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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (14 page)

BOOK: Sangre guerrera
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Los dos regresaron antes de que el sol llegase a lo más alto; ambos tenían el rostro crispado, y
pater
tenía marcas negras en las comisuras de los ojos.
Pater
ignoró mis preguntas y nos envió a mí, a Hermógenes y a todos los demás chicos que pudimos encontrar para que reuniéramos a todos los píateos.

Solo éramos mil hoplitas y otros mil muchachos y esclavos. Nos reunimos antes de que los pájaros dejaran de cantar. Estábamos en la cima de la colina, al lado del viejo fuerte,
y pater y
Mirón llevaban lanzas, como si, conjuntamente, fueran los presidentes.
Pater
hizo una señal de asentimiento a Mirón y este levantó su lanza.

—¡Hombres de Platea! —dijo. Estaba pálido. Había perdido mucha sangre y andaba con cuidado por la herida próxima a la ingle que el médico ateniense le había cauterizado. Si el mortífero arquero hubiese afinado la puntería, podría haber sido un muerto viviente. Pero Mirón tenía el coraje que hace que un hombre haga lo que tiene que hacer aun herido—. El arconte murió sirviendo a la ciudad. No tenemos nuevo arconte ni tampoco estratego.

—¿Y eso qué importa? —dijo alguien—. Vayamos a casa. ¡Podemos debatirlo en la asamblea!

—¡Hombres de Platea! —dijo Mirón. Su voz no era muy fuerte, pero los hombres guardaban silencio para escucharlo—. El ejército de Tebas está a un día de marcha y los hombres de Atenas nos piden que nos quedemos y luchemos.

Esa información fue recibida con una oleada de quejas y murmullos.

Pater
se adelantó. Levantó su lanza.

—¡Basta de tonterías! —gritó—. O luchamos mañana con Atenas a nuestro lado o tendremos que enfrentarnos a ellos dentro de un mes, en casa, solos —dijo, y eso los calló. Después,
pater
asintió—. ¡Detuvimos a Esparta! —dijo—. ¿Qué tiene de especial Tebas?

Ahora lo ovacionaron. Todos odiaban a Tebas. Esparta era un monstruo noble y horripilante de los relatos de los viajeros, pero Tebas era el enemigo familiar.

Mirón señaló a
pater
.

—Propongo que Tecnes, de los Corvaxos, sea estratego.

Nadie rugió.
Pater
no tenía nada del magnetismo que puede hacer que los hombres te quieran, pero todas las manos se elevaron al aire.

Mirón hizo una señal de asentimiento a
pater. Pater
apuntó su lanza hacia Mirón.

—Yo propongo que Mirón, de la casa de Hércules, sea arconte de los píateos hasta que nos reunamos en la asamblea.

Y así se hizo.

Antes de que el día sumara una hora más, los escuderos estábamos empaquetando las cosas. Ahora teníamos burros, docenas de burros, como parte del botín del campamento peloponesio. Yo estaba tratando de ingeniármelas para ponerle un aparejo extranjero a un testarudo animal cuando sentí la mano de
pater
en mi hombro.

—Recoge la armadura de tu hermano —dijo— y toma a Hermógenes como escudero. Mañana estarás con los hombres. Basta ya de juegos de niños.

Y así me convertí en hoplita.

5

M
archamos al este, a través de Ática, y los tebanos se retiraron ante nosotros, confundidos por este giro de los acontecimientos. Yo sudaba con la armadura de mi hermano;
pater
la había ajustado en una fragua ática, con herramientas prestadas, para cambiar la cintura de la coraza de campana de mi hermano y la presión de sus grebas. Su casco me encajaba perfectamente.

Pater
lloraba mientras trabajaba.

Al tercer día, creimos que los tebanos se habían esfumado, pero después nos llegaron informaciones que decían que había otro ejército que avanzaba hacia nosotros desde Eubea. Los eubeos odiaban a Atenas. La verdad sea dicha: Atenas es arrogante y la mayoría de las ciudades la odian.

