Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (43 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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La belleza física era algo común en las Estancias, pero Sara había elegido un cuerpo y una cara perfectos, con un gusto exquisito y sin demasiados detalles extravagantes. A excepción, quizá, de su pelo, que se ondulaba a merced de una inexistente corriente de agua, como si estuviera sumergida en un mar de cristal.

Ricardo salió de su ensimismamiento y se dio cuenta de que no había captado nada del mensaje.

—Repetición —ordenó al aire.

Y los labios de Sara dejaron escapar su voz sensual: «Hola, Richard. Anoche te marchaste de forma un tanto inesperada mientras hablaba con Moriarti y nos quedamos a mitad de... la conversación. Esta tarde, a eso de las ocho estaremos en el Club Sacratorium. Pásate y si quieres podemos ir después a las nuevas galerías Laplace; hay una exposición de un nuevo diseñador de V-muebles que me gustaría ver. ¡Venga, anímate!, supongo que podré esperarte media hora. Por fav...»

—¡Alto! ¡Sólido! —dijo Richard en voz alta, convirtiendo la imagen de Sara en un objeto manipulable a sus manos.

La rozó con la punta de los dedos y el cuerpo se adhirió a ellos.

—Corte.

Trazó un arco imaginario en la cascada reluciente y el líquido dejó de caer bajo la zona marcada, rebotando en un invisible paraguas. Quedaba el espacio justo para resguardar el cuerpo de Sara, de modo que lo dejó allí, despegándolo con facilidad de su mano.

—Animación.

La imagen comenzó a moverse de una forma natural mientras Richard retrocedía un par de pasos para contemplar el efecto en perspectiva. Sara le lanzaba una dulce mirada de complicidad realzada por el líquido que caía junto a ella y que la iluminaba.

«Sencillamente delicioso», pensó. Se sintió orgulloso de su obra, había tardado un mes en dominar por completo todas las técnicas para desenvolverse en la Estancia y, sin falsa modestia, consideraba que había conseguido resultados muy superiores al del resto de la gente. El tratamiento de los objetos podía parecer sencillo, pero no lo era: había muchos abonados que no podían conseguir exactamente lo que querían y adquirían muebles virtuales —o V-muebles, como los llamaban ahora—, diseñados por no se sabe bien qué programador. Otros incluso tenían que contratar los servicios de V-arquitectos para construir sus viviendas.

Pero él no. El había construido su hogar perfecto con sus propias manos, y lo variaba cada vez que le apetecía. Esto le reportaba una gran satisfacción, y además le ahorraba un dinero precioso que no tenía.

—Hora.

Apareció delante suyo una enorme esfera translúcida de cuyo centro partían tres agujas de agua que indicaban la hora al segundo. Eran las ocho menos cuarto. Faltaban aún quince minutos para encontrarse con la belleza de Sara. Quince largos minutos.

Rozó el reloj con suavidad y éste se transformó en una lluvia de estrellas que rebotaron en el suelo y se fundieron emitiendo tenues destellos de colores vivos. Bellísimo.

4

Un dragón se acercaba por su espalda. Cuando oyó su respiración, giró bruscamente y le cortó la cabeza con el mandoble luminoso que tenía entre sus manos. Volvió a girarse y abrió la pesada puerta de hierro oxidado; los goznes sonaron al rotar con un tétrico chirrido y, de pronto, saltaron dos soldados. Comenzaba una violenta lucha.

Laura y Álex observaban. Desde fuera de la cabina transparente e insonorizada la visión era muy diferente: sólo veían a un hombre envuelto por completo en un traje sensor y con un casco parecido al de un motociclista. Dos minipantallas de plasma en su interior ofrecían la visión estereoscópica del mundo creado por la computadora. Un mundo que ahora envolvía completamente a Tomás y que le hacía luchar frenéticamente contra dos brazos mecánicos que reproducían los golpes y agresiones de los enemigos. El dolor, aunque controlado, sí que era real.

