Sortilegio (90 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Sortilegio
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Sacudió a Gluck por un brazo, diciéndole que se despertase, pero el hombre nadaba en aguas profundas y no salió a la superficie hasta que Cal dijo:


Virgil
.

Al oír aquello, Gluck abrió los ojos como si lo hubiesen abofeteado.

—¿Qué? —inquirió. Miró a Cal con los ojos medio cerrados—. Oh, es usted. Me pareció haber oído... —Se pasó la palma de la mano por las somnolientas facciones—. ¿Qué hora es?

—No sé. Alguna hora de la mañana.

—¿Quiere un poco de té?

—Gluck, creo que sé dónde están.

Aquellas palabras hicieron que Gluck volviera en sí del todo. Se levantó.

—¡Mooney! ¿En serio? ¿Dónde?

—¿Qué sabe usted de un lugar llamado la colina de Rayment?

—Nunca he oído hablar de él.

—Pues ahí es donde están.

DECIMOTERCERA PARTE

NOCHE DE MAGIA

Los bosques son preciosos, oscuros y profundos. Pero tengo promesas que cumplir, y kilómetros que recorrer antes de dormirme.

Robert Frost,

Parada junto a los bosques en una tarde de nieve.

I. VENTISCA
1

El hielo había parado los relojes de Inglaterra.

Aunque los meteorólogos habían predicho con más de una semana de antelación que las condiciones meteorológicas serían siberianas, el repentino descenso de la temperatura cogió al país, como siempre, desprevenido. Los trenes habían dejado de circular; los aviones permanecían en tierra. Las líneas de tendido eléctrico y telefónico se habían caído en Yorkshire y en Lincolnshire; algunas aldeas, e incluso varias ciudades pequeñas de los condados del Sur se encontraban aisladas por la nieve. La súplica que emitían repetidamente los medios de comunicación era que la gente permaneciera en sus casas; consejo que en gran parte fue obedecido, con lo cual la industria y el comercio disminuyeron, y en algunas zonas incluso quedaron totalmente interrumpidos. Nadie se movía, y tenían buenas razones para ello. Grandes tramos de las autopistas estaban cerrados o bloqueados bien por la nieve, bien por vehículos atascados; las carreteras más importantes eran una pesadilla, y las secundarias se habían hecho intransitables. A todos los propósitos la Isla de los espectros había quedado paralizada.

2

A Cal le costó algún tiempo localizar la colina de Rayment entre la extensa provisión de mapas de Gluck, pero por fin la encontró: se hallaba en Somerset, al sur de Glastonbury. En condiciones normales se encontraba a una hora de coche por la M5. Pero aquel día, sin embargo, sólo Dios sabía cuánto se podría tardar.

Gluck, naturalmente, deseaba acompañarlo, pero Cal tenía la sospecha de que si realmente los Videntes se escondían en aquella colina, no se tomarían a bien que llevase consigo a un desconocido. Se lo explicó a Gluck con toda la amabilidad de que fue capaz. Pero Virgil, por más que lo intentó, no consiguió disimular el desengaño que ello le producía, a pesar de que le aseguró a Cal que comprendía lo delicados que podían ser aquel tipo de encuentros; había estado preparándose durante toda la vida para uno de aquellos encuentros precisamente, pero no insistiría. Y sí, claro que Cal podía llevarse uno de los coches, no faltaría más, aunque ninguno de los dos era lo que se dice un automóvil de fiar.

Cuando Cal se disponía a partir, envuelto lo mejor que pudieron ingeniárselas entre los dos para combatir el frío, Gluck le entregó un paquete toscamente atado con cordel.

—¿Qué es? —le preguntó Cal.

—La chaqueta —repuso Gluck—. Y algunas de las demás pruebas que recogí.

—No quiero llevar estas cosas. Sobre todo la chaqueta.

—Es la magia de ellos, ¿no? —insistió Gluck—. Llévesela, maldito sea. No me convierta a mí en un ladrón.

—Bien; pero protesto.

—También le he metido unos puros. Un poco de paz de parte de un amigo. —Sonrió—. Le envidio, Cal; envidio cada uno de los helados kilómetros que va a recorrer.

Mientras conducía Cal tuvo tiempo de dudar; tuvo tiempo de llamarse tonto por volver a albergar
esperanzas
, por atreverse incluso a creer que un simple recuerdo que había rescatado con dificultad del fondo de la memoria fuera a guiarlo hasta aquellos que había perdido. Pero su sueño, o por lo menos una parte del mismo, demostró su validez mientras Cal conducía. Inglaterra
era
una página en blanco; la ventisca la había cubierto hasta borrarla por completo. En algún lugar debajo de aquel sudario las personas seguramente andarían ocupándose de sus propias vidas, pero pocas señales había de ello. Las puertas estaban cerradas y las cortinas corridas, negándole el paso a un día que, a eso del mediodía, había empezado a retroceder otra vez para dejar paso a la noche. Las pocas almas fuertes que se habían atrevido a salir a la tormenta se apresuraban por las aceras caminando lo más de prisa que el hielo que tenían bajo los pies les permitía, deseosos de encontrarse de regreso al lado de las estufas donde la televisión les prometería una Navidad de nieve de plástico y sensiblería.

