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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (82 page)

BOOK: Sortilegio
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¿Qué lugar podía haber más perfecto que aquél para que la Hechicera tuviera su Sepulcro? La muerte había sido siempre su pasión.

El sacerdote, afuera, en el pasadizo, hacía esfuerzos por encontrar una plegaria, pero la mancha gris y brillante que flotaba en el aire delante de Suzanna no se movía. Los rasgos que iban apareciendo tenían elementos no de una, sino de las tres hermanas. La sensibilidad de la Bruja; la sensualidad de la Magdalena; la exquisita simetría de Immacolata. Y por muy inverosímil que parezca, aquella síntesis funcionaba; el matrimonio de contradicciones se hacía a la vez más tenue y más flexible a causa de la delicadeza de su construcción. A Suzanna le pareció que si respiraba con demasiada fuerza lo iba a deshacer.

Y entonces se oyó la voz. Aquella, por lo menos, era sin duda alguna la de Immacolata, pero en ella había ahora una suavidad de la que previamente carecía. ¿Quizá hasta había un delicado humor?

—Nos alegramos de que hayas venido —le dijo la voz—. ¿Quieres pedirle al adamita que se vaya? Tú y yo tenemos negocios que tratar.

—¿Qué clase de negocios?

—No es asunto para que él lo oiga —dijo el fantasma de motas—. Por favor. Ayúdalo a ponerse en pie, ¿quieres? Y dile que no se ha hecho daño alguno. Son tan supersticiosos, estos hombres...

Suzanna hizo lo que Immacolata le pedía: avanzó por el tamborileante pasillo hacia donde se encontraba el hombre, muy encogido de miedo, y lo ayudó a levantarse del suelo.

—Creo que quizá sea mejor que se vaya usted —le dijo—. La Señora así lo quiere.

El sacerdote le dirigió una mirada enfermiza.

—Todo este tiempo... —balbuceó—, yo nunca me lo había creído realmente.

—No pasa nada —lo tranquilizó Suzanna—. No se ha producido ningún daño.

—¿Viene usted también?

—No.

—No puedo volver a buscarla —le advirtió el sacerdote con lágrimas resbalándole por las mejillas.

—Lo comprendo —dijo Suzanna—. Usted váyase. Yo estoy a salvo.

El hombre no se hizo de rogar, sino que subió las escaleras tan rápido como una liebre. Suzanna volvió sobre sus pasos por el pasadizo —los ataúdes aún seguían traqueteando— para enfrentarse a la mujer.

—Creía que estabas muerta —le dijo.

—¿Qué es eso de muerta? —le preguntó a su vez Immacolata—. Una palabra que emplean los Cucos cuando la carne desfallece. No es nada, Suzanna; y tú lo sabes.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—He venido a saldar una deuda contigo. En el Templo impediste que me cayera. ¿O se te ha olvidado?

—No.

—A mí tampoco. No debe pasarse por alto tanta bondad. Eso lo comprendo ahora. Comprendo mucha cosas. ¿Ves cómo me he reunido con mis hermanas? Estamos juntas y nunca podrán separarnos. Una mente sola, tres en una.
Yo
soy
nosotras
; y nos damos cuenta de nuestra maldad y nos arrepentimos.

Suzanna bien habría podido dudar de aquella inverosímil confesión de no ser porque el menstruum, rebosándole por los ojos y por la garganta, le confirmó la autenticidad de la misma. El fantasma que tenía delante —y el poder que había tras dicho fantasma— no albergaba odio alguno en la mente. ¿Qué
albergaba
? Ésa era la cuestión. No necesitó preguntarlo; el fantasma ya conocía la pregunta.

—Estoy aquí para advertirte —le dijo.

—¿De qué? ¿De Shadwell?

—Él ahora sólo es una parte de lo que tendrás que enfrentar, hermana. Un fragmento.

—¿Se trata del Azote?