—Cada día me parece más brutal —comentó Laura—. Si no encuentra otro modo de relajarse acabará matándose: fíjate en el controlador de espadas, cada vez ataca con más fuerza.

—¿Problemas con su mujer otra vez? —preguntó Álex.

—Eso es lo que me ha parecido. Ya ha venido de mal humor, y cada día es más cerrado. Ya sabes, casi nunca habla de temas personales.

Una cara redonda y malhumorada se interpuso entre ellos y el cada vez más frenético y sudoroso Tomás. Los gritos y el vocabulario soez no dejaban lugar a dudas: el jefe de sección, como cada día, visitaba a sus esbirros.

—¿Pero qué coño significa este follón? ¿Qué cojones hace ése ahí dentro otra vez?

Laura señaló como única respuesta un monitor de seguimiento virtual suspendido frente a ellos. Tomás el Luchador descargaba en ese momento un potente golpe en el pecho de un soldado. La armadura del enemigo se agrietó y aprovechó la situación para introducir la espada por la hendidura y matar al rival, que cayó al suelo rodeado de una mancha de sangre que crecía y crecía. De repente, un golpe en la parte posterior de la rodilla tiró a Tomás al suelo. Afortunadamente se giró con la rapidez necesaria para esquivar el golpe mortal que otro soldado enemigo iba a atestarle.

La barra de acero que manejaba uno de los brazos mecánicos dio tal golpe en el suelo que podría haberle roto un par de costillas.

—Este tío está totalmente loco —murmuró el jefe entre dientes—. ¿En qué nivel está jugando?

—En el seis... creo —respondió ambiguamente Laura para intentar evitar la ira de su superior.

—Pero este gilipollas qué quiere, ¿suicidarse? ¡Y sin protecciones! ¿Cómo le han dejado entrar sin protecciones? ¿No ven que esos robots podrían destrozarle los huesos?

Laura y Álex se miraron, se encogieron de hombros y no respondieron. Cuando a Tomás se le metía algo en la cabeza era imposible convencerle de lo contrario.

El jefe de personal se acercó a un teclado que había debajo del monitor y comenzó a pulsar las órdenes que desconectaban el sistema de juego. Al instante, los soldados, dragones, castillo y demás seres desaparecieron. Los robots plegaron sus brazos y se quedaron inmóviles.

Tomás golpeó el suelo con la vara metálica que tenía entre las manos al no encontrar la espada de su oponente. Se quedó tumbado sobre el suelo unos segundos. Respiraba agitadamente. Laura y Álex podían imaginar, oculta bajo el casco, la expresión de odio de su compañero: a Tomás no le gustaba quedarse a medias.

—Vámonos —susurró Laura al oído de Álex.

Se alejaron de la habitación de cristal blindado y fueron a sentarse delante de sus terminales. Desde allí pudieron ver cómo el jefe abroncaba a Tomás, que dejó a su superior con la palabra en la boca y salió de la habitación de cristal dando un sonoro portazo. Al momento abrió la puerta el jefe y le persiguió por la sala, gritando cosas bastante poco agradables.

Laura y Álex se quedaron solos en la sala. Había una veintena de terminales, separados por plafones de madera que distribuían de manera simétrica el espacio y creaban pequeñas celdas ocupadas por los instrumentos que precisaban los creadores del mundo que vendía Intercom: el terminal, una silla, una agenda, un portafolios, un teléfono y tres cajones.

