La guió hacia delante. En verde fosforescente, Tim vio las mesas y sillas. Hacia la derecha, la registradora, en verde refulgente, y el estante con goma de mascar y golosinas. Se apoderó de un puñado de barritas de chocolate.
—Te dije que quería helado, no dulces —protestó Lex.
—Tómalos de todos modos.
—Helado, Tim.
—Está bien, está bien.
Tim se metió las barritas en el bolsillo y guió a Lex hacia la parte más interna del comedor. La niña le tiró de la mano.
—No puedo ver nada —dijo.
—Camina conmigo. Coge mi mano.
—Entonces ve más despacio.
Detrás de las mesas y sillas había un par de puertas de vaivén con ventanitas redondas. Probablemente conducían a la cocina. Tim empujó una de las puertas para abrirla, y la mantuvo abierta de par en par.
Ellie Sattler salió por la puerta principal hacia el pabellón, y sintió la helada bruma en la cara y las piernas. El corazón le golpeaba el pecho, aun cuando sabía que estaba completamente segura detrás de la cerca. Directamente adelante, vio los pesados barrotes en medio de la niebla.
Pero no podía ver mucho más allá de la cerca. Otros dieciocho metros antes de que el paisaje se volviera blanco lechoso. Y no veía raptores por parte alguna. De hecho, los jardines y los árboles estaban casi sobrenaturalmente silenciosos.
—¡Eh! —gritó en la niebla, a modo de ensayo.
Muldoon se inclinó contra el marco de la puerta.
—Dudo que eso sirva —comentó—. Tiene que hacer ruido.
Se acercó cojeando, en la mano llevaba una varilla de acero proveniente de la construcción que se estaba haciendo dentro.
Golpeó la varilla contra los barrotes, como si fuera un gong para llamar a comer.
—¡Venid por ella! ¡La cena está servida!
—Muy divertido —dijo Ellie. Echó una nerviosa mirada hacia el techo: no vio raptores.
—No entienden el inglés —sonrió Muldoon—. Pero imagino que perciben la idea general…
Todavía estaba nerviosa, y encontró fastidioso el humor de Muldoon. Miró hacia el edificio de visitantes, envuelto en la niebla. Muldoon reinició el golpeteo sobre los barrotes. En el límite de su campo visual, casi perdido en la niebla, Ellie vio un animal descolorido como un fantasma. Un velocirraptor.
—Primer cliente —dijo Muldoon.
El raptor desapareció, una sombra blanca, y después volvió, pero no se acercó más y pareció extrañamente indiferente al ruido que provenía del pabellón. Ellie estaba empezando a preocuparse: a menos que pudiera atraer a los velocirraptores al pabellón, Grant estaría en peligro.
—Hace usted demasiado ruido —dijo Ellie.
—¡Mil demonios! —repuso Muldoon.
—Bueno, lo hace.
—Conozco estos animales…
—Está borracho. Déjeme manejar esto.
—¿Y cómo va a hacerlo?
Ellie no le respondió y fue hacia el portón:
—Dicen que los raptores son inteligentes.
—Lo son. Por lo menos, tan inteligentes como los chimpancés.
—¿Tienen buena capacidad auditiva?
—Sí, excelente.
—A lo mejor conocen este sonido —dijo Ellie, y abrió el portón: las bisagras metálicas, herrumbradas por la bruma constante, chirriaron sonoramente. Ellie lo cerró otra vez, abriéndolo con otro chirrido. Lo dejó abierto.
—Yo no haría eso —aconsejó Muldoon—. Y si lo hace, déjeme traer el lanzador.
—Traiga el lanzador.
Muldoon lanzó un quejido, recordando:
—Gennaro tiene los proyectiles.
—Bueno, entonces tenga los ojos bien abiertos. —Y pasó por el portón, fuera de los barrotes. El corazón le latía con tanta fuerza que apenas podía sentir los pies en la tierra. Se alejó de la cerca, y le pareció que el vallado desaparecía en la niebla con aterradora velocidad. Pronto se perdió a espaldas de ella.
Como esperaba Muldoon empezó a gritarle con la agitación del borracho:
—¡Maldición, nena, no haga eso! —vociferó.
—No me llame «nena» —respondió, también a gritos.
—¡La llamaré como malditamente se me ocurra! —gritó Muldoon.
—Usted no tiene pelotas —dijo Ellie.
—¿Que no tengo pelotas? —barbotó—. ¿Que no tengo pelotas? Linda manera de hablar para usted, una fina joven liberada. La erudita de los barrios bajos…
No le estaba escuchando. Se daba vuelta con lentitud, el cuerpo tenso, vigilando por todos lados. Ahora estaba a dieciocho metros de la cerca, por lo menos, y podía ver, más allá del follaje, la bruma arrastrada por el viento, como una lluvia leve. Se mantuvo alejada del follaje. Los músculos de piernas y hombros le dolían por la tensión. Sus ojos se esforzaban por ver.
—¿Me oye, maldición? —vociferaba Muldoon.
