La cámara frigorífica siguiente era enorme, toda ella de acero inoxidable, con un gran tirador horizontal. Tiró de él, hasta abrirla por completo, y vio una cámara de congelación: era toda una habitación con una temperatura de muchos grados bajo cero.
—Timmy…
—¿No puedes esperar un momento? —dijo, fastidiado—. Estoy tratando de encontrar tu helado.
—Timmy… hay algo aquí.
Lex estaba susurrando y, por un instante, las dos últimas palabras no se percibieron. Entonces, Tim se apresuró a salir del congelador, viendo el borde de la puerta orlado con humo verde brillante. Su hermana estaba en pie más allá, al lado de la mesa de acero: mirando en dirección a la puerta de la cocina.
Tim oyó un siseo bajo, como el de una serpiente muy grande. El sonido subía y bajaba con suavidad. Era apenas audible; hasta podría haber sido el viento pero, de algún modo, Tim supo que no lo era.
—Timmy —musitó su hermana—, tengo miedo…
El niño se arrastró hacia la puerta de la cocina y miró hacia fuera.
En el oscurecido comedor vio el ordenado patrón rectangular verde conformado por las tablas de las mesas. Y, moviéndose con suavidad entre ellas, silencioso como un fantasma, salvo por el escape siseante de la respiración, había un velocirraptor.
En la oscuridad del cuarto de mantenimiento, Grant avanzó a tientas, palpando las cañerías, para regresar donde estaba la escalera de mano. Le resultaba difícil acertar con el camino y, por alguna razón, encontraba que el ruido del generador le desorientaba. Llegó a la escalera y empezó a descender, cuando se dio cuenta de que en el cuarto había algo más, además del ruido del generador.
Se detuvo, escuchando.
Era un hombre que gritaba.
Parecía la voz de Gennaro.
—¿Dónde está usted? —gritó Grant.
—Por aquí: en el camión.
Grant no podía ver camión alguno. Entornó los ojos para ver en la oscuridad. Observó con el rabillo del ojo: vio formas verde brillante, que se movían. Después, vio el camión y se volvió hacia él.
Tim sintió que el silencio era escalofriante.
El velocirraptor medía un metro ochenta de alto, y era muy musculoso, aunque sus fuertes patas y su cola quedaban ocultas por las mesas. Tim sólo le podía ver el fornido torso superior, los dos antebrazos tensamente dispuestos a lo largo del cuerpo, las garras que colgaban. Pudo ver el moteado iridiscente del lomo. El velocirraptor estaba alerta: mientras avanzaba, miraba de un lado a otro, volviendo la cabeza con movimientos espasmódicos y bruscos, como los de un ave.
Una gigantesca, silenciosa, ave de rapiña.
El comedor estaba a oscuras pero, en apariencia, el raptor podía ver lo suficientemente bien como para esquivar las mesas. Avanzaba sin pausa. De vez en cuando se inclinaba, bajando la cabeza hasta ponerla fuera de la visual, por debajo de las mesas. Tim oyó el sonido de un olfateo rápido. Después, la cabeza volvía a emerger de manera repentina, alerta, sacudiéndose atrás y adelante como la de un pájaro.
Tim observó hasta que estuvo seguro de que el velocirraptor se dirigía hacia la cocina. ¿Les estaba siguiendo el rastro? Todos los libros decían que los dinosaurios tenían un mal sentido del olfato, pero este parecía arreglárselas muy bien. De todos modos, ¿qué sabían los libros? Aquí se encontraba la verdad.
Yendo hacia él.
Tim se zambulló de vuelta en la cocina.
—¿Hay algo ahí fuera? —preguntó Lex.
Tim no respondió. La metió de un empujón bajo una mesa de la esquina, detrás de un gran cubo de desperdicios. Se inclinó muy cerca de su hermana y susurró con furia:
—¡Quédate aquí! —Y después corrió hacia la cámara frigorífica.
Realmente no sabía si eso iba a funcionar, pero agarró un puñado de bistecs fríos y fue presuroso hacia la puerta. En silencio, colocó el primero de los bistecs, después retrocedió unos pasos y colocó el segundo…
A través de las antiparras, vio a Lex curioseando por el lado del cubo. Con la mano le ordenó que retrocediera. Colocó el tercer bistec, y el cuarto, penetrando cada vez más en la cocina.
El siseo era más intenso y, en ese momento, la mano provista de garras aferró la puerta, y la cabezota escudriñó con cautela lo que tenía alrededor.
Tim se detuvo.
El velocirraptor vaciló en la entrada de la cocina.
Tim permaneció semiagachado, en la parte de atrás de la cocina, cerca de la pata más alejada de la mesa de acero. Pero no había tenido tiempo de esconderse: cabeza y hombros todavía le sobresalían por encima de la mesa. Estaba claramente expuesto a la mirada del velocirraptor.
Lentamente, Tim bajó el cuerpo, hundiéndose debajo de la mesa… El velocirraptor volvió la cabeza con movimientos cortos y espasmódicos, hasta quedar mirando directamente a Tim.
Éste quedó paralizado. Todavía estaba expuesto, pero pensó: «No te muevas».
