Se volvió.
Sí.
Estaba donde quería estar: en el vivero, bajo luces infrarrojas, largas mesas, con hileras de huevos y una bruma que flotaba por encima. Los balancines que había sobre las mesas tenían un movimiento continuo, que producía un sonido bajo e incesante, como un golpeteo suave, y un zumbido. La bruma se derramaba junto a las mesas y flotaba hacia el suelo, donde desaparecía, se evaporaba.
Desde el pasillo, Grant corrió directamente hacia la parte de atrás del vivero, para entrar en un laboratorio de paredes de vidrio con luz ultravioleta. La ropa refulgía en azul. Grant miró a su alrededor, los reactivos en vidrio, los vasos de precipitados llenos de pipetas, las placas de Petri…, todo ello delicado equipo de laboratorio.
Los velocirraptores entraron en la sala, con cautela al principio, olfateando el aire húmedo, mirando las largas mesas acunadoras de huevos. El animal que iba en cabeza se limpió las ensangrentadas mandíbulas con el dorso del antebrazo. Silenciosamente, los animales pasaron entre las largas mesas; se desplazaban por la sala en forma coordinada, bajando la cabeza de vez en cuando para escudriñar debajo de las mesas.
Buscaban a Grant.
Había tres raptores. Grant se agachó y se desplazó hacia la parte de atrás del laboratorio, miró hacia arriba y vio la caperuza metálica que tenía el emblema de la calavera y las tibias cruzadas: un cartel rezaba:
PRECAUCIÓN TOXINAS BIOGÉNICAS OBSERVAR PRECAUCIONES
A4. Recordó que Regis le había dicho que eran venenos poderosos: unas pocas moléculas matarían en forma instantánea.
La caperuza se encontraba embutida al ras, contra la superficie de la mesa. Grant no pudo pasar la mano por debajo. Hizo presión contra la caperuza. Trató de abrirla, pero no había puerta, no había tirador, no había modo alguno de que pudiera ver… Se levantó con lentitud y echó una rápida mirada a la sala principal: los velocirraptores todavía se estaban desplazando entre las mesas de huevos.
Se volvió hacia la caperuza: vio un extraño accesorio metálico hundido en la superficie de la mesa; parecía un enchufe para exteriores, con una tapa redonda. Levantó la tapa, haciéndola girar sobre sus bisagras, y vio un botón: lo apretó.
Con un suave siseo, la caperuza se deslizó hacia arriba, hacia el cielo raso.
Vio anaqueles de vidrio por encima de él, e hileras de botellas señaladas con la calavera y con las tibias cruzadas. Escudriñó los rótulos: CCK-55…
TETRA-ALFA SECRETINA… TIMOLEVINA
X-1612… Bajo la luz ultravioleta, los fluidos refulgían en verde pálido. En las proximidades vio una placa de Petri que contenía jeringas; las jeringas eran pequeñas, y cada una contenía una cantidad reducidísima de fluido con un brillo verde. Agachado en la oscuridad azul, Grant extendió el brazo hacia la placa de las jeringas. Las agujas estaban cubiertas por un protector plástico: Grant quitó uno de ellos, arrancándolo con los dientes. Observó la delgada aguja.
Avanzó. En dirección a los velocirraptores.
Había dedicado toda su vida al estudio de los dinosaurios y ahora vería cuánto sabía en realidad. Los velocirraptores eran pequeños dinosaurios carnívoros, como los ovirraptores y los dromeosaurios, de los que desde hacía mucho se creía que robaban huevos. Precisamente del mismo modo que algunas aves modernas comen los huevos de otras aves. Grant había supuesto que los velocirraptores comerían huevos, si pudieran.
Se arrastró hasta la mesa de huevos más cercana, de las que estaban en el vivero. Con lentitud, alzó el brazo, metiéndolo en la bruma, y tomó un huevo grande de la mesa acuñadora. Tenía el tamaño de una pelota de rugby, casi, de color crema con tenues motitas rosadas. Tuvo que sostener el huevo con cuidado, mientras clavaba la aguja a través de la cáscara, e inyectó el contenido de la jeringa. El huevo refulgió con una tonalidad tenuemente azul.
Grant se volvió a inclinar. Por debajo de la mesa vio las patas de los velocirraptores, y la bruma que se derramaba desde arriba. Lanzó el brillante huevo rodando por el suelo, en dirección a los animales. Los raptores miraron hacia arriba, oyendo el débil retumbar sordo que producía el huevo al rodar, y con movimientos espasmódicos volvieron la cabeza para mirar a su alrededor. Después, reanudaron la lenta búsqueda de su presa.
El huevo se detuvo a varios metros del raptor más próximo.
¡Maldición!
Grant repitió la misma operación: tomar en silencio un huevo, bajarlo de su balancín, inyectarlo y mandarlo rodando hacia los velocirraptores. Esta vez, el huevo se detuvo al lado de la pata de uno de los animales. Se movió con suavidad, produciendo un sonido suave y corto al dar contra las garras de la pata del dinosaurio.
