Sortilegio (95 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Sortilegio
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Suzanna se dio la vuelta para mirar brevemente hacia la colina, en la confianza de llegar a divisar alguna señal que contradijese a Hamel, pero nada se movía allí. La niebla seguía aposentada en la cima; y la tierra removida en torno a la misma estaba quieta.

—¿Vienes? —le preguntó él.

La muchacha lo siguió con el pulso golpeándole en la cabeza; dio el primer paso entre la nieve y el segundo entre matorrales. En lo más profundo del escondite había una niña que lloraba con sollozos inconsolables.

—Mira a ver si puedes hacer que se calle, Hamel —le pidió Suzanna—. Pero con
suavidad
.

—¿Nos vamos o no nos vamos? —quiso saber Hamel.

—Sí —concedió Suzanna—. Tenemos que hacerlo. Sólo que antes quiero ver a Cal de vuelta aquí.

—No hay
tiempo —
insistió él.

—De acuerdo —aceptó la muchacha—. Ya lo he oído. Nos iremos. —Hamel lanzó un gruñido y se alejó de ella— ¿Hamel? —lo llamó Suzanna.

—¿Qué?

—Gracias por venir a buscarme.

—Lo que quiero es salir de aquí —le dijo él llanamente; y se fue en busca de la niña que lloraba dejando a Suzanna, quien regresó al puesto de vigilancia que ofrecía mejor vista de la colina.

Allí había varios Videntes vigilando.

—¿Alguna novedad? —le preguntó Suzanna a uno de ellos.

El otro no tuvo necesidad de responder. Un murmullo que circuló entre todo el grupo le hizo volver la mirada hacia la colina.

La nube de niebla se estaba removiendo. Era como si algo existente en medio de la misma hubiera respirado profundamente, porque la nube se dobló sobre sí misma y comenzó a hacerse cada vez más pequeña, hasta que la fuerza que la había ocupado se hizo visible.

Uriel había encontrado al Vendedor. Aunque era el cuerpo de Shadwell el que se alzaba en el fango de la colina de Rayment, los ojos le ardían con una luz seráfica. A juzgar por el modo resuelto en que estudiaba el terreno, quedaban muy pocas dudas acerca de que el estado distraído que lo había suavizado antes le durase aún. El Ángel ya no estaba perdido en medio de un vacío añorado. Sabía tanto dónde estaba como por qué se encontraba allí.

—¡Tenemos que huir! —dijo Suzanna—. Los niños primero.

La orden no fue nada prematura, pues en el mismo momento en que el mensaje se difundía entre los árboles y los fugitivos emprendían su última carrera en busca de la seguridad, Uriel volvió sus ojos asesinos hacia el campo que se hallaba al pie de la colina de Rayment y la nieve empezó a arder.

IV. SIMETRÍA
1

Cuando Nimrod y él llegaron allí, no quedaba el menor rastro visible del camino que Cal había seguido al atravesar el campo de la parte de atrás de la colina; la ventisca lo había borrado por completo. Lo único que podía hacer era adivinar el sendero que había seguido y excavar en las cercanías del mismo con la esperanza de toparse por casualidad con el paquete que había perdido. Pero eso era casi imposible. La trayectoria que había seguido hacia la colina, había sido cualquier cosa menos directa —la fatiga lo había hecho ir tambaleándose y describiendo curvas como un borracho—, y desde entonces el viento había vuelto a colocar el manto de nieve de tal manera que en algunos lugares era lo bastante profundo como para poder enterrar en él a un hombre en posición vertical.

La nieve al caer oscurecía la cima de la colina la mayor parte del tiempo, de modo que Cal sólo podía suponer lo que estaba sucediendo allá arriba. ¿Qué posibilidades de sobrevivir tenía cualquiera contra Shadwell y el Azote? Seguramente pocas, y quizá ninguna. Pero Suzanna era otra cosa, pues, contra todas las previsiones posibles, a él había conseguido sacarlo con vida del Torbellino, ¿no era cierto? El hecho de imaginarse a la muchacha sobre la colina intentando distraer la mirada fatal de Uriel, le sirvió de acicate para excavar con mayor ahínco, aunque en realidad no tuviera la menor esperanza de encontrar la chaqueta.

Y poco a poco la excavación hizo que Nimrod y él se fueran separando, hasta que Cal ya no pudo ver a su compañero de búsqueda entre aquella cortina de nieve. Pero en un momento dado Cal oyó al otro hombre lanzar un grito de alarma y al volverse vio un brillo que oscilaba en la gran extensión de nieve que había detrás de él. Algo estaba ardiendo en la colina. Cal echó a andar hacia el brillo, pero el sentido común prevaleció sobre el heroísmo. Si Suzanna estaba viva, pues estaba viva. Si estaba muerta, él, al abandonar la busca, no haría más que desperdiciar el sacrificio que la muchacha había hecho.

Al emprender la busca de nuevo, olvidándose de cualquier pretensión de sistematizar el trabajo, empezó el rugido de la colina, que fue en aumento hasta convertirse en el estruendo de tierra en erupción. Esta vez no se dio la vuelta para mirar hacia atrás, ni trató de perforar con la mirada aquel velo de nieve buscando noticias de amor; se limitó a seguir cavando con ahínco y la pena que sentía se convirtió en el combustible para aquella tarea.

