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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (56 page)

BOOK: Sortilegio
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Norris cayó a los pies de Shadwell con la sangre saliéndole en brillantes chorros de las heridas.

—Jesús Dios —masculló Shadwell manteniendo los dientes apretados.

El eco de los disparos que habían hecho los ejecutores tardó más en morir de lo que había tardado Norris. Era como si las paredes no acabaran de creerse aquel sonido, y jugasen con él atrás y adelante, atrás y adelante, hasta haber verificado la transgresión. Fuera la multitud se había quedado absolutamente silenciosa; y silenciosa también quedó la asamblea detrás de Shadwell. Éste podía notar aquellos ojos acusadores puestos en él.

—Eso ha sido una estupidez por vuestra parte —les murmuró a los asesinos. Luego, con los brazos abiertos se dirigió a los Consejeros—. Verdaderamente les pido disculpas por este desafortunado...

—Aquí no eres bienvenido —le dijo uno de los presentes—. Has traído la muerte a la Casa de Capra.

—Ha sido un malentendido.

—No.

—Insisto
en que oigáis lo que tengo que decir.

Y de nuevo:

—No.

Shadwell esbozó una imperceptible sonrisa.

—Y vosotros os llamáis sabios —comentó—. Creedme, si eso fuera cierto, entonces escucharíais lo que tengo que decir. No he venido aquí yo solo. Tengo gente, gente que forma parte de vosotros, Videntes, que está conmigo. Ellos me aman porque yo quiero ver prosperar a la Fuga, igual que ellos. Ahora... estoy dispuesto a permitiros que
compartáis
mi visión, y los nuevos tiempos que ella traerá, si es que queréis hacerlo. Pero creedme, voy a liberar a la Fuga con o sin vuestro apoyo. ¿Me he explicado con claridad?

—Sal de aquí —le ordenó el anciano que había estado observándolo.

—Ten cuidado, Messimeris —le susurró uno de los otros.

—Me parece que no acabáis de comprender —dijo Shadwell—. Yo os traigo la libertad.

—Tú no eres un Vidente —replicó Messimeris—. Tú eres un Cuco.

—¿Y qué si lo soy?

—Has entrado aquí valiéndote del engaño. Tú no oyes la voz de Capra.

—Oh, yo oigo voces —repuso Shadwell—. Las oigo fuerte y claro. Me dicen que la Fuga está indefensa. Que sus jefes han pasado demasiado tiempo escondidos. Que son débiles y están asustados.

Examinó los rostros que tenía delante y vio, había que admitirlo, poco de aquella debilidad o miedo de los que él hablaba: sólo un estoicismo que se tardaría más tiempo en mermar del que él tenía para desperdiciar. Se volvió para mirar a los hombres que habían disparado sobre Norris.

—Parece ser que no tenemos otra elección —les dijo. Los hombres comprendieron la señal a la perfección. Se retiraron. Shadwell se volvió de nuevo hacia los Consejeros.

—Queremos que te marches —ratificó Messimeris.

—¿Es ésa vuestra última palabra?

—En efecto —dijo el otro.

Shadwell asintió. Pasaron unos segundos durante los cuales ninguno de los dos bandos movió un músculo. Luego volvió a abrirse la puerta principal y los pistoleros entraron de nuevo. Habían traído consigo a cuatro miembros más de la Élite, lo que los convertía en un pelotón de seis:

—Os solicito, por última vez —les dijo Shadwell al tiempo que el pelotón formaba una línea a cada uno de sus lados—, que no os resistáis.

Los Consejeros parecían más incrédulos que atemorizados. Habían pasado la vida en aquel mundo de maravillas, pero ahora tenían allí delante una arrogancia que había acabado por hacer asomar la incredulidad a sus rostros. Incluso cuando los pistoleros levantaron las armas, los miembros del Consejo no se movieron ni pronunciaron protesta alguna. Sólo Messimeris preguntó:

—¿Quién es Shadwell?