«¿Hasta qué punto son hábiles estos animales? —se preguntó Ellie—. ¿Lo suficiente como para cortarme la retirada?».
No había mucha distancia de regreso a la cerca, no en realidad…
Atacaron.
No hubo sonido alguno.
El primer animal se lanzó a la carga desde el follaje que había en la base de un árbol, a la izquierda: saltó como un resorte y Ellie se volvió para correr. El segundo atacó desde el otro lado, con la clara intención de atraparla mientras corría, y saltó en el aire, con las garras listas para atacar; la joven se lanzó como un corredor de pista y campo y el animal se estrelló contra la tierra. Ahora, Ellie corría a la máxima velocidad, sin atreverse a mirar hacia atrás, jadeante, viendo los barrotes de la cerca emerger de la neblina, viendo a Muldoon abrir el portón de par en par, viéndole tender la mano, gritarle, aferrarle el brazo y tirar de ella con tanta fuerza que la levantó en vilo y la hizo caer al suelo.
Ellie se dio vuelta a tiempo para ver primero uno, después dos, después tres animales chocar contra la cerca y gruñir.
—¡Buen trabajo! —gritó Muldoon. Ahora se burlaba de los animales, gruñéndoles en respuesta, y eso los enfurecía. Se lanzaban contra la cerca, saltando delante, y uno de ellos casi consiguió pasar por encima.
—¡Cristo, ése estuvo cerca! ¡Estos hijos de puta pueden saltar!
La joven se puso en pie, mirándose las raspaduras y magulladuras, la sangre que le corría por la pierna. Todo lo que pudo pensar fue: tres animales aquí. Y dos en el techo. Eso quería decir que faltaba uno, que estaba en alguna parte.
—¡Vámonos, ayúdeme! —dijo Muldoon—. ¡Mantengámoslos interesados!
Grant dejó el centro de visitantes y avanzó con rapidez, adentrándose en la bruma. Halló el sendero que había entre las palmeras y lo siguió hacia el norte. Allá delante, la estructura del cobertizo de mantenimiento surgió de la niebla.
Por ninguna parte aparecía puerta alguna que él alcanzara a ver. En la parte de atrás, oculto por la vegetación plantada ex profeso, vio un muelle de hormigón para la carga de camiones. Ayudándose con manos y pies, trepó hasta topar con una persiana enrollable vertical de acero; estaba cerrada con llave. Volvió a bajar el muelle de un salto y siguió rodeando el edificio. Más adelante, hacia su derecha, vio una puerta común y corriente. Se mantenía abierta mediante un zapato de hombre que la trababa.
Grant entró y entornó los ojos en la oscuridad. Prestó atención: no oyó nada. Levantó la radio y conectó.
—Aquí Grant —informó—, estoy dentro.
Wu alzó la mirada hacia el tragaluz: los dos velocirraptores seguían escudriñando la habitación de Malcolm, pero parecían estar confundidos por los ruidos del exterior. El genetista fue hasta la ventana del hotel: fuera, los tres velocirraptores seguían cargando contra la cerca. Ellie corría de un lado a otro, protegida por los barrotes. Pero los animales ya no parecían estar tratando en serio de atraparla: ahora casi parecían estar jugando, alejándose de la cerca, dando una vuelta, alzándose sobre las patas traseras y gruñendo, para después volver a caer sobre las cuatro patas, volver a girar en círculo y, por último, embestir. Su conducta había asumido la distintiva característica de una exhibición, más que de un ataque en serio.
—Como pájaros —comentó Muldoon—; están haciendo una representación teatral.
Wu asintió con la cabeza:
—Son inteligentes. Ven que no la pueden alcanzar. No lo están intentando de veras.
La radio chasqueó:
—… dentro.
Wu aferró la radio:
—Repítalo, doctor Grant.
—Estoy dentro.
—¿Doctor Grant, está usted en el edificio de mantenimiento?
—Sí. Quizá deba usted llamarme Alan.
—Muy bien, Alan. Si está usted exactamente dentro de la puerta este, verá muchos caños y tuberías.
—Sí.
—Muy bien. —Wu cerró los ojos, haciéndose la representación mental de lo que había allí—. Inmediatamente delante hay un gran pozo empotrado, situado por debajo en el centro del edificio, que llega dos pisos por debajo de la tierra: ahí abajo puede usted ver montones de cañerías y varios cilindros anaranjados grandes.
—Sí.
—Hacia su izquierda hay una pasarela metálica con barandillas.
—La veo.
—Vaya por la pasarela.
—Ya voy por ella.
Débilmente, la radio transmitía el sonido metálico de las pisadas de Grant sobre el metal.
—Cuando haya recorrido unos seis o nueve metros, quizá, verá otra pasarela que va hacia la derecha. —La veo.
—Vaya por esa pasarela.
—Entendido.
—Cuando siga su marcha, llegará a una escalera de mano situada a su izquierda: esa escalera desciende por el pozo.
—La veo.
—Baje por la escalera.
—Está oscuro.
Hubo un prolongado silencio. Wu se pasó los dedos por el empapado cabello. Muldoon frunció tensamente el entrecejo.
