Sortilegio (94 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Sortilegio
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Suzanna conocía aquel gesto desde antiguo. Hobart le estaba ofreciendo la garganta.

«Mátame y acaba de una vez», le había dicho el Dragón.

Ahora Hobart le estaba exigiendo otra vez aquella buena obra del único modo que podía pedirlo.

«Mátame y acaba de una vez.»

Dentro del libro Suzanna había dudado, y por ello había perdido la oportunidad de abatir al enemigo. Pero esta vez no vacilaría.

Tenía el menstruum por arma, y, como siempre, el menstruum conocía las intenciones de Suzanna mucho mejor que ella misma. En el preciso instante en que los pensamientos de la muchacha empezaron a concebir ideas asesinas, el menstruum ya estaba saliendo de ella a toda velocidad, cruzaba en un instante plateado el espacio que la separaba de Hobart y se apoderaba de aquel hombre.

Hobart estaba ofreciendo la garganta, pero no fue la garganta lo que cogió el menstruum, sino que fue directamente a buscar el corazón. Suzanna notó que el calor del cuerpo de Hobart volaba de regreso por el río del menstruum hacia el interior de la cabeza de ella misma, y con ese calor también venía el ritmo de la vida del policía. El corazón de Hobart latía en poder de la muchacha; ella lo agarró con fuerza, sin dejarse conmover por el menor trazo de culpabilidad. Hobart deseaba la muerte y ella podía proporcionársela: era un trato justo.

El inspector se estremeció. Pero el corazón que tenía, a pesar de toda su carga de pecados, era valiente y seguía latiendo.

El fuego provenía de todos y cada uno de los puntos que rodeaban a Hobart. Lloraba fuego, cagaba fuego, sudaba fuego. Suzanna percibía el olor de su propio pelo chamuscándose; entre ellos surgió vapor al derretirse la nieve hirviendo. Las geometrías estaban adquiriendo ahora el control del fuego; estaban dándole forma; dirigiéndolo. En cualquier momento la muchacha tendría el fuego encima.

Suzanna apretó con más fuerza el corazón de Hobart, notando cómo se hinchaba al sujetarlo. Pero el corazón seguía latiendo sin parar.

Justo en el momento en que Suzanna empezaba a pensar que aquello se le estaba escapando, el músculo se dio por vencido y dejó de funcionar.

Desde algún lugar del interior de Hobart se elevó un sonido que no podía haber producido con los pulmones ni con la boca. Pero Suzanna lo oyó con claridad, y también Shadwell; en parte era un sollozo, en parte un suspiro. Fue su última palabra. El cuerpo en el que la muchacha aún tenía puestos los dedos de la mente estaba muerto antes incluso de que el sonido acabara de apagarse del todo.

Suzanna empezó a llamar al menstruum para que abandonase el cuerpo de Hobart, pero el Azote cogió el menstruum por la cola y un eco del vacío acudió al encuentro de ella a través del torrente. La muchacha vislumbró la locura de aquel vacío, y también el dolor, antes de recuperar de nuevo el poder mortífero del menstruum.

Hubo un momento vacío durante el cual se levantó vapor de agua y cayó nieve. Después, el en otro tiempo Caballero y Dragón Hobart cayó muerto a los pies de Suzanna.

—¿Qué has hecho? —le dijo Shadwell.

Suzanna no estaba segura. Había matado a Hobart, ciertamente. Pero, aparte de eso, ¿qué? El cadáver tendido de bruces delante de ella no daba muestra alguna de estar ocupado; los fuegos que procedían del mismo se habían extinguido súbitamente. ¿Habría sacado la muerte de Hobart a Uriel del cuerpo, o seguiría allí esperando sencillamente el momento propicio?

—Lo has matado —dijo Shadwell.

—Sí.

—¿Cómo? Jesús..., ¿cómo?

Suzanna se disponía a hacerle frente a Shadwell si la atacaba, pero no daba la impresión de haber ansias asesinas en la expresión de éste.