—Un vendedor que conocí una vez —respondió el hombre de la estupenda chaqueta—. Pero está muerto y desaparecido.

—No —dijo Messimeris—.
Tú eres
Shadwell.

—Llamadme como queráis —les indicó el Profeta—. Sólo tenéis que inclinar la cabeza ante mí. Inclinad la cabeza y todo quedará perdonado.

Los Consejeros permanecieron inmóviles; entonces Shadwell se volvió hacia el pistolero que tenía a la izquierda y le quitó la pistola de la mano. Le apuntó a Messimeris al corazón. Ambos se hallaban a menos de cuatro metros de distancia; ni un ciego habría fallado un disparo a aquella distancia.

—Repito;
inclinad la cabeza
.

Finalmente unos cuantos miembros de la asamblea parecieron comprender la gravedad de la situación e hicieron lo que se les pedía. Pero la mayoría se limitó a seguir mirando fijamente; el orgullo, la estupidez o, seria llamente, la incredulidad les impedía acceder a la petición.

Shadwell sabía que se avecinaba una crisis. O bien apretaba ya el gatillo, y al hacerlo se compraba un mundo, o bien abandonaba la sala de ventas y no miraba nunca más hacia atrás. En aquel instante se recordó a sí mismo de pie en lo alto de una colina, con la Fuga extendida ante él. Aquel recuerdo inclinó la balanza. Le disparó a aquel hombre.

La bala entró en el pecho de Messimeris, pero no brotó la sangre; ni él cayó. Shadwell volvió a disparar, y disparó una tercera vez de propina. Todos los disparos dieron en el blanco, pero aquel hombre seguía sin caer.

El Vendedor sintió que un temblor de pánico recorría a los seis hombres que lo rodeaban. En los labios de todos los componentes del pelotón había la misma pregunta que en los de él: ¿por qué no moría el anciano?

Disparó la pistola por cuarta vez. Al dar la bala en la víctima, ésta avanzó un paso hacia el presunto ejecutor, levantando un brazo, como si pretendiera arrebatar el humeante arma de la mano de Shadwell.

Aquel gesto bastó para que uno de los seis hombres perdiera el control de sí mismo. Lanzando un agudísimo grito empezó a disparar contra la multitud. La histeria prendió al instante en el resto del pelotón. De pronto todos estaban disparando, vaciando las pistolas en su ansia por cerrar los acusadores ojos que tenían ante ellos. En cuestión de momentos la cámara se llenó de humo y estruendo.

A través de todo ello, Shadwell vio al hombre sobre el cual había disparado en primer lugar completar el movimiento que iniciara con un saludo. Entonces Messimeris cayó hacia delante, muerto. Aquel derrumbamiento no silenció las pistolas; éstas siguieron lanzando fuego. Había unos cuantos Consejeros que habían caído de rodillas, con la cabeza inclinada como había exigido Shadwell, y había otros que buscaban refugio en los rincones de la sala. Pero la mayoría cayeron muertos a tiros allí donde se encontraban.

Luego, tan de repente como había comenzado, todo terminó.

Shadwell tiró la pistola, y —aunque no le gustaban los mataderos— se forzó a sí mismo a examinar la carnicería que tenía ante él. Era, y así lo comprendía, responsabilidad de aquel que aspiraba a la Divinidad no apartar la vista. La ignorancia voluntaria era el último refugio de la Humanidad, y aquélla era una condición que él pronto habría superado.

Y, cuando estudió la escena no le resultó tan insoportable. Pudo mirar aquel amasijo de cadáveres y verlos como los sacos vacíos que eran.

Pero, al volverse hacia la puerta algo

que le hizo encogerse de miedo. No algo que vio, sino un recuerdo: el del último acto de Messimeris. Aquel paso adelante, aquella mano levantada. No se había dado cuenta de lo que aquello significaba hasta ahora. El hombre buscaba pago. Por más que se esforzase por buscar otra explicación, Shadwell no la hallaba.