El animal estaba erguido sobre las patas traseras y bajó la cabeza, sorprendido por ese nuevo regalo. Se inclinó y olió el huevo refulgente. Con el hocico, lo hizo rodar por el suelo unos instantes.
Y no le hizo caso.
El velocirraptor se volvió a erguir sobre las patas traseras y, con lentitud, prosiguió su marcha, continuando la búsqueda.
No funcionaba.
Grant extendió la mano en busca de un tercer huevo y lo inyectó con una jeringa fresca. Sostuvo el huevo refulgente en las manos y lo hizo rodar otra vez. Pero quería asegurarse de que les llegaría a los velocirraptores, así que a este lo hizo rodar rápido, como una bola de bolera: el huevo traqueteó por el suelo en forma muy sonora.
Uno de los animales lo oyó y bajó la cabeza, lo vio venir y, en forma instintiva, capturó el objeto móvil, deslizándose con celeridad entre las mesas, para interceptarlo. Las grandes mandíbulas se cerraron como un resorte y mordieron el huevo, haciendo pedazos la cáscara.
El raptor se irguió; de las quijadas le goteaba albúmina descolorida. Se lamió los labios ruidosamente, y resopló. Volvió a morder y lamió el huevo del suelo. Pero no parecía mostrar malestar alguno. Se inclinó para comer otra vez del huevo roto que estaba en el suelo. Grant miró por debajo para ver qué ocurriría…
Desde el otro lado de la habitación, el raptor le vio. La cabezota quedó inmóvil, con el huevo en la boca.
El velocirraptor le estaba mirando de hito en hito.
Gruñó en forma amenazadora. Se desplazó en dirección a Grant, cruzando la sala a zancadas largas, increíblemente veloces. Grant se sintió conmocionado al verlo y quedó paralizado por el pánico cuando, de repente, el animal emitió un sonido de jadeo, de gorgoteo, y el cuerpo enorme cayó hacia delante, desplomándose en el suelo. La pesada cola azotó el piso, presa del espasmo. La bestia seguía emitiendo ruidos como de ahogo, interrumpidos por chillidos intermitentes y fuertes. De la boca le brotó espuma.
La cabeza se agitaba hacia atrás y hacia delante. La cola alternativamente daba un golpe violento y ruidoso, y otros sordos.
Con ése tenemos uno, pensó Grant.
Pero no moría muy deprisa. Parecía llevarle una eternidad. Grant extendió la mano para tomar otro huevo; vio que los demás raptores estaban paralizados en mitad de su movimiento, como si se hallaran en estado de vida latente: estaban escuchando el sonido que emitía el animal agonizante; uno de ellos alzó la cabeza, seguido por otro, y después otro. El primer animal se desplazó para mirar a su congénere caído.
Ahora, el raptor moribundo tenía sacudidas espasmódicas. Lanzaba gemidos lastimeros. Tanta espuma le brotaba de la boca, que Grant apenas sí le pudo volver a ver la cabeza otra vez. Cayó al suelo y gimió de nuevo.
El segundo animal se inclinó sobre el caído, examinándolo: parecía estar perplejo por esos dolores lancinantes de muerte. Con cautela, miró la cabeza que lanzaba espuma, después siguió, recorriendo el cuello que se contraía espasmódicamente, las costillas que se contraían y distendían penosamente, las patas…
Y le dio un mordisco a la pata trasera.
El animal moribundo lanzó un gruñido y, súbitamente, levantó la cabeza y torció el cuerpo, hundiendo los dientes en el cuello del atacante.
«Con ése son dos», pensó Grant.
Pero el animal que estaba de pie logró esquivar el contraataque. Le manaba sangre del cuello en forma copiosa. Lanzó un golpe con las garras traseras y, mediante un solo movimiento veloz, abrió en canal el vientre del animal caído, cuyos intestinos se derramaron por el suelo como gruesas víboras. Los alaridos del velocirraptor agonizante llenaban el laboratorio. El atacante se alejó, como si luchar de repente se hubiera vuelto demasiado complicado.
Cruzó la sala, bajó la cabeza, ¡y la levantó llevando un huevo refulgente! Grant observaba mientras la bestia hincaba el diente; el material refulgente le goteaba por el mentón.
«Con ése son dos».
El segundo velocirraptor quedó fulminado en forma casi instantánea, tosiendo y precipitándose hacia delante. Mientras caía, derribó una mesa: docenas de huevos rodaron por el suelo. Grant los miró consternado.
Todavía quedaba un tercer animal.
Grant tenía una jeringa más. Con tantos huevos rodando por el suelo, tendría que hacer algo más. Estaba tratando de decidir qué hacer, cuando el último animal resopló con irritación. Grant alzó la vista: el velocirraptor le había localizado.