Con las prisas estuvo a punto de perder el tesoro que buscaba en el mismo momento de encontrarlo, ya que empezó a cubrir el papel que asomaba entre la nieve antes de que el cerebro tuviera tiempo de comprender de qué se trataba. Cuando se percató de lo que era, Cal empezó a escarbar como un terrier, levantando la nieve y echándola detrás de él sin atreverse del todo a creer que había encontrado el paquete. Mientras excavaba, el viento hizo llegar hasta él una voz, que volvió a llevarse en seguida: un grito de socorro desde algún punto de aquella extensión nevada. No era Nimrod, de modo que Cal siguió cavando. La voz le llegó de nuevo. Levantó la mirada, con los ojos medio cerrados para intentar ver entre la violenta embestida de fuego y tierra. ¿Había alguien abriéndose paso entre la nieve a una cierta distancia de él? Igual que la voz, lo que veía también iba y venía.

El paquete se mostraba igualmente evasivo. Pero cuando ya empezaba a creer que estaba equivocado, y que allí no había nada que encontrar, los dedos helados se le cerraron en torno al objeto. Al sacarlo de la nieve, el papel, que estaba empapado como una sopa, se rasgó, y el contenido cayó sobre la nieve. Había una caja de puros; algunas chucherías; y también la chaqueta. La levantó del suelo. Si en la casa de Gluck el aspecto de la prenda no había tenido nada de extraordinario, ahora aún lo tenía menos. Cal confiaba en que alguien de entre los que se ocultaban en el bosque tuviera algún indicio de cómo desencadenar los poderes de la chaqueta, porque él, desde luego, lo ignoraba.

Se dio la vuelta buscando a Nimrod para darle la noticia, y entonces vio a dos figuras que avanzaban hacia él con gran trabajo, una de ellas sosteniendo a la otra. Una era Nimrod; el hombre al que ayudaba —seguramente el mismo que Cal había oído y vislumbrado unos instantes antes— iba tan envuelto en ropa para protegerse que resultaba irreconocible. A pesar de todo Nimrod ya había visto el trofeo que Cal tenía levantado para mostrárselo, y estaba animando al otro hombre a fin de que se apresurara, gritándole algo a Cal al tiempo que se acercaba. El viento se llevó las palabras, pero Nimrod las repitió cuando estuvo más cerca.

—¿Es éste un amigo tuyo?

El hombre al que Nimrod casi llevaba en vilo levantó la cara, toda llena de nieve, y manipuló con torpeza la bufanda que le cubría la mitad del rostro. Antes de que se la hubiera bajado del todo, Cal dijo:

—¿Virgil?

El hombre se quitó la bufanda y Cal se encontró con Gluck, que le estaba mirando con una mezcla de vergüenza y triunfo en dosis iguales.

—Perdóname —le dijo a Cal—. Era necesario que estuviese aquí. Tenía que verlo.

—Si es que
queda
algo para ver —gritó Nimrod por encima del estruendo del viento.

Cal se volvió a mirar en dirección a la colina de Rayment. Entre las ráfagas de viento y nieve se veía claramente que la cima de la colina se había abierto por completo a causa de una explosión. Por encima de la misma se alzaba un velo de humo, iluminado desde debajo por las llamas.

—El bosque... —empezó a decir. Y olvidándose de Nimrod y de Gluck echó a andar abriendo un surco en la nieve en dirección a la colina y a lo que se extendía más allá.

2

No había nada arbitrario en el ataque del Azote. Estaba destruyendo sistemáticamente todo el campo y la zona circundante a sabiendas de que, antes o después, sus ojos divisarían a las criaturas cuya proximidad ya podía oler. Entre los árboles se estaba llevando a cabo una retirada bastante organizada; los niños, acompañados por guardianes o por los padres, iban avanzando hacia la parte de atrás del bosque hasta salir al descubierto. Pocos más se movieron, la mayoría permaneció en su puesto conservando la integridad de su escondite. Suzanna no sabía si ello se debía a desconfianza o a mero fatalismo; quizá hubiera un poco de ambas cosas. Pero por mucho que se esforzasen, el repertorio de encantamientos estaba casi agotado. Ahora era cuestión de segundos más que de minutos el que la mirada de Uriel-dentro-de-Shadwell alcanzase los árboles. Y cuando eso sucediera los bosques arderían, invisibles o no.

Hamel estaba al lado de Suzanna mientras ésta observaba cómo el Ángel se acercaba.

—¿Vienes? —le preguntó.

—Dentro de un momento.

—Tiene que ser ahora o nunca.

En ese caso puede que fuera nunca. Suzanna se encontraba tan absorta por el formidable poder que se estaba desencadenando ante ella, que no era capaz de apartar la mirada, llena de asombro. Le fascinaba que una fuerza de tal magnitud se inclinase hacia aquel sórdido afán de atrocidad; había algún error en la realidad que hacía aquello posible sin ofrecer curación, ni esperanza de curación.