Él, en otro tiempo el Vendedor, por fin acabado convirtiéndose en comprador; y el gesto agonizante de Messimeris había sido para recordárselo.

Tendría que poner en movimiento la campaña. Someter la oposición y obtener acceso al Torbellino lo más rápidamente posible. Una vez que hubiera retirado el velo de nubes sería un dios. Y los dioses están por encima de las reclamaciones de los acreedores, vivos o muertos.

IV. EQUILIBRISTAS EN EL ALAMBRE
1

Cal y Suzanna caminaban con toda la velocidad que les permitía la curiosidad. Pero, a pesar de la urgencia de su misión, había muchas cosas que les retrasaban la marcha. Había tal fecundidad en el mundo que les rodeaba, y un ingenio tan agudo como una navaja de afeitar en la forma, que se vieron haciendo comentarios sobre lo extraordinario con tanta frecuencia que finalmente tuvieron que dejarlo correr y limitarse a mirar. Entre el gran espectáculo de flora y fauna que los rodeaba no vieron ninguna especie que no tuviese algún precedente en el Reino de los Cucos, pero tampoco había nada allí —desde un guijarro hasta un pájaro, ni nada de lo que el ojo pudiera admirar entremedias— que no estuviera tocado por algún tipo de magia transformadora.

En su camino se cruzaban criaturas que pertenecían remotamente a la familia del zorro, a la de la liebre, a la del gato y a la de la serpiente, pero sólo remotamente. Y entre los cambios efectuados en ellos destacaba una total carencia de timidez. Ninguno huía ante la presencia de los recién llegados; sólo miraban fugazmente en dirección a Cal y Suzanna en un desenfadado apercibimiento de su presencia, y luego seguían a lo suyo.

Hubiera podido ser el Edén —o un sueño sobre el mismo provocado por el opio—, hasta que el sonido de una radio a la que alguien estaba sintonizando de manera inepta rompió aquella ilusión. Fragmentos de música y voces intercalados por penetrantes chirridos y electricidad estática, y todo ello salpicado por alaridos de placer, les llegaron desde el otro lado de un pequeño montículo de abedules plateados. Sin embargo los alaridos fueron rápidamente sustituidos por gritos y amenazas, que aumentaron cuando Cal y Suzanna comenzaron a abrirse camino entre los árboles.

Al otro lado del montículo había un campo de hierba seca y muy alta. En él se encontraban tres jóvenes. Uno de ellos se hallaba en equilibrio sobre una cuerda floja sujeta a dos postes, mirando cómo los otros dos se peleaban. El origen de la disputa resultaba evidente; la radio. El joven más bajo de los dos, que tenía el pelo tan rubio que era casi blanco, estaba defendiendo con poco éxito su posición ante el oponente, bastante más corpulento.

El agresor le arrebató la radio de las manos al joven y la arrojó al otro lado del campo. La radio fue a dar contra una de las varias estatuas, erosionadas por las inclemencias del tiempo, que se alzaban semiocultas entre la hierba, y la canción que había estado sonando cesó de modo brusco. El poseedor de la radio se lanzó contra el que la había destruido, gritando con furia:

—¡Hijo de puta! ¡La has roto! La has roto, maldita sea.

—No era más que un poco de mierda de Cuco, De Bono —respondió el otro joven mientras hacía frente fácilmente a los golpes—. No deberías ensuciarte con esa mierda. ¿No te lo ha dicho tu mamá?

—¡Era
mía! —
le gritó De Bono a modo de respuesta; luego cesó en su ataque y se fue en busca de su posesión—. No quiero que le pongas tus asquerosas manos encima.

—Dios, eres patético, ¿lo sabes?

—¡Cierra la boca, cabeza de chorlito! —le respondió De Bono. No conseguía localizar la radio en medio de la hierba, que le llegaba por la espinilla, lo cual no hacía más que alimentar la furia que sentía.