Ese último animal no se movió durante largo rato: se limitó a mirarle con fijeza. Y, después, lenta, silenciosamente, se acercó. Acechándole. La cabeza subía y bajaba al caminar, mirando primero debajo de las mesas, después por encima de ellas. Se desplazaba en forma muy deliberada, muy cauta, sin exhibir esa celeridad que había mostrado en la jauría: convertido ahora en animal solitario, se había vuelto súbitamente cuidadoso: no apartaba los ojos de Grant. Y Grant miró a su alrededor: no había sitio alguno en el que se pudiera esconder. Nada que pudiera hacer…
La mirada de Grant estaba clavada en el raptor, que se desplazaba con lentitud en sentido lateral. Grant se desplazó también; trataba de mantener la mayor cantidad posible de mesas entre él y la bestia que avanzaba. Lentamente… lentamente… Grant se desplazó hacia la izquierda…
El velocirraptor avanzó. Las cáscaras de huevo se quebraban cuando las pisaba en la penumbra rojo oscuro del vivero. La respiración le salía en siseos suaves por las dilatadas fosas nasales.
Grant sintió huevos que se le quebraban bajo los pies, la yema adhiriéndose a la suela de los zapatos. Se puso en cuclillas; sintió el bulto de la radio en el bolsillo.
La radio.
La extrajo del bolsillo y la conectó:
—Hola. Aquí Grant.
—¿Alan? —Era la voz de Ellie—. ¿Alan?
—Escucha —dijo en voz baja—: habla. No hagas otra cosa. Habla.
—¿Alan, eres tú?
—Habla —volvió a decir, e impulsó la radio para que fuera resbalando por el suelo, en dirección al velocirraptor que se le venía encima.
Después se agazapó detrás de la pata de una mesa y se quedó completamente quieto, sin mover un músculo. Y aguardó.
—Alan, háblame, por favor.
Después, un chasquido, y silencio. La radio permaneció en silencio. El raptor avanzaba. Suave respiración siseante.
La radio todavía estaba en silencio.
¡Qué demonios le pasaba a Ellie! ¿No entendía? En la oscuridad, el velocirraptor se acercaba.
—¿… Alan?
La voz metálica que salía de la radio hizo que el enorme animal se detuviera. Olfateó el aire, como si percibiera que había alguien más en la sala.
—Alan, soy yo. No sé si puedes oírme.
Ahora, el velocirraptor se alejaba de Grant y avanzaba hacia la radio.
—Alan… por favor…
¿Por qué no habría empujado la radio más lejos? El animal iba hacia ella, pero estaba cerca. La enorme pata bajó muy cerca de Grant, que pudo ver la piel rugosa, el delicado fulgor verde. Los arroyuelos de sangre seca en la garra curva. Pudo oler el intenso olor a reptil.
—Alan, escúchame… ¿Alan?
La bestia se inclinó, husmeó la radio que estaba en el suelo, explorándola. Tenía el cuerpo alejado de Grant, pero la enorme cola estaba justo por encima de la cabeza del paleontólogo, que extendió el brazo, hundió profundamente la aguja en la carne de la cola e inyectó el veneno.
El velocirraptor gruñó y dio un salto. Con aterradora velocidad giró sobre sí mismo en dirección a Grant, las mandíbulas muy abiertas. Bajó la cabeza como un resorte, cerrando la boca sobre la pata de la mesa, y, con el mismo movimiento corto y espasmódico, alzó la cabeza: la mesa se dio la vuelta y Grant cayó de espaldas, completamente expuesto al ataque. El animal apareció, amenazador, ante él, erguido sobre las patas traseras; la cabeza golpeaba luces infrarrojas que tenía encima, haciendo que oscilaran con violencia para todos los lados.
—¿Alan?
El velocirraptor desplazó su peso hacia atrás y alzó la pata, armada con garras, para golpear. Grant rodó sobre sí mismo y la pata se descargó hacia abajo, errándole apenas, Grant sintió un dolor agudo a lo largo de los omóplatos: el súbito flujo cálido de sangre sobre la camisa. Rodó por el suelo, rompiendo huevos, ensuciándose la cara, las manos. El animal volvió a lanzar su pata, aplastando la radio, que se hizo añicos lanzando una lluvia de chispas. Gruñó, furioso, y disparó su pata una tercera vez. Grant quedó contra una pared, sin otro sitio al que ir, y el animal alzó la pata una última vez.
Y se desplomó hacia atrás.
Su respiración era laboriosa y sibilante. De la boca le salía espuma.
Gennaro y los niños entraron en la sala. Grant les indicó que no avanzaran. Lex miró al animal moribundo y dijo en voz baja:
—Huy…
Gennaro ayudó a Grant a ponerse en pie. Todos se dieron vuelta y corrieron hacia la sala de control.
Tim quedó asombrado al descubrir que la pantalla de la sala de control titilaba ahora encendiéndose y apagándose.
—¿Qué ha pasado?
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