Parque Jurásico (25 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Parque Jurásico
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Los Cruceros de Tierra se habían detenido en la meseta de una colina: frente a ellos había una zona densamente poblada con palmeras, que descendía gradualmente hasta el borde de la laguna. El sol estaba descendiendo por el oeste, hundiéndose en un brumoso horizonte. Todo el paisaje del Parque Jurásico estaba bañado por una suave luz, que proyectaba sombras alargadas. La superficie de la laguna estaba surcada por olitas, que producían el efecto de medialunas rosadas. Más hacia el sur, los ocupantes del coche vieron los garbosos cuellos de los apatosaurios, erguidos al borde del agua, sus cuerpos reflejados en la ondulante superficie. Había quietud, salvo por el suave zumbido de las cicadíneas. Mientras contemplaban ese paisaje, resultaba posible creer que realmente habían sido transportados millones de años atrás en el tiempo, a un mundo desaparecido.

—Funciona, ¿no? —le oyeron decir a Ed Regis a través del intercomunicador—. Me agrada venir aquí a veces, al atardecer. Y sentarme, nada más.

Grant no estaba impresionado:

—¿Dónde está T-rex?

—Buena pregunta. Con frecuencia se ve al más pequeño allá abajo, en la laguna. Está abastecida, de modo que tenemos peces ahí. El pequeño aprendió a capturarlos. Resulta interesante ver cómo lo hace: no usa las manos, sino que hunde toda la cabeza debajo del agua. Como un pájaro.

—¿El pequeño T-rex? Es un joven de dos años de edad y, para estos momentos, ya ha crecido un tercio de su tamaño adulto: mide dos metros cuarenta, pesa una tonelada y media aproximadamente. El otro es un tiranosaurio completamente desarrollado, pero no lo veo por el momento.

—Quizás esté abajo, cazando a los camarasaurios —dijo Grant.

Regis rió, su voz sonaba metálica a través de la radio:

—Lo haría si pudiera, créame. A veces se detiene junto a la laguna, contempla a esos animales y agita esos bracitos que tiene, indicando su frustración. Pero el territorio del T-rex está completamente rodeado por zanjas y cercas. Están ocultas a la vista, pero créame, no puede ir a cualquier parte.

—Entonces, ¿dónde está?

—Escondido. Es un poco tímido.

—¿Tímido? —terció Malcolm—. ¿El tiranosaurio rex es tímido?

—Bueno, se oculta muy bien, por regla general. Casi nunca se le ve a campo abierto, en especial durante el día.

—¿Por qué?

—Creemos que se debe a que tiene la piel sensible y se quema con facilidad.

Malcolm se echó a reír.

Grant suspiró:

—Ustedes están destruyendo muchas ilusiones.

—No creo que queden decepcionados. Esperen.

Oyeron un suave balido: en el centro del campo, una jaula pequeña ascendió hasta situarse a la vista de los circunstantes, elevada por un dispositivo hidráulico ubicado bajo tierra. Los barrotes de la jaula descendieron y la cabra quedó atada con una traílla en el centro del campo, balando quejumbrosamente.

—En cualquier momento —insistió Regis.

Miraron con atención, sacando la cabeza por la ventanilla.

—Mírelos —dijo Hammond, observando el monitor de la sala de control—. Inclinándose fuera de las ventanillas, por lo ansiosos que están. No pueden esperar a verlo. Vinieron para sentir el peligro.

—Eso es lo que temo —agregó Muldoon. Hizo girar las llaves en un dedo y observó con tensión los Cruceros de Tierra. Ésa era la primera vez que había visitantes recorriendo el Parque Jurásico, y Muldoon compartía la aprensión de Arnold.

Robert Muldoon era un hombre corpulento, de cincuenta años, con bigote color gris acerado y ojos de un azul intenso. Criado en Kenia, había pasado la mayor parte de su vida como guía de cazadores de caza mayor en África, como su padre lo había hecho antes que él. Pero, desde 1980, trabajaba, principalmente, para grupos conservacionistas y para diseñadores de zoológicos, en calidad de consultor sobre la vida silvestre. Había adquirido popularidad: un artículo aparecido en el
Times
dominical de Londres decía:
«Lo que Robert Trent Jones es para los campos de golf, Robert Muldoon lo es para los zoológicos: un diseñador de conocimiento y habilidad no superados»
.