—Galin tiene razón —intervino el que estaba encaramado en la cuerda.

De Bono había pescado un par de anteojos de montura metálica del bolsillo de la camisa, y se había agachado para escarbar en busca de su premio.

—Eso es corrupción —siguió diciendo el joven subido a la cuerda, que ahora se había puesto a realizar una serie de pasos complicados a lo largo de la misma: daba saltos, saltitos y grandes piruetas—. Starbrook te arrancaría las pelotas si se enterase.

—Starbrook
no
se enterará —gruñó De Bono.

—Sí que se enterará —le contradijo Galin echando una mirada al equilibrista—. Porque tú vas a decírselo, ¿verdad, Toller?

—Puede —fue la respuesta de éste, a la que acompañó una engreída sonrisa.

De Bono había encontrado la radio. La cogió y la sacudió. Ya no había música.

—Eres un cabezón de mierda —dijo volviéndose hacia Galin—. Mira lo que has hecho.

Y hubiera renovado el asalto en aquel momento si Toller, desde la cuerda, no se hubiera percatado de la presencia del público que los contemplaba.

—¿Quiénes demonios sois vosotros? —preguntó.

Los tres se quedaron mirando a Suzanna y a Cal.

—Éste es el Campo de Starbrook —les indicó Galin en tono amenazador—. No deberías estar aquí. A él no le gusta que haya mujeres por aquí.

—Andad con ojo, que es un puñetero loco —dijo De Bono pasándose los dedos por el pelo y dedicándole una sonrisa a Suzanna—. Y vosotros podéis decirle esto también, si es que vuelve.

—Yo se lo diré —dijo Toller sombríamente—. Puedes estar seguro.

—¿Quién es ese Starbrook? —preguntó Cal.

—¿Que quién es Starbrook? —repitió Galin—. Todo el mundo lo sabe... —La voz se le fue apagando; al fin comprendió—. Vosotros sois Cucos —dijo entonces.

—Así es.

—¿Cucos? —inquirió Toller, tan aterrado que casi pierde el equilibrio—. ¿En este Campo?

La sonrisa de De Bono sencillamente se hizo más radiante ante aquella revelación.

—Cucos —repitió—. Entonces vosotros podréis arreglar la máquina...

Avanzó hacia Cal y Suzanna tendiéndoles la radio.

—Lo intentaré —le indicó Cal.

—No te
atrevas
a hacerlo —dijo Galin refiriéndose o bien a Cal, o a De Bono, o a ambos.

—Pero si no es más que una radio, por el amor de Dios —protestó Cal.

—Es mierda de Cuco —insistió Galin.

—Corrupción —anunció una vez más Toller.

—¿De dónde la has sacado? —le preguntó Cal a De Bono.

—¿Y a ti qué te importa? —dijo Galin, luego dio un paso hacia los intrusos—. Ya os lo he dicho antes: aquí no sois bienvenidos.

—Creo que nos lo han dicho bien claro, Cal —insistió Suzanna—. Déjalo.

—Lo siento —le dijo Cal a De Bono—. Tendrás que arreglarla tú mismo.

—No sé hacerlo —repuso el joven, cabizbajo.

—Tenemos cosas que hacer —se disculpó Suzanna con un ojo puesto en Galin—. Tenemos que marcharnos. —Le tiró del brazo a Cal—. Vámonos —le dijo.

—Eso es —asintió Galin—. Malditos Cucos.

—Me dan ganas de romperle la nariz —dijo Cal.

—No estamos aquí para derramar sangre. Estamos aquí para
impedir
que se derrame.

—Ya lo sé. Ya lo sé.

Con un encogimiento de hombros a modo de disculpa, Cal le volvió la espalda a aquel campo y ambos echaron a andar entre los abedules. Al llegar al otro lado oyeron pisadas detrás de ellos. Los dos se dieron la vuelta. De Bono los iba siguiendo, todavía abrazado a la radio.

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