Lo que había era repugnancia.

—Tú eres uno de esos magos, ¿verdad? —le preguntó—. Estás aquí con ellos.

—Lo estaba —respondió Suzanna—. Pero ya se han ido, Shadwell. Has perdido tu oportunidad.

—Puedes engañarme con tus trucos —le dijo él con voz de fingida inocencia—. Yo sólo soy humano. Pero no puedes esconderte del Ángel.

—Tienes razón —admitió la muchacha—. Tengo miedo. Igual que tú.

—¿Miedo?

—Ahora no tiene dónde esconderse —le recordó Suzanna al tiempo que le señalaba con los ojos el cadáver de Hobart—. ¿Crees acaso que no va a necesitar a alguien? Y ese alguien lo serás tú o lo seré yo, y yo estoy corrompida por la magia. En cambio tú estás limpio.

Durante una fracción de segundo la fachada de Shadwell se vino abajo, y Suzanna vio confirmadas sus propias palabras; incluso ampliadas. No era sólo que Shadwell tuviera miedo; estaba aterrado.

—A mí no me tocará —protestó Shadwell con un nudo en la garganta—. Yo fui quien lo despertó. Me debe la vida.

—¿Y crees que eso le importa? —inquirió Suzanna—. ¿No somos todos nosotros pasto para una cosa como ésa?

Ante aquel tipo de preguntas a Shadwell le falló de repente la táctica de fingir indiferencia; empezó a pasarse la lengua por labios, primero por el de arriba y luego por el de abajo, una y otra vez.

—Tú no querrás morir, ¿verdad? —le preguntó la muchacha—. Por lo menos no de
ese
modo.

Esta vez fue la mirada de Shadwell la que se dirigió al cuerpo que estaba tendido en el suelo.

—No se
atrevería —
afirmó. Pero bajó el volumen de voz al hablar, como temeroso de que el Azote pudiera oírle.

—Ayúdame —le pidió Suzanna—. Juntos quizá seamos capaces de controlarlo.

—No es posible —repuso Shadwell.

Justo en el momento en que el Vendedor decía aquello, el cuerpo tendido en el barro caliente entre él y Suzanna estalló en llamaradas incandescentes. Esta vez no quedaba nada que pudiera ser devorado por el fuego de Uriel más que músculos y huesos. Hobart ya estaba tan desnudo como puede estarlo un hombre. La piel le reventó, y la sangre comenzó a hervirle en cien puntos diferentes. Suzanna retrocedió para evitar que aquella lluvia de calor la alcanzase, y al hacerlo se puso al alcance de Shadwell. Éste la agarró e interpuso el cuerpo de Suzanna entre él y el fuego.

Pero el Azote ya había salido del cuerpo de Hobart y se había metido dentro de la colina. La tierra empezó a temblar, y se levantó desde debajo del suelo el estruendo de la roca al fundirse y de la tierra derretida.

Fuera lo que fuese aquello que Uriel estaba maquinando debajo de la tierra, Suzanna quería alejarse de ello mientras aún estuviese a tiempo, pero Shadwell seguía sujetándola, y por mucho que la muchacha desease que el menstruum lo abatiera, Shadwell era el único aliado que le quedaba. Era él quien había despertado a la bestia y había sido su compañero. Si alguien conocía las debilidades de Uriel, ése era precisamente aquel hombre.

El estruendo procedente del interior de la tierra fue aumentando en un
crescendo
, y con ello la colina entera se
tambaleó
. Suzanna oyó a Shadwell lanzar un grito; luego el hombre cayó, arrastrando consigo a Suzanna. El hecho de que la tuviese sujeta probablemente le salvó la vida a la muchacha, porque mientras los dos rodaban ladera abajo el suelo de la cumbre de la colina de Rayment hizo erupción.