El espectro se estremeció al oírla pronunciar aquel nombre, aunque con toda segundad el estado en el que se encontraba ahora la mantendría al margen de semejantes peligros. Suzanna no esperó la confirmación. De nada Servía no creer que se avecinaba lo peor.

—¿Tiene Shadwell algo que ver con el Azote? —le preguntó a Immacolata.

—Él lo ha despertado.

—¿Por qué?

—Cree que la magia lo ha perjudicado —respondió el polvo—. Que ha corrompido su inocente alma de vendedor. Ahora no se sentirá satisfecho hasta que todo autor de encantamientos haya muerto.

—¿Y el Azote es el arma de que dispone?

—Eso cree él. La verdad puede resultar bastante más... compleja.

Suzanna se pasó una mano por la cara, buscando mentalmente la mejor manera de hacer averiguaciones. Pero sólo se le ocurrió una sencilla pregunta:

—¿Qué clase de criatura es el Azote?

—La respuesta quizá sea otra pregunta —dijeron las hermanas—.
Cree
que se llama Uriel.

—¿Uriel?

—Un Ángel. —Suzanna estuvo a punto de echarse a reír ante lo absurdo de semejante idea—. Eso es lo que se cree después de haber leído la Biblia.

—No te comprendo.

—La mayor parte de todo esto va más allá incluso de nuestra comprensión, pero te estamos ofreciendo lo que sabemos. Es un espíritu. Y una vez montó guardia en un lugar donde estaba la magia. Un jardín, según han dicho algunos, aunque puede que eso no sea más que otra ficción.

—¿Y
por qué diantres iba a querer borrar del mapa a los Videntes?

—Fueron creados allí, en aquel jardín, fuera de la vista de la Humanidad, porque poseían encantamientos. Pero huyeron de allí.

—Y Uriel...

—Se quedó solo, guardando un lugar que estaba vacío. Durante siglos.

Suzanna no estaba, ni mucho menos, lo bastante convencida como para creer todo aquello, pero quería oír la historia completa.

—¿Y qué pasó?

—Se volvió loco, como le ocurre a todo aquel que es prisionero del deber y se queda sin instrucciones. Se olvidó de sí mismo, y de su finalidad. Lo único que conocía era la arena, las estrellas y el vacío.

—Tú deberías comprender... —le dijo Suzanna— que yo encuentre todo esto muy difícil de creer, puesto que no soy cristiana.

—Tampoco lo somos nosotras —dijeron las tres-en-una.

—Pero aún así, ¿tú crees que la historia es cierta?

—Creemos que hay verdad dentro de ella, sí.

Aquella respuesta hizo que Suzanna pensara de nuevo en el libro de Mimi, y en todo lo que contenía. Hasta que ella misma no entró en sus páginas, el reino de las Hadas le había parecido un juego de niños. Pero al enfrentarse a Hobart en el bosque de sus propios sueños compartidos, había comprendido que la verdad era otra. Había verdad dentro de
aquella
historia; ¿por qué no también en esta. La diferencia era que el Azote ocupaba el mismo mundo físico que ella. No era una metáfora, ni algo propio de los sueños; era
real
.

—De modo que se olvidó de sí mismo —le dijo Suzanna al fantasma—. Entonces, ¿cómo es que se acordó luego?

—Es posible que no se acuerde —le dijo Immacolata—. Pero su morada fue descubierta, cien años atrás, por hombres que iban buscando el Edén. El Azote les leyó en la mente la historia del jardín del paraíso y la adoptó como propia, lo fuera o no. Y también encontró un nombre:
Uriel, la llama de Dios. El espíritu apostado a las puertas del Edén perdido...

—¿Y era el Edén? ¿El lugar que guardaba?

—Tú no te creerías eso más de lo que me lo creo yo. Pero Uriel sí. Sea cual sea su verdadero nombre (si es que tiene nombre), ahora está ya olvidado. Se cree que es un Ángel. De modo que, para bien o para mal, lo es.