Ciertamente, no era mucho lujo para quienes tenían el poder de decidir el mundo irreal en el que la gente vivía: las formas de un nuevo planeta, la cultura que tendría, los seres que lo habitarían o el tipo de aventuras que allí podrían experimentar los abonados. Y es que en aquellas minúsculas celdillas se convertían en realidad las ideas de los dioses, que después Intercom y su colosal aparato publicitario se encargaban de distribuir con resultados magníficos: más de tres millones de abonados vivían su otra vida bajo las decisiones de los semitodopoderosos programadores. No obstante, Laura, Álex y Tomás experimentaban en menor medida esa sensación de poder: pertenecían a la subdivisión de Arcades Virtuales, que había perdido el favor de los accionistas de Intercom desde que el público mostró su preferencia por las Estancias, la realidad virtual más... real.

—Laura, ¿cómo has decidido que será el suelo del planeta? —preguntó Álex.

—He programado una superficie de estructura cristalina parecida al cuarzo. Como las montañas aparecerán también en forma de cristales de cuarzo, será muy difícil llegar a las fortalezas —respondió Laura.

—Bien, entonces crearé unos cuantos castillos también de cristal y de paredes lisas, ¿O. K.?

—Como quieras. A ver si vuelve Tomás y nos enseña esos árboles que estaba haciendo.

De ese suelo, de esos castillos y de esos árboles tenía que resultar Anthrax, un planeta donde los usuarios se encontraban con extraños seres a los que tenían que matar para conseguir destruirlo todo. Después se marcharían a otro planeta para repetir una vez más su misión exterminadora.

Con un poco de suerte, Anthrax resistiría dos o tres meses antes de quedar aniquilado por completo. Si aguantaba por lo menos ocho semanas podrían trabajar con tranquilidad y no tendrían que quedarse después de su turno para contentar a los ansiosos abonados guerreros con un nuevo planeta hecho a toda prisa.

Tomás entró en la sala. Se había duchado y su cabello castaño todavía estaba mojado.

—¿Qué, cómo va el proyecto? ¿Os queda mucho?

—Casi hemos terminado, sólo falta que nos enseñes los árboles que has ideado —contestó Álex.

—Bien... —comenzó a decir Tomás mientras tecleaba las órdenes necesarias para la conexión de su terminal con el sistema central e introducía su tarjeta de acceso en una ranura que había en el lateral del monitor—. La idea es muy sencilla. He pensado que podríamos colocar unos cuantos bosques muy densos cerca de todos los puntos que deben tomar los soldados. Estarán llenos de estos arbolitos.

Tomás pulsó unas teclas y apareció en la pantalla un árbol de tronco grueso con ramas desnudas que nacían ya desde la base. Más o menos a la altura humana, la estructura se hacía mucho más densa y se extendía varios metros a lo ancho y tres o cuatro más hacia arriba.

—Fijaros, en un bosque muy poblado, la luz que llegue al nivel del suelo será casi nula, un factor que dificultará la visión y el avance de los soldados. Y eso sin hablar de sincronizar un ataque, ya que estos bosques les impedirán cualquier tipo de comunicación por radio.

—¿Y eso es todo? —preguntó Laura con total indiferencia—. ¿Después de tanto tiempo sólo se te ha ocurrido eso?

Tomás se la quedó mirando unos instantes con una sonrisa en los labios. Había dejado lo mejor para el final.

—Sabía que dirías eso exactamente. No, no es todo. Se trata de árboles que se alimentan de energía de cualquier tipo. Eso quiere decir que al detectar la energía de los soldados les atacarán. Los apresan con las ramas bajas y comienzan a sacar una especie de raíces que se introducen rápidamente en el cuerpo del guerrero. En tres días el afortunado morirá y todo aquello que contenga energía será absorbido por los árboles: radios, armas, etc. Por eso será imposible la comunicación, porque se alimentarán incluso de las ondas electromagnéticas de los emisores. ¿Qué? ¿Mejor?

—No, todavía no —contestó Laura, que nunca se dejaba ganar con facilidad—. Falta el punto débil del bosque.

—Cierto —asintió Álex—. Ya conoces las reglas: todo enemigo debe tener un punto débil. Si no, el Comité no acepta el mundo.