Roca y tierra helada fueron lanzadas hacia el cielo, y después cayeron como granizo sobre la cabeza de ambos. Suzanna no tuvo tiempo de protegerse contra aquella avalancha. Todavía estaba escupiendo la nieve que le había entrado en la boca cuando algo la golpeó en la nuca. Trató de mantenerse consciente, pero no lo logró y se sumergió en la noche que la aguardaba detrás de los ojos.

2

Shadwell seguía a su lado cuando Suzanna volvió en sí, y la sujetaba con tanta furia que había hecho que a ella se le durmiera el brazo desde el codo hasta la punta de los dedos. Al principio pensó que el golpe que había recibido le había afectado la visión, pero era niebla lo que les impedía la visión del mundo que tenían alrededor una niebla fría y pegajosa que parecía abarcar la colina entera. A través de aquella niebla Shadwell la miraba con unos ojos que eran dos ranuras en medio de la cara llena de suciedad.

—Estás viva... —dijo él.

—¿Cuánto hace que estamos aquí?

—Un minuto o dos.

—¿Dónde está el Azote? —le preguntó Suzanna.

Shadwell movió la cabeza de un lado a otro.

—Ya no razona —dijo—. Hobart tenía razón. Ya no sabe dónde está. Tienes que ayudarme...

—Por eso te has quedado aquí.

—Si no ninguno de los dos saldrá de ésta con vida.

—¿Y cómo puedo ayudarte? —quiso saber Suzanna.

Shadwell le dirigió una pequeña y convulsiva sonrisa.

—Aplácalo —le dijo.

—Repito: ¿cómo?

—Dale lo que quiere. Entrégale a los Videntes.

Suzanna se le echó a reír en la cara.

—A ver, repítemelo —le pidió.

—Es la única opción que queda. Una vez que los tenga quedará satisfecho. Nos dejará en paz.

—Yo no pienso entregarle nada.

Shadwell la agarró aún con más fuerza. Se colocó junto a ella, en medio del barro.

—De todos modos los va a encontrar, tarde o temprano —le aseguró Shadwell. Estaba a punto de echarse a llorar como un niño—. No tienen ninguna oportunidad de sobrevivir a esto. Pero
nosotros
sí. Sólo con que pudiéramos hacer que esos hijos de puta se dejasen ver. El Azote no nos querrá a nosotros una vez que los tenga a ellos. Se quedará satisfecho. —El rostro de Shadwell se hallaba sólo a unos centímetros del de Suzanna, por lo que ésta podía ver a la perfección hasta el menor tic y la más pequeña lágrima—. Ya sé que me odias —continuó diciendo—. Y lo merezco. Así que no lo hagas por mí, sino por ti misma. Yo haré que te merezca la pena haber empleado el tiempo en ello. —Suzanna lo miraba con algo cercano al pavor; parecía mentira que en un momento como aquél Shadwell pudiera ponerse a comerciar—. Tengo cosas guardadas —le dijo el Vendedor—. Una fortuna. Tú sólo tienes que poner un precio. Todo es tuyo. Sea lo que sea lo que quieras. Libre, gratis, y... —Se detuvo—. Oh, dulce Jesús —exclamó a continuación.

En algún lugar entre la niebla, algo había empezado a aullar: era un alarido creciente que Shadwell reconocía y temía. Por lo visto decidió que era inútil esperar ayuda de Suzanna, porque la soltó y se puso en pie. La niebla era igualmente densa por todos lados; tardó varios segundos en elegir una dirección para escapar. Pero una vez que lo hubo hecho, echó a correr dando tumbos al tiempo que el alarido —que sólo podía ser Uriel— hacía temblar la colina entera.

Suzanna se puso en pie; la tierra que tenía alrededor le daba vueltas a causa de la niebla y del dolor de cabeza. La tierra se agitaba tanto que resultaba imposible distinguir dónde estaba la ladera de la colina, de modo que no pudo orientarse para volver al bosque. Lo único que se sintió capaz de hacer fue echar a correr, lo más velozmente posible, y alejarse de aquel alarido con la sangre chaporreándole por la nuca. Se cayó dos
veces
; dos veces su cuerpo entró en contacto con una tierra que parecía dispuesta a abrirse bajo ella.

