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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (39 page)

BOOK: Sortilegio
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—Quieren que regreséis a la casa —les gritó.

Mientras los dos se encaminaban de regreso hacia los mirtos, se hizo evidente que se estaban tramando algunos acontecimientos de cierta importancia. Varios miembros del Consejo estaban ya abandonando la Casa de Capra, con la urgencia reflejada en los andares y en los rostros. Las campanas de los árboles se habían puesto a sonar, aunque en aquellos momentos no había brisa en movimiento, y se veían luces por encima de la Casa, como enormes luciérnagas.

—El Amadou —dijo Jerichau.

Las luces caían en picado y se elevaban formando elaboradas piruetas.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Suzanna.

—Señales —repuso Jerichau.

—¿Señales de qué?

Cuando Jerichau iba a responder, Yolande Dor apareció entre los árboles y se detuvo delante de Suzanna.

—Deben de estar locos para confiar en ti —le indicó sin tapujos—. Pero, te lo digo ahora, yo no pienso dormirme. ¿Me oyes? ¡Tenemos derecho a
vivir
! ¡Vosotros, los malditos Cucos, no sois los amos de la tierra!

Luego se alejó, maldiciendo a Suzanna.

—Eso significa que van a seguir el consejo de Romo —dijo ésta.

—Eso es lo que está diciendo el Amadou —le confirmó Jerichau sin dejar de contemplar el cielo.

—No estoy segura de estar preparada para esto.

Tung se encontraba en la puerta y la llamaba haciéndole señas de que entrase.

—Apresúrate, ¿quieres? El tiempo es algo precioso, pues tenemos poco.

Suzanna titubeó. El menstruum no le infundía ningún valor en aquellos momentos; notaba el estómago como una estufa fría; ceniza y vacío.

—Yo estoy
contigo —le recordó Jerichau adivinando la ansiedad de la muchacha.

La presencia de Jerichau le proporcionaba cierto consuelo. Juntos entraron en la Casa.

Cuando Suzanna penetró en la cámara fue acogida con un silencio casi reverente. Todos los ojos se volvieron hacia ella. En aquellos rostros se reflejaba la desesperación. La última vez que Suzanna había estado allí, sólo unos minutos antes, la habían tratado como una invasora. Ahora, en cambio, era de ella de quien dependían las frágiles esperanzas de supervivencia de todos. Trató de manifestar el temor que sentía, pero le temblaban las manos cuando se detuvo ante ellos.

—Estamos decididos —le dijo Tung.

—Ya lo sé —repuso Suzanna—. Yolande me lo ha dicho.

—No nos gusta mucho la idea —le aseguró uno de los presentes a quien Suzanna reconoció como un desertor de la facción de Yolande—. Pero no tenemos otra elección.

—Ya se están produciendo disturbios en la zona exterior —le dijo Tung—. Los Cucos saben que estamos aquí.

—Y pronto amanecerá —intervino Messimeris.

Así era. No podían faltar más allá de noventa minutos para el alba. Y, una hora, después de que amaneciera, todos los Cucos curiosos del vecindario estarían paseándose sin rumbo fijo por la Fuga. Quizá sin alcanzar a verla del todo, pero sabiendo que allí había algo que mirar, algo que temer. Y después de eso, ¿cuánto tiempo haría falta para que se repitiera la escena de la calle Lord?

—Se están dando los pasos necesarios para empezar a tejer de nuevo —le dijo Dolphi.

—¿Es difícil?

—No —repuso Messimeris—. El Torbellino posee una gran energía.

—¿Cuánto se tarda?

—Quizá dispongamos de una hora —le indicó Tung— para enseñarte lo que tienes que saber acerca del Tejido.

Una hora. ¿Qué iba ella a aprender en una hora?

—Decidme sólo aquello que necesite saber para vuestra seguridad —les pidió Suzanna—. Y nada más que eso. Lo que no sepa no se me escapará.

—Comprendido —dijo Tung—. Así, pues, no hay tiempo para formalidades. Comencemos.