Prácticamente no había tráfico en las calles, lo cual le permitió a Cal tomarse ciertas libertades con la ley; por ejemplo, cruzar semáforos en rojo e ignorar las vías de dirección única en el camino que le llevaba fuera de la ciudad. Gluck le había ayudado a planear la ruta antes de ponerse en marcha, y los boletines de noticias le permitían estar al corriente acerca de los cortes de carreteras, de manera que al principio realizó un considerable avance al ir a dar a la M5, al sur de Birmingham, consiguiendo mantener una media de sesenta y cinco kilómetros por hora hasta que —justo al norte del cruce de Worcester— la radio le informó de que un accidente fatal había cerrado la autopista entre las salidas ocho y nueve. Soltando maldiciones, se vio obligado a abandonar la autopista y tomar la A38 a través de Great Malvern, Tewkesbury y Gloucester. Allí el avance era mucho más lento. No se había llevado a cabo ningún intento de despejar la carretera, ni siquiera de cubrirla de arena, y varios vehículos habían sido, sencillamente, abandonados por los conductores, los cuales habían llegado a la conclusión de que esforzarse por continuar adelante no era más que una forma de suicidio.

El tiempo empeoró cuando Cal se aproximaba a Bristol, obligándole a reducir la velocidad hasta circular a paso de tortuga. Cegado por la nieve, pasó de largo sin ver el desvío para coger la A37, y tuvo que volver a trazar la ruta, ahora bajo un cielo tan negro casi como la brea a pesar de que sólo era media tarde. Más o menos a un par de kilómetros de distancia de Shepton Mallet se detuvo para repostar gasolina y comprar chocolate, y el empleado de la gasolinera le dijo que la mayoría de las carreteras al sur de la ciudad se encontraban bloqueadas A Cal empezaba a darle la impresión de que se había puesto en marcha una conspiración en contra suya. Era como si el tiempo formase parte del plan trazado por el Azote; como si éste supiera que Cal estaba cerca y le estuviera poniendo obstáculos en el camino simplemente para ver cuánto esfuerzo derrochaba con tal de llegar a su lugar de ejecución.

Pero si fuese así, eso por lo menos querría decir que se encontraba sobre la pista adecuada; que en algún lugar de aquella desolación de nieve que se extendía ante él le esperaban aquellos a quienes amaba.

3

La verdad de la advertencia que le habían hecho en la gasolinera se hizo demasiado evidente cuando Cal se salió de la carretera A en Lydford on Fosse y tomó un camino secundario que en teoría lo llevaría al oeste de la colina de Rayment. Antes de ponerse en camino ya sabía que aquella sería la parte más problemática del viaje, pero no tenía otra alternativa. Ninguna carretera principal cruzaba aquella región; sólo había caminos estrechos, senderos aislados y cauces secos, la mayoría de los cuales, Cal estaba seguro de ello, habrían quedado enterrados por las nevadas.

Avanzó unos tres kilómetros por una carretera que aparecía ante él de color blanco sobre blanco, hasta que el dibujo de los neumáticos, cubierto por la nieve, se negó a agarrarse al suelo y el coche se detuvo; las ruedas giraban sin conseguir otra cosa que levantar sábanas de nieve. Cal revolucionó más el motor, unas veces con impaciencia y a la fuerza y otras con zalamería, pero estaba claro que el vehículo no iba a moverse de allí sin ayuda. De mala gana salió del coche e inmediatamente se hundió hasta media pierna en la nieve. Gluck le había prestado un par de botas de excursionista y calcetines gruesos, con lo que llevaba protegidos los pies, pero en un instante el frío se le metió por entre los pantalones. Se puso la capucha del anorak —también proporcionado por Gluck— y, con gran trabajo, dio la vuelta hasta la parte de atrás del coche. Como no tenía pala, lo único que podía hacer era quitar la nieve con las manos. Pero aquellos esfuerzos no dieron fruto. Después de veinte minutos de trabajo no había conseguido que el coche se moviera ni un solo centímetro adelante o atrás.

Decidió darse por vencido antes de que se le congelasen los dedos. Se refugió en el coche, dejando el motor encendido para mantener el calor en el interior, y se quedó allí sentado considerando las opciones que tenía. Las últimas señales de vida humana habían quedado atrás al tomar aquella carretera, a tres kilómetros de distancia; tres kilómetros recorridos a fuerza de abrirse paso a duras penas entre el terreno nevado —y con la nieve sin de jar de caer ni un instante— en medio de una condenada oscuridad que era casi total. Supongamos que se diera aquella caminata y que después lograra encontrar alguien lo bastante tonto o lo bastante caritativo para ayudarle; aunque así fuera, habría perdido horas.