El velocirraptor permanecía inmóvil en el vano de la puerta.
Olfateando.
«Está más oscuro aquí —pensó Tim—: no puede ver bien. Eso lo vuelve cauteloso».
Pero podía percibir el olor a moho del gran reptil y, a través de las lentes, lo vio bostezar en silencio, tirando hacia atrás su largo hocico, exhibiendo hileras de dientes afilados como navajas.
El velocirraptor volvió a fijar la mirada hacia delante, moviendo la cabeza de un lado a otro. Los enormes ojos giraban dentro de las órbitas óseas.
Tim sintió que su corazón galopaba. De algún modo, resultaba peor verse enfrentado a un animal como ése en una cocina que en selva abierta: el tamaño, los movimientos rápidos, el olor acre, la respiración sibilante…
«Quizá no venga», pensó.
Visto de cerca era un animal mucho más aterrador que el tiranosaurio, que era enorme y poderoso, pero no particularmente astuto. El velocirraptor tenía el tamaño de un hombre, y estaba claro que era rápido e inteligente: Tim temía los escrutadores ojos casi tanto como los dientes afilados.
El velocirraptor olfateó. Dio un paso hacia delante… ¡avanzando directamente hacia Lex! ¡Le debía de oler, seguramente! El corazón de Tim dio un vuelco. El animal se detuvo. Se inclinó con lentitud.
Encontró el bistec.
Tim quería agacharse, para mirar debajo de la mesa, pero no se atrevió a moverse: se mantuvo inmóvil, semiacuclillado, escuchando la ruidosa masticación.
El dinosaurio se lo estaba comiendo. Con huesos y todo.
Después alzó la esbelta cabeza y miró a su alrededor. Olfateó. Vio el segundo bistec. Avanzó con rapidez. Se inclinó.
Silencio.
No se lo estaba comiendo.
La cabeza volvió a subir. Tim tenía las piernas acalambradas, pero no se movió.
¿Por qué el animal no se comía el segundo bistec? Muchas ideas le relampaguearon en la mente: no le gustaba el sabor, no le gustaba que estuviera frío, no le agradaba el hecho de que la carne no estuviera viva, olía la trampa, olía a Lex, olía a Tim, veía a Tim…
El velocirraptor se desplazó muy deprisa ahora: encontró el tercer bistec, hundió la cabeza, volvió a mirar hacia arriba, y prosiguió su marcha.
Tim contuvo la respiración: el dinosaurio ahora estaba a unos pocos metros de distancia. Tim pudo ver las pequeñas contracciones que se producían en los músculos de los flancos. Percibió las incrustaciones de sangre seca en las garras de la mano. Pudo ver el fino diseño de estrías que había dentro del patrón moteado, y los pliegues de la piel del cuello, por debajo de la mandíbula.
El velocirraptor olfateó. Movió la cabeza espasmódicamente y miró a Tim de hito en hito: el niño casi jadeó por el miedo; su cuerpo se puso tenso, rígido. Observaba mientras el ojo de reptil se movía, explorando la habitación. Otro olfateo.
«Me atrapó», pensó Tim.
Entonces la cabeza giró con otro movimiento brusco, para mirar hacia delante, y el animal siguió su camino, hacia el quinto bistec. Tim pensó:
«Lex por favor no te muevas, por favor no te muevas por lo que sea que haga, por favor no…»
El velocirraptor olió el bistec y siguió adelante. Ahora se encontraba ante la puerta del congelador. Tim pudo ver el vaho saliendo en volutas, abarquillándose a lo largo del suelo mientras iba hacia las patas del animal. Una de las enormes patas armadas con garras se alzó; después volvió a bajar, en silencio. El dinosaurio vacilaba. «Demasiado frío —pensó Tim—. No se va a meter ahí, es demasiado frío, no va a entrar, no va a entrar, no va a entrar…».
El dinosaurio entró.
La cabeza desapareció; después, el cuerpo; después, la rígida cola.
Tim saltó como un resorte, lanzando el peso de su cuerpo contra la puerta de acero inoxidable, cerrándola de golpe… ¡Se cerró sobre la punta de la cola! ¡La puerta no se cerraba! El velocirraptor rugió, un aterrador sonido bajo. Inadvertidamente, Tim dio un paso atrás: ¡la cola había desaparecido! ¡Cerró la puerta otra vez y la oyó trabarse! ¡Cerrada!
—¡Lex! ¡Lex! —gritaba. Oía al animal golpeando la puerta, lo sentía lanzándose contra el acero. Tim sabía que en la parte de dentro había un tirador plano de acero, y que si el raptor lo golpeaba, abriría la puerta: tenían que echarle el cerrojo.
—¡Lex!
Lex estaba junto a él:
—¿Qué quieres?
Tim estaba apoyado con todo su peso contra el tirador horizontal de la puerta, manteniéndola cerrada.
—¡Hay un pasador! ¡Un pasador pequeño! ¡Consigue el pasador!
El velocirraptor rugía como un león, el sonido llegaba amortiguado por el espeso acero. Chocaba con todo su cuerpo contra la puerta.
—¡No puedo ver nada! —gritó Lex.