X. LA LLAMADA

Cal se despertó bruscamente.

Se notaba un ligero y helado frío en el aire, aunque no era eso lo que lo había despertado. Era Lemuel que pronunciaba su nombre.

—Calhoun... Calhoun...

Cal se sentó. Lemuel estaba a su lado, sonriendo por entre la espesura de la barba.

—Aquí hay alguien que pregunta por ti —le dijo.

—¿Si?

—No dispones de mucho tiempo, poeta —continuó mientras Cal hacía esfuerzos para ponerse en pie—. Están volviendo a tejer la alfombra. En cuestión de minutos, poco más, todo esto volverá a estar dormido. Y yo con ello.

—No puede ser verdad —dijo Cal.

—Pues lo es, amigo mío. Pero no tengo miedo. Tú velarás por nosotros, ¿verdad?

Estrechó la mano de Cal con fuerza.

—He soñado algo... —comenzó a decir Cal.

—¿Qué era?

—He soñado que esto era real y lo otro no lo era.

La sonrisa de Lemuel se desvaneció.

—Ojalá fuese verdad lo que has soñado —le confió—. Pero el Reino es demasiado real. Lo que ocurre es que una cosa que llega a estar tan segura acerca de sí misma se convierte en una especie de mentira. Eso es lo que has soñado. Que el otro lugar es un lugar de mentiras.

Cal asintió. El apretón de manos se hizo más fuerte, como si se tratase de un pacto.

—No te olvides de ello, Calhoun. Y acuérdate de Lo, ¿eh? Y del huerto.
¿Lo harás?
Si es así, volveremos a vernos.

Lemuel le abrazó.

—Recuerda —
le dijo en un susurro con la boca junto a la oreja de Cal.

Cal correspondió a aquel abrazo de oso lo mejor que pudo, dada la gordura de Lo. A continuación el Hortelano se separó de él.

—Será mejor que te vayas deprisa —le indicó—. Tu visitante tiene un asunto muy importante entre manos, según dice.

Y se encaminó hacia el lugar donde estaban enrollando la alfombra y en el que estaban sonando algunas, las últimas canciones melancólicas.

Cal lo estuvo observando mientras el otro se abría paso entre los árboles, rozando con los dedos la corteza de cada uno de ellos al pasar. Sin duda les estaba ordenando que durmieran dulcemente.

—¿Señor Mooney?

Cal se dio la vuelta para mirar. A cierta distancia de él, más o menos a dos veces la anchura de un árbol, estaba de pie una mujer menuda de rasgos claramente orientales. En la mano llevaba una lámpara que alzó al aproximarse a Cal para examinarlo detenidamente y sin el menor disimulo.

—Bien —comenzó a decir la mujer con voz musical—, él me había dicho que es usted guapo, y es cierto. Aunque de un modo caprichoso. —Ladeó la cabeza un poco, como si tratase de apreciar mejor la fisonomía de Cal—. ¿Cuántos años tiene?

—Veintiséis. ¿Por qué?

—Veintiséis —dijo ella—. Él tiene unas matemáticas terribles.

«Yo también», estuvo a punto de decir Cal. Pero había otras apremiantes preguntas que quería formular, la primera de las cuales era:

—¿Usted quién es?

—Me llamo Chloe —fue la respuesta que le dio la mujer—. He venido a buscarle. Tendríamos que darnos prisa. Él se está impacientando.

—¿Quién?

—Aunque tuviéramos tiempo para hablar, no me está permitido decírselo —repuso Chloe—. Pero está ansioso por verle a usted, eso sí puedo decirlo. Muy ansioso.

La mujer se dio la vuelta y echó a andar alejándose del pasillo que formaban los árboles. Continuaba hablando, pero Cal no lograba captar lo que decía. Echó a andar en pos de ella, y le llegó flotando el final de una frase.

—...no da tiempo a pie...

—¿Qué dice? —le preguntó Cal al llegar a la misma altura que ella.

—Que tenemos que viajar de prisa —le informó la mujer.