Entonces, el padre de Milcíades demostró por qué era un estratego al que había que tener en cuenta. Nos despertó cuatro horas antes del amanecer; dejamos las hogueras encendidas y a los esclavos y a los muchachos vigilándolas, y nosotros marchamos al este y después, al norte. Los hombres que viajaban con frecuencia decían que estábamos en algún lugar próximo a Tanagra. Yo solo sabía que el peso de las armas de mi hermano muerto, su pañoplia, era igual al peso de una niña de cinco años y yo lo llevaba encima, caminando por una montaña.

Milcíades el Viejo tenía un buen plan: marchar alrededor de los tebanos y cogerlos durante la siesta, obligándolos a luchar, sin que entrasen en contacto con los eubeos. Pero los tebanos no eran tontos. Tenían espías y exploradores, y, probablemente, sus esclavos intercambiaran comida con los nuestros. Sabían que íbamos hacia ellos y también marcharon en la oscuridad, dispuestos a tendernos una emboscada en las laderas del macizo de Parnés. Y, como en la mayoría de las batallas, ningún plan guardaba el menor parecido con el desastre que vino a continuación.

Los píateos eran el ala izquierda del ejército, y esto significaba que éramos la retaguardia, los últimos hombres en marcha. Al cruzar la ladera del macizo de Parnés por caminos de cabras, marchábamos en doble fila. Llevaba horas avanzar unos pocos estadios y, como caminaba con dificultad, me daba la sensación de que estábamos más tiempo parados que andando.

Por el sorteo de tribus y campos, yo iba al lado de Simón. Nadie había mencionado el hecho de que hubiera huido de los espartanos. Yo ni siquiera
sabía
que había huido —solo habían desertado dos o tres hombres y, aunque yo estaba casi seguro de que él había sido uno de ellos, llevaba un antiguo casco sin penacho y, en la cara de cuero de su escudo, no llevaba ningún blasón, como la mayoría de los hombres—. Ahora marchaba a mi lado y no hablamos.

El era mucho más alto y ancho que yo. En realidad, yo tenía trece años y era demasiado joven para aguantar la tormenta de bronce, pero creo que
pater
sentía que teníamos que cubrir los huecos de nuestra falange. ¿Quién sabe lo que pasaba por su mente? Nunca discutió esa cuestión conmigo. En todo caso, Simón me llevaba la cabeza, era mucho más pesado y tenía músculo. Y en la oscuridad, en las laderas de Parnés, descubrí lo que era realmente.

El regatón de su lanza brilló a la luz de la luna y lo esquivé. Después, con la cadera, casi me sacó del camino… y de la montaña.

Calcas, el difunto Calcas, me salvó la vida. Para pelear con un hombre más grande y más fuerte, me había enseñado muchos trucos. Me balanceé, con armadura y todo, y planté firmemente los pies. Simón iba andando por la derecha, y el hombre que iba detrás de mí en la fila lanzó una maldición.

Aquella fue la primera de las tres veces que trató de hacerme tropezar, y una vez creo que quiso atravesarme el ojo con el regatón de su lanza. Pero yo estaba alerta y, tras la tercera vez, alguien de la fila —todos éramos vecinos, y Dionisio, el de Mirón, iba inmediatamente antes que yo— le dijo algo a nuestro
filarca
, el viejo Epicteto, y este se retrasó y le preguntó a Simón qué estaba haciendo.

Simón me sonrió.

—Soy un poco torpe —dijo—. Y, en realidad, este chico no puede con el peso de su panoplia.

Epicteto me miró, Yo llevaba puesto mi casco y sudaba como un ciervo con hemorragia. Traté de sonreír.

—¿Es demasiado pesado para ti? —preguntó.

—No —dije—. Simón es un hijo de puta.

Epicteto le lanzó una mirada feroz.