Había otras dos opciones. Una, quedarse donde estaba y pasar la noche sentado en el coche. La rechazó sin pensarlo dos veces. La otra era terminar a pie el viaje hasta la colina de Rayment. A juzgar por el mapa que llevaba, que no era muy detallado, la carretera se bifurcaba un poco más adelante. Si tomaba el camino de la izquierda, en principio lo llevaría hasta las cercanías de la colina. Sin embargo, tendría que dejarse guiar casi enteramente por el instinto, porque todos los rasgos distintivos del paisaje —fosos, setos vivos y la propia carretera— habían virtualmente desaparecido. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Era mejor viajar a ciegas que no viajar.

Una vez tomada la decisión a Cal se le subió la moral, y dedicó toda su atención al problema de protegerse contra los elementos. En la parte trasera del coche, boca abajo entre los asientos y seguramente olvidada allí, encontró una de las cajas de Gluck de las que contenían informes preciosos. Esperando que éste le perdonara la intrusión, se encaramó en el asiento de atrás saltando por encima de los respaldos delanteros y procedió a meterse varias capas de papel y fotografías entre la piel y la ropa, aislándose del frío con historias de ranas llovidas del cielo y abejas parlantes. Cuando la provisión de papeles se agotó rompió la caja y se forró los pantalones doblemente —pues aquélla era la prenda que tendría que soportar el ataque más fuerte del frío— con el cartón de la caja. Finalmente hizo tiras dos gamuzas que encontró en la bandeja del coche y se envolvió con ellas la cara, subiéndose bien la capucha del anorak y atándose lo mejor que pudo el cordón para aislarse herméticamente. Tras meterse también papeles debajo de los guantes, se encontró todo lo dispuesto para la acción que podía llegar a estar. Cogió el paquete que Gluck le había dado, apagó el motor y salió al encuentro de la nieve.

Mientras cerraba la puerta con violencia y empezaba a alejarse trabajosamente del coche, pensó que aquél era un acto propio de un lunático: que era Mooney
el Loco
hasta el amargo final.

Allá fuera no estaba tan oscuro como había previsto. En el tiempo que había empleado en llevar a cabo los preparativos de la marcha, la furia de la ventisca había amainado un poco, de forma que el paisaje estaba bañado en un brillo lechoso y el manto de nieve más luminosa que el cargado cielo. Incluso había claros entre las nubes: entre ellas se veían brillar las estrellas. Empezó a pensar que, a pesar de todo, quizá tuviera una oportunidad.

Durante el primer medio kilómetro no ocurrió nada que nublase aquel optimismo, pero en la segunda mitad el improvisado aislamiento que llevaba empezó a fallarle. La humedad empezó a calársele por el cartón que tenía metido debajo de los pantalones y las piernas se le entumecieron. Se le coló también por debajo de los guantes y de los papeles con que los había forrado, haciendo que le dolieran los dedos. Y, lo que era peor aún, no halló ni señal de la bifurcación de la carretera que estaba marcada en el mapa, y a cada paso que daba le aumentaba la certidumbre de que se había pasado de largo, y de que, por lo tanto, ahora estaba siguiendo una dirección que lo
alejaba
de la colina en lugar de acercarlo.

Decidió correr el riesgo y avanzar campo a través. El terreno que tenía a la izquierda se elevaba formando una pendiente bastante pronunciada. Quizá desde lo alto pudiera hacerse una mejor idea de la disposición del terreno. Miró brevemente hacia atrás en dirección al lugar don de había dejado el coche, pero ya no pudo verlo. Era igual; ya estaba metido en aquel empeño. Se encaminó hacia la blanca superficie de la colina y empezó a subir por ella.

El claro entre las nubes se había agrandado, de forma que Cal veía por encima suyo cierta extensión de cielo brillante y tachonado de estrellas. Cal se había aprendido los nombres de las constelaciones mayores cuando se compró el telescopio, y por ello pudo reconocer fácil mente a cada una por su propio nombre; él, el Hombre Memoria. Aquellos nombres, naturalmente, no significaban nada excepto desde la perspectiva humana; no eran más que etiquetas otorgadas por algún contemplador de estrellas a quien le había parecido distinguir cierto dibujo de aquella dispersión que tenía por encima de la cabeza: un arco y una flecha, un oso, un arado. Pero contemplar las estrellas y llamarlas por un nombre era un consuelo necesario, como si fueran amigos de uno. Sin semejante cortesía el panorama podía romperle el corazón a un hombre.

El dolor que tenía en las piernas y en las manos era contagioso; se le había extendido al torso y a los brazos y también al pene y a los testículos, a los oídos y a las fosas nasales. Desde luego, al parecer no había ni una sola parte del cuerpo que no le doliera. Pero ahora no era cosa de echarse atrás. Otros treinta metros más y estaría en la cima de la colina, según calculó Cal, y empezó a contar los metros a medida que avanzaba. Al llegar al que hacía dieciocho tuvo que detenerse para recuperar un poco de aliento antes de continuar con los doce que aún faltaban por subir. Caminar contra la nieve y la inclinación del terreno exigía más energías de las que Cal tenía en reserva. Mientras estaba allí de pie, jadeando en busca de aire como si fuera un asmático, volvió la vista atrás, hacia las huellas que él mismo había dejado en la nieve. Había intentado seguir una línea recta, pero sus pasos iban de un lado para otro, alocadamente.

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