzanna y Gluck, que se estaba disponiendo a morir.

7

Y el polvo seguía rodando.

VI. ENCANTAMIENTO
1

Si Finnegan no la hubiera llamado, Suzanna nunca habría ido a Londres. Pero la había llamado, y la muchacha fue a Londres movida más por la insistencia de Gluck que porque le entusiasmase grandemente el viaje.

Sin embargo, tan pronto como hubo salido de la casa y emprendió el viaje, empezó a notar que el peso de las últimas semanas se le aligeraba un poco. ¿No le había dicho ella misma en una ocasión a Apolline que existía consuelo en el mero hecho de estar, por lo menos, vivos? Era cierto. Tendrían que aprovechar todo lo que pudieran el hecho de estar vivos, y no quedarse suspirando por aquellas cosas que las circunstancias les habían negado.

Encontró a Finnegan bajo de moral. Su carrera en el Banco había tenido tropiezos últimamente, y necesitaba un hombro en el que desahogarse. Suzanna le ofreció el suyo de buena gana, más que satisfecha de oír todo el catálogo de infortunios de aquel hombre si ello servía para distraerla de su propia aflicción. Finnegan le recordó, cuando hubo terminado de quejarse y de rechinar los dientes, algo que ella había dicho en cierta ocasión acerca de casarse con un banquero. Finnegan se preguntaba si, puesto que por lo visto pronto iba a quedarse sin empleo, Suzanna querría volver a considerar la cuestión. Por el tono que utilizó, quedaba claro que no esperaba un sí por respuesta, y no lo obtuvo. Pero Suzanna le aseguró que esperaba que siempre fueran amigos.

—Eres una mujer extraña —le dijo él cuando se separaron y sin que viniera especialmente a cuento.

Suzanna se tomó aquel comentario como un halago.

2

Cuando regresó a Harborne era ya última hora de la tarde. Se avecinaba otra noche de heladas que perlaría las aceras y los tejados.

Cuando subió al piso de arriba de la casa se encontró que el sonámbulo no estaba en un sillón, sino sentado en la cama y apoyado contra un montón de almohadones; tenía los ojos vidriosos, como siempre. Parecía enfermo; la marca que la revelación de Uriel le había dejado en el rostro resaltaba lívida en aquel cutis tan pálido de Cal. Suzanna se había ido por la mañana temprano, de modo que no había tenido tiempo para afeitarlo, y se disgustó al ver el aspecto de casi completo abandono que aquel descuido sin importancia había ocasionado en Cal. Hablándole en voz baja Suzanna empezó a contarle dónde había estado mientras lo conducía desde la cama hasta el sillón que había junto a la ventana, donde la luz era un poco mejor. Luego cogió la máquina de afeitar eléctrica del cuarto de baño y se puso a afeitarle la barba a Cal.

Al principio aquello, el hecho de tener que atenderlo en todo, le había parecido a Suzanna una cosa horripilante, e incluso la había disgustado. Pero con el tiempo se había ido endureciendo, y había llegado a considerar los trabajos rutinarios necesarios para mantenerlo presentable como un medio de expresar el cariño que sentía por él.

Ahora, no obstante, mientras las tinieblas iban devorando la luz en el exterior, la muchacha sintió que aquellas ansiedades de los primeros días volvían a surgir con fuerza en su interior. Quizá se debiera al hecho de que había pasado el día fuera de aquella casa y sin la compañía de Cal, pero el caso es que algo la hizo sensible a aquella experiencia de nuevo. Quizá también fuera debido al presentimiento que tenía de que los acontecimientos se estaban acercando al final; que ya no habría muchos días más en que tuviera que afeitar y bañar a Cal. Que casi había acabado todo.

La noche cayó tan rápidamente sobre la casa que la habitación pronto estuvo demasiado oscura para poder trabajar con comodidad en ella. Suzanna se dirigió a la puerta y encendió la luz.

El reflejo de Cal apareció en la ventana, destacando en el cristal en contraste con la oscuridad reinante en el exterior. Suzanna lo dejó mirando fijamente aquel reflejo mientras iba a buscar el peine.

Había algo en aquel vacío que Cal tenía ante sí, aunque éste no consiguiera ver bien qué era. El viento era demasiado fuerte, y Cal, como siempre, no era más que polvo en medio de aquel vacío.

Pero la sombra, o lo que fuese, persistía, y a veces —cuando el viento amainaba un poco— a Cal le parecía que casi podía verla contemplándolo fijamente. Cal le devolvió la mirada, y la sombra se la sostuvo, de modo que, en lugar de seguir volando y alejarse, el polvo del que estaba hecho quedó inmóvil momentáneamente.

Al devolverle Cal aquel escrutinio, el rostro que tenía ante sí se hizo más claro. Lo conocía vagamente de algún lugar que había obtenido y después había perdido. Los ojos de aquella cara, y la mancha que la recorría desde la raíz del pelo hasta la mejilla, pertenecían a alguien que había conocido en otro tiempo. Ello lo irritó, al no ser capaz de recordar dónde había visto a aquel hombre con anterioridad.

No fue la cara misma lo que finalmente se lo recordó, sino la oscuridad contra la cual resaltaba.

La última vez que había visto a aquel desconocido, quizá la
única
vez, el hombre también se encontraba resaltando contra una oscuridad semejante. Una nube quizá, atravesada por relámpagos. Aquella nube tenía un nombre, pero todavía quedaba más fuera de su alcance; no obstante, lo que sí recordaba era el momento en que aquel encuentro había tenido lugar; y algunos momentos del viaje que lo había llevado hasta allí. Él iba en una
ricksha
, y había atravesado una región donde el tiempo, de algún modo, quedaba fuera de lugar. Donde el hoy respiraba el aire del ayer y del mañana.

Por curiosidad quería averiguar el nombre de aquel desconocido antes de que el viento lo atrapase y lo hiciera ponerse en movimiento de nuevo. Pero él era polvo, así que le resultaba imposible hacer preguntas. En lugar de ello empujó las motas de polvo con las que estaba constituido hacia la oscuridad en la que revoloteaba la misteriosa cara, al tiempo que alargaba la mano para tocarla.

Pero no entró en contacto con una cosa viva, sino con un vidrio frío. Los dedos se le cayeron de la ventana, y los círculos de calor que habían dejado en el cristal se fueron empequeñeciendo.

«Si lo que tenía ante sí era cristal —pensó Cal débilmente—, entonces lo más seguro era que se estuviese mirando a sí mismo. El hombre que había conocido de pie a contraluz de aquella nube sin nombre, aquel hombre era
él mismo.»

Un rompecabezas esperaba a Suzanna cuando regresó a la habitación. Estaba casi segura de que había dejado a Cal con las manos sobre el regazo, pero ahora el brazo derecho le colgaba a un lado. ¿Habría intentado moverse? Si así era, aquél era el único movimiento independiente que Cal había hecho desde que entrara en trance.

Se puso a hablar suavemente; le preguntó si la oía, si la veía o si sabía quién era ella. Pero, como siempre, fue aquélla una conversación en una sola dirección. O la mano sencillamente se le había resbalado del regazo, o Suzanna estaba equivocada y no la había tenido nunca en tal sitio.

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