La espiga se balanceaba debajo del tirador de la puerta, pendiente de una cadenita de metal.
—¡Está ahí mismo!
—¡No puedo verlo! —aulló la niña, y fue entonces cuando Tim se dio cuenta de que su hermana no utilizaba las lentes.
—¡Búscala al tacto!
Vio la manita que se tendía hacia arriba, tocando su propia mano, buscando a tientas el pasador y, al tener a su hermana tan próxima, pudo sentir cuan asustada estaba, la respiración entrecortada en cortos jadeos de pánico, mientras palpaba en busca del pasador, y el velocirraptor se arrojaba contra la puerta y la abría —Dios, la abría—, pero el animal no lo esperaba y ya se había retirado hacia atrás para hacer otro intento y Tim volvió a cerrar de un portazo. Lex, arrastrándose sobre manos y piernas, tendió la mano en la oscuridad:
—¡Lo tengo! —gritó, aferrando el pasador en el puño crispado, y lo empujó a través del agujero. El pasador volvió a resbalar al suelo.
—¡Desde arriba, ponlo desde arriba!
La niña volvió a cogerlo, levantándolo sobre la cadena, balanceándolo sobre el tirador, y lo hizo bajar. Dentro del agujero.
Trabada.
El velocirraptor rugió. Tim y Lex se apartaron de la puerta, mientras el animal se volvía a lanzar contra ella con todo su peso. Ante cada impacto, las bisagras de la pesada puerta de acero crujían, pero aguantaban. Tim no creía que el animal pudiese abrirla.
El raptor estaba encerrado.
Tim lanzó un largo suspiro:
—Vámonos —dijo.
Tomó de la mano a Lex y corrieron.
—Debería haberlos visto —dijo Gennaro, mientras Grant le guiaba para salir del edificio de mantenimiento.
—Los vi.
—Debía de haber unas dos docenas. Compis. Tuve que arrastrarme para entrar en el camión, para poder alejarme de ellos. Cubrían todo el parabrisas. Simplemente agachados, esperando como buitres. Pero escaparon cuando llegó usted.
—Son carroñeros —dijo Grant—; no atacan nada que se esté moviendo o que parezca fuerte. Atacan cosas muertas, o casi muertas. En todo caso, cosas que no se muevan.
Subían por la escalera, regresando a la puerta de entrada.
—¿Qué le pasó al raptor que le atacó a usted? —preguntó Grant.
—No lo sé.
—¿Se fue?
—No lo vi. Se alejó, creo que porque estaba herido. Creo que Muldoon le disparó en la pata, y estaba sangrando mientras estuvo aquí. Después… no sé. A lo mejor volvió a salir. A lo mejor murió aquí. No lo vi.
—Y, a lo mejor, todavía está aquí —dijo Grant. Le echó un vistazo al reloj.
Quedaban dieciséis minutos.
Desde las ventanas del pabellón, Wu miraba a los raptores que estaban más allá de la cerca: todavía parecían estar jugando, llevando a cabo ataques fingidos contra Ellie. Esa conducta se mantenía hacía largo tiempo, y a Wu se le ocurrió que podría ser demasiado tiempo. Y eso le tenía perplejo, porque casi parecía como si los animales estuvieran tratando de retener la atención de Ellie, del mismo modo que ella trataba de retener la de ellos.
La conducta de los dinosaurios siempre había sido un aspecto de menor importancia para Wu. Y con razón: la conducta era un efecto de segundo orden del ADN, como el arrollamiento de las proteínas. Realmente no se podía predecir la conducta, y realmente no se podía controlar, salvo en formas muy toscas, como la de hacer a un animal dependiente de una sustancia de su dieta, al retirar una enzima. Pero, en general, los efectos relativos a la conducta sencillamente estaban más allá del alcance del entendimiento: no se podía ver la secuencia del ADN y predecir la conducta. Era imposible.
Y eso había hecho del trabajo de Wu con el ADN algo puramente empírico: cuestión de parchear aquí y allá, como un artesano moderno podría reparar un antiguo reloj de péndulo. Había que lidiar con algo surgido del pasado, algo hecho con materiales antiguos y obedecía a reglas antiguas. No se podía tener la certeza de por qué funcionaba del modo en que lo hacía; y ya había sido reparado y modificado muchas veces por las fuerzas de la evolución en el transcurso de eones. Así que, al igual que el artesano que hace un ajuste y después ve si el reloj funciona mejor, Wu hacía un ajuste y después veía si los animales se conducían mejor. Y únicamente trataba de corregir los aspectos más obvios de la conducta: las embestidas incontroladas contra las cercas eléctricas o el frotamiento de la piel contra troncos, hasta quedar en carne viva. Ésas eran las conductas que le llevaban de vuelta al tablero de dibujo.
Y los límites de su ciencia le habían dejado con una misteriosa sensación en cuanto a los dinosaurios del parque: nunca estaba seguro, nunca realmente seguro, en absoluto, de si la conducta de los animales era históricamente exacta o si no lo era. ¿Se estaban conduciendo como lo habían hecho en el pasado? Era una pregunta no respondida y, en última instancia, incontestable.