Habían llegado ya al final del huerto, y lo que allí había era nada menos que una
ricksha
. Apoyado en los manilleros y fumándose un cigarrillo negro, se encontraba un hombre nervudo de mediana edad que iba vestido con unos pantalones de color azul brillante y un chaleco desgastado. En la cabeza llevaba un sombrero hongo.

—Éste es Floris —le indicó Chloe a Cal—. Por favor, suba.

Cal obedeció y se instaló entre un revoltijo de cojines. No habría podido rehusar tomar parte en aquella aventura aunque su vida hubiera dependido de ello. Chloe también subió y se situó a su lado.

—Deprisa —le ordenó al conductor; y partieron raudos como el viento.

XI. EN LA GLORIETA
1

Se había prometido a sí mismo no volverse a mirar hacia el huerto, y se mantuvo fiel a tal promesa hasta el mismísimo final en que, antes de que la noche que los rodeaba se tragase por completo aquella vista, le flaquearon las fuerzas y se volvió a mirar.

Sólo pudo ver el círculo de luz donde había estado recitando los versos de Mooney
el Loco
; luego la
ricksha
dobló una curva y la vista desapareció.

Floris respondió al mandado de Chloe. Vaya si fueron de prisa. El vehículo rodaba y traqueteaba, lanzado sobre las piedras y pastos con igual entusiasmo y amenazando todo el tiempo con hacer salir despedidos a los pasajeros. Cal se sujetó al costado del vehículo y estuvo contemplando la Fuga que pasaba ante sus ojos. Se maldijo a sí mismo por dormirse en la forma en que lo había hecho y perderse una noche de exploración. La primera vez que había vislumbrado el Mundo Entretejido le había resultado muy familiar, pero viajando por aquellas carreteras se sentía como un turista que mirase amorosamente las vistas de un país extraño.

—Es un lugar extraño —comentó cuando pasaban bajo una roca que había sido esculpida con la forma de una ola enorme y oscilante.

—¿Qué se esperaba? —quiso saber Chloe—. ¿El patio de atrás de su casa?

—No exactamente. Pero, en cierto modo, creí que lo conocía. Por lo menos en un sueño.

—El paraíso siempre tiene que ser más raro de lo que uno espera, ¿no cree? Si no, pierde el poder de fascinar. Y usted está fascinado.

—Sí —reconoció Cal—. Y asustado.

—Naturalmente —le dijo Chloe—. Eso mantiene la sangre fresca.

Cal no alcanzó a comprender bien aquel comentario, pero había otras cosas que reclamaban su atención. A cada vuelta o recodo se encontraba con una nueva vista. Y delante la más impresionante de todas ellas; el irritante muro de nubes del Torbellino.

—¿Es ahí hacia donde nos dirigimos? —preguntó.

—Cerca —repuso Chloe.

Se adentraron de pronto en un bosquecillo de abedules cuya plateada corteza silbaba a la luz de los relámpagos que procedían de la nube; a continuación empezaron a subir por una pendiente que Floris enfiló a una velocidad impresionante. Al acabarse el bosquecillo el terreno cambiaba bruscamente de fisonomía. Ahora la tierra era más oscura, casi negra, y la vegetación parecía más propia de un invernadero que del aire libre. Y, lo que es más, al llegar a la cima de la pendiente y comenzar a viajar a lo largo de la cresta de la misma, Cal se encontró de repente presa de extrañas alucinaciones. No hacía más que vislumbrar a ambos lados de la carretera variadas escenas que en realidad no tenían lugar
allí
; eran semejantes a las imágenes de una televisión mal sintonizada que se desenfocase y luego volviese a enfocarse de nuevo. Distinguió una casa construida en forma de observatorio y algunos caballos que pastaban a su alrededor, vio también a varias mujeres, ataviadas con vestidos de seda acuosa, que reían todas juntas. Cal pudo ver asimismo muchas otras cosas, pero ninguna de ellas durante un tiempo superior a unos cuantos segundos.

—¿Le parece perturbador? —le preguntó Chloe.

—¿Qué está sucediendo?