En 1986 realizó algunos para una compañía de San Francisco, que estaba construyendo un parque privado para vida silvestre en una isla de América del Norte. Muldoon trazó los límites para diferentes animales, definiendo los requisitos de espacio y hábitat para leones, elefantes, cebras e hipopótamos. Identificando qué animales se podían poner juntos y a cuáles había que separar. En aquel momento había sido un trabajo bastante rutinario. La mayor parte de su atención se había consumido en un parque de la India, llamado Tiger World, en el sur de Cachemira.

Entonces, se le ofreció un trabajo como guarda en el Parque Jurásico. La oferta coincidió con su deseo de abandonar África; el salario era excelente y Muldoon aceptó por un año. Quedó atónito al descubrir que el parque era, en realidad, una colección de animales prehistóricos obtenidos por ingeniería genética.

Era un trabajo interesante, claro está, pero, durante los años que había pasado en África, Muldoon había adquirido un punto de vista despojado de romanticismos sobre los animales, lo que, con frecuencia, le hacía chocar con la administración del Parque Jurásico en California, en especial con el tipo riguroso y apegado a ordenanzas que estaba junto a él en la sala de control: en opinión de Muldoon, clonar dinosaurios en laboratorio era una cosa; mantenerlos en estado silvestre era otra completamente distinta.

Muldoon pensaba que algunos dinosaurios eran demasiado peligrosos para que se los mantuviera en el ambiente de un parque. En parte, el peligro existía porque todavía sabían muy poco sobre los animales. Por ejemplo, nadie sospechaba siquiera que los dilofosaurios eran venenosos, hasta que se los observó cazar ratas nativas de la isla: mordían al roedor y después retrocedían, esperando que muriera. Y aun entonces nadie sospechaba que los dilofosaurios pudieran escupir, hasta que uno de los cuidadores casi se queda ciego por el veneno del escupitajo.

Después de eso, Hammond aceptó estudiar el veneno de dilofosaurio, del que se encontró que contenía siete enzimas tóxicas diferentes. También se descubrió que los dilofosaurios podían escupir a una distancia de quince metros. Ya que eso aumentaba la posibilidad de que un huésped que fuera en el coche eléctrico quedara ciego, la gerencia decidió eliminar los sacos de veneno. Los veterinarios lo habían intentado dos veces, con dos animales diferentes, sin éxito. Nadie sabía de dónde se secretaba el veneno. Y nadie lo sabría jamás hasta que se efectuara la autopsia de un dilofosaurio… y la gerencia no autorizaba la muerte de uno de esos animales.

Muldoon se preocupaba aún más por los velocirraptores: eran cazadores instintivos y nunca dejaban pasar una presa. Mataban incluso cuando no tenían hambre; mataban por el placer de matar. Eran corredores rápidos y fuertes, así como asombrosos saltadores. Tenían garras letales en los cuatro miembros: un golpe de barrido hecho con el antebrazo destriparía a un hombre, desparramando sus entrañas. Y tenían poderosas mandíbulas desgarrantes que arrancaban la carne, en vez de morderla. Eran mucho más inteligentes que los demás dinosaurios y parecían tener una habilidad natural para escapar de las jaulas.

Todo experto en zoológicos sabía que algunos animales eran especialmente aptos para escapar de sus jaulas. Algunos, como los monos y los elefantes, podían destrabar la puerta. Otros, como los cerdos salvajes, eran insólitamente inteligentes y podían descorrer el cerrojo de los portones con el hocico. Pero, ¿quién sospecharía que el armadillo gigante era un infame destructor de jaulas? ¿O el alce? Y, sin embargo, el alce era casi tan hábil con su hocico como el elefante con su trompa. Los alces siempre se escapaban; tenían talento para eso.

Y también lo tenían los velocirraptores.