Aquella idea, en cierto aspecto, tenía sentido para Suzanna. Si, en el sueño del libro, ella se había creído que era un dragón, ¿por qué un ser extraviado en la locura no iba a adoptar el nombre de un ángel?

—Asesinó a aquellos que lo descubrieron, naturalmente... —continuó diciendo Immacolata—. Y luego se fue a buscar a los que se le habían escapado.

—Las Familias.

—O sus descendientes. Y estuvo a punto de barrerlos por completo. Pero ellos eran listos. Aunque no comprendían el poder que los acosaba, supieron cómo
esconderse
. El resto ya lo conoces.

—¿Y Uriel? ¿Qué hizo cuando los Videntes desaparecieron?

—Regresó a su fortaleza.

—Hasta que llegó Shadwell.

—Sí, hasta que llegó Shadwell.

Suzanna se quedó meditando un rato sobre aquello y luego formuló la única pregunta que todo aquel relato estaba pidiendo a gritos.

—¿Y Dios?

Las tres-en-una se echaron a reír, haciendo dar saltos mortales a las motas de polvo.

—No necesitamos a Dios para encontrarle sentido a todo esto —repuso Immacolata. Suzanna no estaba segura de si hablaba por ellas tres o también la incluía a ella—. Si hubiera una Primera Causa, una fuerza de la cual este Uriel fuera un fragmento, esa fuerza habría abandonado a su centinela.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Suzanna—. Se habla de reunir la Vieja Ciencia.

—Sí, lo he oído...

—¿Eso lo derrotaría?

—No lo sé. Ciertamente, yo misma en mis tiempos hice algunos milagros que hubieran podido herirlo.

—Entonces ayúdanos ahora.

—Eso es algo que queda fuera de nuestro alcance, Suzanna. Ya ves en qué estado nos encontramos. Todo lo que nos queda es polvo y fuerza de voluntad, habitando en forma de espíritus en el Sepulcro donde se nos rendía culto hasta que el Azote venga a destruirlo.

—¿Estás segura de que lo hará?

—Este Sepulcro está consagrado a la magia. En cuanto tenga ocasión, Shadwell traerá aquí al Azote para que lo destruya. Y nosotras nos hallamos indefensas contra él. Lo único que podemos hacer es ponerte sobre aviso.

—Gracias por hacerlo.

El fantasma empezó a oscilar, como si le disminuyera el poder para mantener la forma.

—Hubo un tiempo, ¿sabes...? —comenzó Immacolata—. Hubo un tiempo en que poseíamos tales encantamientos. —El polvo de que estaba formada se iba disipando, y los fragmentos de hueso iban cayendo al suelo—. Cuando hasta el último aliento era magia; y no le teníamos miedo a nada.

—Puede que vuelvan esos tiempos.

En cuestión de segundos las tres se habían vuelto tan tenues que apenas resultaban reconocibles. Pero la voz permaneció un poco más de tiempo, lo suficiente para decir:

—Está en tus manos, hermana...

Y luego desapareció por completo.

V. LA LLAMA DESNUDA
1

La casa que Mimi Laschenski había ocupado durante más de medio siglo se vendió dos meses después de la muerte de la anciana. Los nuevos propietarios habían conseguido comprarla por una cantidad realmente irrisoria, dada la condición de desmantelamiento en que se encontraba el edificio, y después emplearon varias semanas de duro trabajo en remozarla por completo antes de irse a vivir en ella. Pero dicha inversión de tiempo y dinero no bastó para persuadirlos de que se quedasen allí. Al cabo de una semana se marcharon a toda prisa, afirmando que el lugar estaba encantado. Aquellas personas, a simple vista gente sensata, hablaron de habitaciones vacías que gruñían; de grandes formas invisibles que pasaban junto a ellos, rozándoles, en la oscuridad de los pasillos; y, lo que en cierto modo era casi lo peor, de un penetrante olor a gato que flotaba por toda la tasa, por mucho que se esmerasen fregando las maderas del suelo.