—Sí —dijo. La mayor parte de los de nuestra fila se echaron a reír—. Ten cuidado, Simón, te estoy vigilando.

Creo que ese fue el momento en el que Simón decidió matarnos. Allí mismo, en la montaña. Hasta entonces, creo que solo nos odiaba en silencio. Pero yo le llamé «hijo de puta», el viejo Epicteto lo admitió tranquilamente, todos se rieron y la suerte quedó echada.

Éramos los últimos. Milcíades y su tribu eran los primeros. Y los tebanos estaban esperando emboscados. Habría sido un desastre.

No hay mejor posición para una falange que coger a tu oponente mientras pasa por un camino de cabras, dominándolo desde la altura.

Pero los tebanos se movieron tarde y llegaron tarde y desordenadamente a su posición emboscada. Normalmente, los hoplitas no se tienden emboscadas. Quizá sientan que es de poca hombría. ¿Quién sabe lo que piensa un tebano? En todo caso, ellos la cagaron.

El resultado fue que sus hombres se encontraron con Milcíades en la oscuridad. En vez de una emboscada, tuvimos un combate multitudinario a la primera luz del día.

La primera noticia que tuve fue que las filas comenzaron a moverse más deprisa; después, se pararon; más tarde, pudimos oírlo: el combate, Una batalla hizo de mí un experto. Pero esto no sonaba como el combate con los espartanos. Sonaba como si el Caos viniera a la tierra, y así fue.

Ninguno de los bandos presentaba una falange formada. Eso es lo que todo el mundo recuerda de la batalla de Parnés. Nuestras filas y las suyas se mezclaban en el terreno lleno de maleza, quebrado, en la cara norte de la montaña, y el empuje de los hombres que iban detrás fue añadiendo combatientes. Estaba tan oscuro que, con el rostro dentro del casco, no podías estar seguro del hombre que tenías a tu izquierda o a tu derecha salvo que tocaras su escudo con el tuyo. Por dos veces, Epicteto nos detuvo sin órdenes y formó nuestras filas, cerrándolas más. Hacía lo que sabía hacer: formar el bloque que nos diera más seguridad. Pero, en las dos ocasiones, el camino se estrechaba de repente hasta quedar en nada y teníamos que volver a romper filas.

Una hora después de oír por primera vez el combate, agotados por el temor de la espera y la fatiga de la marcha, doblamos una curva y lo vimos. El sol era una bola roja en el horizonte, al este, y acertamos a vislumbrar el mar al norte, donde el sendero subía y bajaba; el combate estaba allí mismo, a un tiro de lanza.

Yo podía ver el doble penacho de
pater
. Estaba quieto, con el escudo contra las rodillas y los brazos cruzados.

El valle estaba lleno de hombres enzarzados en el combate, que era una espiral de muerte. Como los ejércitos no habían formado, ningún hombre tenía un frente ni una retaguardia, y no había seguridad alguna ni muro de escudos.

Los atenienses nos pedían que acudiéramos: ¡ADELANTE! Y
pater
seguía mirando el valle. Yo, personalmente, no tenía ninguna prisa por meterme en aquella vorágine.

Y entonces,
pater
tomó su decisión. Pude verla en el juego de sus hombros y en el movimiento de su espalda. Tomó su decisión y nos movimos, no abajo, a la batalla, sino por la ladera, hacia el norte,
Pater
empezó a correr y las columnas corrieron tras él.

Podría parecer algo sencillo dirigir a mil hombres, rodeando una batalla que ocupaba solo una anchura de unos dos estadios. Un hombre puede correr el estadio en el tiempo en que otro hombre canta una canción, pero mil hombres tardan cien veces más, o así parece cuando la suerte de tu ciudad depende del resultado. Y nosotros, cariño, estábamos muertos de miedo. Nos habían prometido una estratagema y un combate fácil, y esto solo era caos y muerte.