Estaba al borde del desmayo cuando una figura se alzó de entre la niebla llamándola por su nombre. Era Hamel.

—Estoy aquí... —le gritó Suzanna por encima del estruendo producido por el Azote. En cuestión de segundos él ya se encontraba a su lado, guiándola por aquel terreno traicionero de vuelta hacia el bosque.

3

La suerte estaba de parte de Shadwell. Una vez que se hubo alejado de la colina la niebla se aclaró, y él se dio cuenta de que, ya fuera por instinto o por casualidad, había elegido la mejor dirección para echar a correr. La carretera no se encontraba lejos de allí; estaría a mucha distancia huyendo por la misma antes de que el Ángel hubiera terminado en la colina; a mucha distancia y alejándose aún más hacia algún lugar seguro al otro lado del globo donde pudiera lamerse las heridas y sacarse de la cabeza todo aquel horror.

Aventuró una mirada rápida por encima del hombro. Aquella bendita huida había interpuesto ya una buena distancia entre él y la escena de devastación. La única señal que quedaba del Ángel era la niebla; y ésta seguía pegada a la colina. Shadwell estaba a salvo.

Aminoró el paso en cuanto tuvo a la vista el seto que bordeaba la carretera; lo único que tenía que hacer ahora era seguir dicho seto hasta que llegase a una entrada. La nieve seguía cayendo, pero aquella veloz carrera que acababa de realizar lo había hecho entrar en calor; el sudor le caía por la espalda y el pecho. No obstante, cuando se desabrochó el abrigo se dio cuenta de que el calor no lo generaba su persona. La nieve se estaba volviendo lodo bajo sus pies al tiempo que el calor empezaba a levantarse de la tierra; y con él, y en una primavera súbita, unos retoños comenzaron a brotar de la tierra y se elevaron como serpientes hacia la cara del Vendedor. Al ver florecer aquellos retoños cayó en la cuenta de lo grande que era el error en que se encontraba. Aquéllas venían con calor a modo de savia, y en sus centros se hallaban los ojos de Uriel, los incontables ojos de Uriel.

Ya no podía avanzar ni retroceder; los retoños le rodeaban por todas partes. Con horror oyó dentro de su cabeza la voz del Ángel, como la había oído por primera vez allá en el
Rub al Khali
.

—¿Me atrevo? —
preguntó la voz haciendo burla del modo en que él había fanfarroneado con Suzanna.

¿ME ATREVO?

Y entonces se echó sobre él.

Un momento antes Shadwell no era más que él mismo. Un hombre; una historia.

Inmediatamente después se vio apretado contra la tapa del cráneo, que le crujía al apoderarse de él el Ángel.

El último acto de Shadwell como hombre con un cuerpo que pudiera llamar propio fue ponerse a gritar.

4

—Shadwell —dijo Suzanna.

—No hay tiempo ahora para disfrutar con ello —le comentó Hamel con gravedad—. Tenemos que regresar antes de que empiecen a salir.

—¿Salir? —inquirió Suzanna—. No, no debemos hacer eso. El Azote sigue aquí. Está en la colina.

—No hay donde elegir —repuso Hamel—. Los encantamientos están a punto de agotarse. ¿Lo ves?

Se encontraban ya a unos pocos metros de los árboles, y de hecho se notaba una presencia como de humo flotando en el aire; un indicio de lo que se ocultaba detrás de la pantalla.

—Ya no nos queda fuerza —le dijo Hamel.

—¿Alguna señal de Cal? —preguntó entonces la muchacha—. ¿O de Nimrod?

Hamel movió breve y negativamente la cabeza. Habían huido, le estaba diciendo a Suzanna con la mirada, y no valía la pena molestarse por ello.

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