—Muy bien, ya he bajado la escalera —anunció Grant.
—Bien —dijo Wu—. Ahora, directamente delante de usted debe de haber dos grandes tanques amarillos con la indicación «Flammable», en inglés.
—Dicen inflamable, y después hay algo escrito abajo, también en español.
—Ésos son. Ésos son los dos depósitos de combustible para el generador. Uno de ellos se ha agotado, y por eso tenemos que cambiarlo por el otro. Si mira debajo de los depósitos, verá una tubería blanca que sale de ellos.
—¿Una de unos diez centímetros de diámetro, de cloruro de polivinilo?
—Sí. PVC. Siga esa tubería hacia atrás.
—Entendido. Lo estoy siguiendo…
¡Auch!
—¿Qué ha pasado?
—Nada. Me he dado un golpe en la cabeza.
Se produjo un silencio.
—¿Está usted bien?
—Sí, muy bien. Tan sólo… me lastimé la cabeza. Estúpido.
—Manténgase siguiendo el caño.
—Bien, bien —asintió Grant. Su voz denotaba irritación—. Muy bien. La tubería entra en una caja grande de aluminio, con purgas de aire en los costados. Dice «Honda». Parece ser el generador.
—Sí. Ese es el generador. Si va usted hacia el costado verá un panel con dos botones.
—Los veo: ¿amarillo y rojo?
—Así es. Apriete el amarillo primero y, mientras lo mantiene apretado, oprima el rojo.
—Entendido.
Hubo otro momento de silencio. Duró casi un minuto. Wu y Muldoon se miraron.
—¿Alan?
—No funcionó —dijo Grant.
—¿Ha mantenido apretado el amarillo, primero, y después apretó el rojo?
—Sí —afirmó Grant. Parecía molesto—. He hecho exactamente lo que usted me ha dicho.
Se produjo un zumbido y, después, un clic, clic, clic muy rápido; después, el zumbido se detuvo y ya no hubo nada más.
—Pruebe otra vez.
—Ya lo he hecho. No funciona.
—Está bien, un momento. —Wu frunció el entrecejo—. Por lo que me dice, parece que el generador está tratando de ponerse en marcha, pero no puede por algún motivo. ¿Alan?
—Aquí estoy.
—Dé la vuelta y vaya a la parte de atrás del generador, al lugar en el que entra la tubería de plástico.
—Entendido. —Silencio; después, Grant dijo—: La tubería entra en un cilindro negro, que parece una bomba de combustible.
—Así es —dijo Wu—. Eso es lo que es, precisamente: es la bomba de combustible. Busque una valvulita en la parte superior.
—¿Una válvula?
—Tiene que sobresalir por la parte superior, con una aletita metálica de la que usted puede girar.
—La he encontrado, pero está al lado, no arriba.
—Está bien. Dele la vuelta hasta abrirla.
—Está saliendo aire.
—Bien. Espere hasta…
—… ahora está viniendo un líquido. Gasolina, creo. Tiene olor a gasolina.
—Bien. Cierre la válvula. —Wu se volvió hacia Muldoon, sacudiendo la cabeza en gesto de negación. Dijo—: La bomba no estaba cebada. ¿Alan?
—Sí.
—Vuelva a intentar con los botones.
—Entendido. ¿Amarillo y, después, rojo?
—Sí.
Un instante después, Wu oyó los débiles carraspeo y tartajeo del generador al empezar a girar y, después, el resoplido corto y continuo, cuando estuvo plenamente activo.
—Está encendido —dijo Grant.
—¡Buen trabajo, Alan! ¡Buen trabajo!
—¿Ahora, qué? —preguntó Grant. Parecía desanimado—: Las luces ni siquiera se han encendido.
—Vuelva a la sala de control y le diré cómo disponer los controles en forma manual.
—¿Eso es lo que tengo que hacer ahora?
—Sí.
—Bien. Le llamaré cuando llegue.
Se produjo un siseo final y, después, silencio.
—¿Alan?
La radio estaba muerta.
Muldoon miró su reloj:
—Quedan veinte minutos —dijo.
Tim pasó por las puertas de vaivén hasta la parte de atrás del comedor y entró en la cocina: vio una mesa grande de acero inoxidable en el centro; una cocina grande con muchos hornillos, a la izquierda y, más allá, grandes cámaras frigoríficas. Tim empezó a abrir las cámaras, en busca del helado.
Cuando abría cada cámara salía humo hacia el aire cargado de humedad.
—¿Cómo es que la cocina está encendida? —dijo Lex, soltándole la mano.
—No lo está.
—Todas tienen llamitas azules.
—Son llamas piloto.
—¿Qué son llamas piloto? —En su casa tenían una cocina eléctrica.
—No importa —dijo Tim, abriendo otra cámara—. Pero eso quiere decir que puedo cocinar algo.
En ésta encontró toda clase de cosas, envases de cartón con leche, pilas de hortalizas, un estante con chuletas, pescado…, pero nada de helado.
—¿Todavía quieres helado?
—Ya te lo he dicho, ¿no?