Pater
corrió hacia el norte y las filas lo siguieron. Justo por la cima de la colina en la que lo primero que ves es la polis de Tanagra en la lejanía, giró al oeste, mandó parar y ordenó que formaran las filas. Aquello era fácil. Escogió un terreno llano y cada fila subió, dirigida por su
filarca
y la lanza de
pater
, y se detenía a la izquierda de la fila anterior, de manera que en el tiempo que tardó el sol en elevarse la altura de un dedo, la falange estaba formada, menos los cobardes y los hombres que no podían correr.

Yo lo hice.

Simón no. Me preguntaba qué podría haber hecho para que fuera al frente, pero la carrera lo dejó atrás. Unos sesenta hombres quedaban en la retaguardia. Esto ocurre siempre. Por eso, los
filarcas
dicen unas palabras a los hombres que van al combate y luego cierran filas.

De repente, me encontré en la cuarta fila. Tenía la mano fría y húmeda sobre
Mataciervos
. Tenía una pesada jabalina con la que ir y eso era todo. No tenía espada. Por otra parte, contaba con una armadura como los mejores hombres.

Epicteto me puso en la cuarta fila porque, en su opinión, yo era más apto para el combate que los ocho hombres que estaban detrás de mí. Tenía razón. Pero, en aquel momento, pensé que era un monstruo por ponerme tan cerca del frente.

Yo estaba a una columna del extremo derecho. Bion era mi jefe de columna y
pater
estaba a una distancia aproximada de una lanza cuando cerramos nuestras filas y columnas en el sinapismo.

Después, cantamos el peán, Normalmente, los hombres lo entonaban antes de cargar, aunque no siempre. No sé qué pasó con el peán en Oinoe, si lo he olvidado o si no lo cantamos. Pero yo estaba en la falange en Parnés y recuerdo haberlo cantado, rugiendo mi miedo dentro del casco de bronce que llevaba mi hermano cuando murió.

En las filas cerradas, estás a un metro de los hombres que tienes a ambos lados, de manera que el borde de tu escudo toca los otros si te mueves para darles un golpecito, algo que hacen constantemente los hombres mientras esperan. Empiezas a unos centímetros de los hombres que tienes delante y detrás, pero, a medida que se desarrolla la lucha, todo se cierra. Bueno, eso es lo que ocurre por regla general. Acabas dentro de una muchedumbre empaquetada que empuja junta y solo ve con los ojos de la primera línea. En aquel combate, no tuve ni idea de lo que estaba ocurriendo frente a nosotros desde el momento en que nuestras filas se cerraron. Yo veía la espalda cubierta de cuero de Dionisio, y podía ver los penachos de
pater
y el borde de mi propio
aspis
.

Avanzamos.

Marchamos juntos al son del peán. Teníamos una suave colina detrás de nosotros, bajamos por ella y nuestra primera línea entró en combate. ¿Amigos? ¿Enemigos? El frente de una falange no tiene aliados. Entramos en combate y el único indicio de que
pater
se estaba enfrentando a la muerte fue una mayor presión en mi escudo.

Pero ellos desaparecían frente a nosotros. Pasé, esquivándolo, sobre un hombre que había caído. Lo miré, cosa bastante difícil con casco, y vi sus ojos que miraban por encima del borde de su escudo, y la sangre negra en sus piernas. Lo dejé vivo, y lo mismo hicieron los demás.

Empezamos a sumirnos en la vorágine. El polvo ascendía con el sol y la batalla no acababa. Dimos a la vez un paso adelante y yo sentía un calor enorme y me encontraba agotado; tenía la lanza apuntando hacia arriba para no enredarme con los hombres que iban delante de mí. A veces, el hombre que iba detrás de mí, un agricultor de mediana edad de dos fincas más allá de la nuestra, un hombre amargado llamado Zotikós, empujaba demasiado, dejándome emparedado entre el frente curvado de su
aspis
y la parte de atrás del mío, también curvada. Yo era demasiado pequeño para esto y me hizo daño.

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