—Este es un terreno paradójico. Estrictamente hablando, usted no debería estar aquí, de ninguna manera. Siempre existen peligros.

—¿Qué peligros?

Si ella llegó a ofrecerle alguna respuesta, ésta quedó ahogada por el estallido de un trueno procedente del vientre del Torbellino que siguió a un relámpago de color lila. Se encontraban a menos de quinientos metros de la nube; a Cal se le erizó el vello de los brazos y de la nuca; le dolían los testículos.

Pero a Chloe no le interesaba nada el Manto Incandescente. Estaba contemplando el Amadou, que se movía en el cielo detrás de ellos.

—Ha empezado la tarea de volver a tejer —le dijo a Cal—. Por eso está tan inquieto el Torbellino. Tenemos menos tiempo de lo que yo pensaba.

Al oír aquello Floris apretó el paso y echó a correr, lo cual hizo que sus talones desprendieran del suelo tierra suelta que penetró en la
ricksha
.

—Es lo mejor —continuó Chloe—. Así no tendrá tiempo de ponerse sensible.

Tras tres minutos más de aquel viaje magullador, llegaron a un pequeño puente de piedra ante el cual Floris detuvo el vehículo levantando una nube de polvo.

—Aquí es donde nos apeamos —le indicó Chloe. Y guió a Cal por un breve tramo de escalones que conducían al puente. Éste estaba tendido sobre un barranco estrecho, aunque profundo, cuyos lados se hallaban cubiertos de musgo y helechos. Por debajo corría el agua, que iba a alimentar un estanque en el que saltaban los peces.

—Vamos, vamos —le urgió Chloe, e hizo que Cal se apresurase a cruzar el puente.

Ante ellos había una casa cuyas puertas y contraventanas estaban abiertas de par en par. Las tejas de la techumbre se hallaban cubiertas de excrementos de pájaros, y varios cerdos, negros y grandes, dormitaban apoyados contra la pared. Uno de ellos se incorporó cuando Cal y Chloe se acercaron al umbral, y le olisqueó las piernas a Cal antes de volver a su sopor porcino.

En el interior no había luces encendidas; la única iluminación era la que proporcionaban los relámpagos, que, a tan corta distancia del Torbellino, eran casi constantes. Bajo aquella luz Cal examinó la habitación a la que Chloe le había conducido. Estaba escasamente amueblada, pero se veían papeles y libros en todas las superficies disponibles. En el suelo había extendida una colección de alfombras, todas ellas muy deshilachadas; y sobre una de éstas descansaba una enorme, y seguramente bastante anciana, tortuga. Al fondo de la habitación había una ventana grande que daba al Manto Incandescente. Delante de la misma se hallaba un hombre instalado en una silla sencilla y grande.

—Aquí lo tiene —le dijo Chloe. Cal no estaba muy seguro de quién estaba siendo presentado a quién.

O bien la silla o bien su ocupante emitió un crujido cuando el hombre se levantó. Era ya viejo, aunque no tanto como la tortuga; tendría más o menos la misma edad que Brendan, calculó Cal. Y su rostro estaba obviamente familiarizado con la risa, había conocido también el dolor. Una marca, semejante a una mancha de humo, le corría desde la raya del pelo hasta la nariz, donde se desviaba para bajar desde allí por la mejilla derecha. La cicatriz no le desfiguraba la cara, sino que más bien servía para conferirle cierto gesto de autoridad que de otro modo las facciones solas no habrían poseído. Los relámpagos iban y venían, grabando a fuego la silueta de aquel hombre en la mente de Cal, pero el anfitrión no pronunció palabra. Se limitó a mirar a Cal, y luego continuó mirándolo. Había placer reflejado en aquel rostro, aunque Cal no sabía bien porqué. Y tampoco se sentía dispuesto a preguntarlo, por lo menos no hasta que el otro rompiera aquel silencio que flotaba entre ellos. Sin embargo, eso era algo que no parecía muy probable. El hombre se limitaba a seguir mirándolo fijamente.

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