—Tranquilos. También he pensado en eso. Los árboles utilizan la energía para crecer, pero su crecimiento es lento, de forma que la van almacenando. Esta idea me permite crear dos tipos de vegetales, que se podrían dividir en positivos y negativos. Para destruirlos tan sólo hay que cortocircuitar dos árboles de diferente signo.

—¿Quieres decir que además pican? —repuso secamente Álex.

—No, porque la corteza es aislante. Si picasen, los jugadores tendrían demasiados datos y acabarían enseguida con la amenaza. Tal como lo veo, tardarán bastante tiempo en dar con la solución. De eso se trata, ¿no?

—De todas formas, hay otra manera de acabar con los árboles —comenzó a decir Laura—. Tan sólo son necesarias unas cuantas unidades de artillería pesada; con ellas podrían abrir un corredor en los bosques y tener el camino libre en menos de diez minutos.

—¿Me vais a dejar acabar o no? —preguntó Tomás cansado de tantas interrupciones que, por otro lado, le permitían hacer lo que más le gustaba: mantener en suspense a la gente, controlar su atención—. La estructura del planeta es básicamente cristalina, ¿cierto? Bien, pues se me ha ocurrido que podríamos rodear los bosques con abismos recubiertos de puentes cristalinos que permitieran el paso a grupos reducidos de infantería. Así sólo podrán llevar unos pocos lanzagranadas. La única solución será el cortocircuito mediante arpones y cables conductores bastante gruesos. Y eso les llevará mucho tiempo: primero tienen que pensar en esa posibilidad y luego deberán transportar el material en varios viajes, de un lado al otro del abismo de cristal.

—¿Te olvidas que pueden utilizar aviones o helicópteros para trasladar todo el material? —preguntó irónicamente Laura.

—No, te olvidas tú que el planeta contiene oxígeno en una proporción muy baja y los reactores no pueden funcionar. Y por ahora todas las naves de asalto terrestre utilizan motores a reacción, con lo que todo el material tendrá que ser llevado a pie. Calculo que este planeta nos va a durar de cuatro a seis meses como mínimo. Además, recordad que el coeficiente de los usuarios guerreros no es demasiado alto que digamos. ¿Alguna duda?

Álex negó con la cabeza y se arrellanó en su silla anatómica. Laura se quedó mirando la pantalla pensando durante unos minutos. El cabronazo de Tomás había pensado en todo. Ahora quedaba el hueso más duro de roer: convencer a las cabezas engominadas del Comité.

5

Al final, Richard se había decidido a acudir a la cita con Sara. Lo cierto era que en ningún momento lo había dudado. Sara le atraía muchísimo, disfrutaba en su compañía aunque ella tuviera cierta tendencia a rodearse de esos estúpidos intelectuales de tres al cuarto que le carcomían la cabeza con conversaciones vacías. De hecho, ¿qué otra cosa se podía esperar de un tipo que, por ejemplo, se hacía llamar Moriarti?

No importaba. Quizá convencería a Sara para ir a un sitio tranquilo como las playas esmeraldas para ver la conjunción de las seis lunas —«un buen sitio, sí, señor»—, y poder hablar de lo que sentía por ella.

Su aereomoto avanzaba velozmente esquivando a otros vehículos que circulaban caóticamente sobre la ciudad. El Sacratorium era un gran edificio suspendido a unos treinta metros del suelo. No había ninguna entrada accesible desde el suelo, y la única posibilidad de entrar era mediante un vehículo aéreo. La zona de aparcamiento, una réplica de anillos planetarios, giraba en torno a la gran basílica de nácar adornada con motivos renacentistas y barrocos que despedían tenues destellos amarillos. Richard dio varias vueltas sobre el local antes de ocupar un espacio libre del aparcamiento. Bajó de su vehículo plateado y esperó junto a él hasta que la rotación del anillo le dejó delante de la puerta de oro macizo que daba paso al más importante local de moda de la ciudad.

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