—Tenemos que irnos —insistió Hamel.

—Pues marchaos —le dijo ella.

A Suzanna se le estaban acumulando las lágrimas en los ojos. Y le daba rabia que le impidieran ver con claridad. Pero sintió que el menstruum le subía junto con las lágrimas; y en esta ocasión no era para protegerla, sino para estar con ella en el último momento, para proporcionarle alguna pequeña cantidad de gozo.

El Ángel levantó los ojos. Suzanna oyó gritar a Hamel. Luego los árboles que se encontraban a la derecha de la muchacha estallaron en llamas.

Al abrirse una brecha en la pantalla protectora se oyeron gritos en las profundidades del bosque.

—¡Sálvese quien pueda! —
gritó alguien.

Al oír a su presa, el Azote hizo que el rostro de Shadwell sonriera: una sonrisa con la que poner fin al mundo. Luego, cuando Uriel reunió un fuego final para destruir los encantamientos para siempre, la sonrisa se intensificó en aquel cuerpo hinchado.

Un segundo antes de que aquel fuego estallase, se oyó una voz que decía:

—¿Shadwell?

Era el nombre del Vendedor el que habían pronunciado, pero fue Uriel el que se volvió para mirar, posponiendo momentáneamente aquella calamitosa mirada suya.

Suzanna dejó de observar al Azote y miro al que había hablado.

Era Cal. Avanzaba sobre el suelo humeante que antes había sido un campo cubierto de nieve al pie de la colina; y caminaba directo hacia el enemigo.

Al ver a Cal, Suzanna no titubeó un instante en abandonar su escondite. Salió del margen de los árboles hasta ponerse al descubierto. Y no lo hizo sola. Aunque no apartó los ojos de Cal ni un instante, oyó murmullos y pisadas a su lado que indicaban que los Videntes estaban saliendo del escondite; aquel gesto de solidaridad para enfrentarse a la extinción conmovió profundamente a Suzanna. En el momento final, decían con aquel gesto de hacerse visibles, estamos juntos. Cucos y Videntes, partes de una única historia.

Todo lo cual impidió que una voz llena de pavor y respeto, que Suzanna reconoció como la de Apolline, dijera:

—¿Es que ese hombre ha perdido el puñetero juicio?

Mientras tanto Cal continuaba avanzando por la tierra que Uriel había convertido en un terreno baldío.

Detrás de Suzanna el crepitar de las llamas, avivadas por el viento, iba aumentando hasta extenderse por los árboles. El resplandor del fuego bañaba el suelo, lanzando las sombras de los Videntes hacia las dos figuras que había en el campo, un poco más adelante. Shadwell, con su estupenda ropa rasgada y chamuscada y la cara más pálida que un muerto. Y Cal, con los zapatos de piel de cerdo y la luz de las llamas haciendo que las hebras de su chaqueta brillasen.

No; no eran las hebras de
su
chaqueta; era de Shadwell. La de las ilusiones.

¿Cómo podía haber sido Suzanna tan lenta como para no darse cuenta antes? ¿Sería por el hecho de que a Cal la prenda le sentase tan bien, a pesar de haber sido hecha para un hombre de la mitad de su tamaño? ¿O sería sencillamente que la cara de Cal había acaparado toda su atención, aquella cara que, precisamente en aquel momento, tenía esa expresión decidida que la muchacha había llegado a amar?

Cal se encontraba a menos de diez metros del Azote, y ahora estaba de pie, quieto.

Uriel-en-Shadwell no decía nada, pero había un desasosiego en el cuerpo del Vendedor que amenazaba con detonar de un momento a otro.

Cal se esforzó por desabrocharse la chaqueta a tientas, frunciendo el ceño por la ineptitud de que hacían gala sus dedos. Pero al cuarto intento le cogió el truco y la chaqueta quedó abierta.

Una vez hecho eso, habló. La voz le salió débil, pero no temblorosa.

—Tengo algo que enseñarte —le dijo.

Al principio Uriel-en-Shadwell no mostró reacción alguna. Y cuando lo hizo, no fue el poseedor quien contestó, sino el poseído.

—No hay nada ahí que yo quiera —le respondió el Vendedor.

—No es
para
ti —insistió Cal con voz cada vez más segura—. Es para el Ángel del Edén. Para Uriel.

Esta vez ni el Azote ni el Vendedor respondieron. Cal cogió la parte delantera de la chaqueta y la abrió, dejando al descubierto el forro.

—¿No quieres mirar? —inquirió.

Obtuvo el silencio por respuesta.

—Cualquier cosa que veas —continuó diciendo Cal—. Cualquier cosa, tuya es.

Alguien que estaba junto a Suzanna susurró:

—Pero, ¿qué se cree que está haciendo?

Suzanna lo sabía; pero no malgastó un esfuerzo precioso en contestar la pregunta. Cal necesitaba todo el poder que pudiera transmitirle con la mente: toda su esperanza, todo su amor.

De nuevo Cal se dirigió al Azote.

—¿Qué ves? —le preguntó.

Esta vez obtuvo una respuesta.

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