Una vez que quedó de nuevo vacío, el número dieciocho de la calle Rue permaneció así durante una buena temporada. El mercado de la propiedad inmobiliaria funcionaba de forma bastante lenta en aquella zona de la ciudad, y los rumores que circulaban acerca de aquella casa fueron suficiente para que los pocos presuntos compradores que aparecieron por allí acabaran echándose atrás. Con el tiempo fue ocupada por unos intrusos, los cuales habían deshecho al cabo de seis días la mayor parte de los trabajos que habían invertido en ella los anteriores propietarios. Pero la orgía de veinticuatro horas al día que los vecinos sospechaban estaba teniendo lugar allí cesó bruscamente a mitad de la sexta noche, y a la mañana siguiente aquellos inquilinos ilegales habían desaparecido; a juzgar por el desbarajuste de pertenencias que dejaron en las escaleras, se habían marchado de la propiedad a toda prisa.

Después de aquello la casa ya no tuvo otros ocupantes, ni legales ni ilegales, y no fue necesario que transcurriera demasiado tiempo antes de que los cotilleos acerca del número dieciocho fueran suplantados por habladurías sobre otros escándalos más recientes. La casa acabó convirtiéndose, sencillamente, en una monstruosidad invendible: tenía las ventanas clavadas con tablones y la pintura se iba deteriorando poco a poco.

Y así continuó hasta aquella noche de diciembre. Los sucesos que tuvieron lugar aquella noche cambiarían por completo la faz de la calle Rue, y garantizarían que la casa en la que Mimi Laschenski había vivido su solitaria vejez nunca fuese ocupada de nuevo.

2

Si Cal les hubiese puesto la vista encima a las cinco figuras que entraron en el número dieciocho aquella noche, le habría costado algún tiempo reconocer al líder del grupo como Balm de Bono. El equilibrista en la cuerda floja llevaba el pelo rapado tan corto que éste resultaba casi invisible, tenía el rostro delgado y los rasgos compuestos. Aún menos reconocible, quizá, resultaba Toller, a quien Cal había visto por última vez encaramado en un alambre en el Campo de Starbrook. Las ambiciones de Toller de llegar a ser equilibrista habían hallado un brusco final horas después de aquel encuentro, al indisponerse con los hombres del Profeta. Le habían roto las piernas y abierto el cráneo, dándolo por muerto. Pero por lo menos había sobrevivido. El tercer pupilo de Starbrook, Galin, había perecido aquella noche en un vano intento por proteger el Campo de su amo de la profanación.

Fue De Bono quien tuvo la inspiración de ir a visitar la casa de Laschenski —donde el Tejido había permanecido durante tanto tiempo— con la esperanza de encontrar allí una bolsa de la antigua Ciencia con la que armarse contra el cataclismo que se avecinaba. Además de Toller, tenía tres aliados más en este asunto: Baptista Dolphi, cuyo padre había resultado muerto a tiros en la Casa de Capra; el amante de ésta, Otis Beau, y una muchacha a quien había visto por primera vez en Nadaparecido, sentada en el alféizar de una ventana y que llevaba puestas unas alas de papel. Luego había vuelto a encontrársela en la Montaña de Venus, en el ensueño que le habían concedido las presencias que moraban en aquel lugar, y ella le había mostrado un mundo de papel y luz que había impedido que Cal se sumiera en una total desesperación durante las horas que siguieron. La muchacha se llamaba Leah.

—De los cinco, ella era la más experta en materia de encantamientos; y la más sensible a los mismos cuando se hallaba en presencia de alguno. Fue Leah, por lo tanto, quien los condujo a todos por la casa de Laschenski en busca de la habitación donde había permanecido extendido el Mundo Entretejido. La búsqueda de dicho camino los llevó escaleras arriba hasta la habitación delantera del segundo piso.

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