Los raptores eran inteligentes. Eran, corno mínimo, tan inteligentes como los chimpancés y, al igual que los chimpancés, tenían manos ágiles que les permitían abrir puertas y manipular objetos. Podían escaparse con facilidad. Muldoon argumentaba que a los velocirraptores había que matarlos. Y cuando, como había temido, uno de ellos finalmente escapó, mató a dos obreros de la construcción y mutiló a un tercero, antes de que se le volviera a capturar. Después de ese episodio, hubo que reestructurar el pabellón de visitantes, dotándolo de pesados portones de barrotes, una cerca perimetral elevada y ventanas de vidrio templado. Y el redil de contención de los raptores tuvo que ser reconstruido, poniéndosele sensores electrónicos que advirtieran de otro escape inminente.

Muldoon también quería armas. Y quería lanzadores de misiles «TOW», que se pudieran disparar desde el hombro: los cazadores sabían cuán difícil resultaba derribar un elefante africano de cuatro toneladas… y algunos de los dinosaurios eran diez veces más pesados. La gerencia estaba horrorizada, insistiendo en que no habría armas en lugar alguno de la isla. Cuando Muldoon amenazó con renunciar, y con llevar su relato a la prensa, se llegó a una transacción: al final, dos lanzadores de proyectiles guiados por láser, especialmente fabricados, se guardaron en un cuarto del sótano, cerrado con llave. Solamente Muldoon tenía las llaves de ese cuarto.

Ésas eran las llaves que ahora estaba haciendo girar alrededor de su dedo.

—Voy abajo —dijo.

Arnold, que observaba las pantallas de control, asintió con la cabeza. Los dos Cruceros de Tierra estaban detenidos en la cima de la colina, aguardando a que apareciera el T-rex.

—Eh —llamó Dennis Nedry, desde la consola más alejada—, ya que está de pie, tráigame una «Coca-Cola», ¿quiere?

Grant aguardó en el coche, observando en silencio. El balido de la cabra se hacía más intenso, más insistente. El animal tironeaba frenéticamente de su traílla, corriendo hacia atrás y hacia delante. A través de la radio, Grant oyó que Alexis decía alarmada:

—¿Qué le va a pasar a la cabra? ¿Se la va a comer?

—Así lo creo —le dijo alguien y, entonces, Ellie bajó el volumen de la radio. En ese momento sintieron el olor, el hedor de putrefacción y descomposición de la basura, que ascendía por la ladera hacia los visitantes.

—Él está aquí —susurró Grant.

—Ella —corrigió Malcolm.

La cabra estaba atada en el centro del campo, a menos de treinta metros de los árboles más cercanos. El dinosaurio tenía que estar en alguna parte, entre los árboles pero, por el momento, Grant no podía ver cosa alguna. Entonces, se dio cuenta de que estaba mirando demasiado bajo: la cabeza del animal se encontraba a nueve metros sobre el suelo, semiescondida entre las ramas superiores de las palmeras.

—¡Oh, Dios…! Es tan grande como un maldito edificio… —susurró Malcolm.

Grant quedó con la vista clavada en la inmensa cabeza cuadrada, de metro y medio de largo, con la piel moteada en marrón rojizo, dotada de enormes mandíbulas y colmillos. Las mandíbulas de la tiranosaurio funcionaron una vez, abriéndose y cerrándose. Pero el inmenso animal no surgió de su escondite.

—¿Qué está esperando? —susurró Ellie.

«Cautelosa», pensó Grant.

—¿Cuánto tiempo va a esperar? —dijo Malcolm con fastidio.

—Quizá tres o cuatro minutos. Quizá…

La tiranosaurio saltó silenciosamente hacia delante, revelando por entero su enorme cuerpo. En cuatro saltos cubrió la distancia que la separaba de la cabra, se inclinó y mordió al animal cautivo en el cuello. El balido cesó. Se hizo el silencio.

Cernida como un ave sobre su presa muerta, la tiranosaurio súbitamente empezó a vacilar. Su maciza cabeza giró sobre el cuello musculoso, mirando en todas direcciones. Miró con fijeza al Crucero de Tierra, que estaba en lo alto de la colina.

—¿Nos puede ver? —murmuró Malcolm.

—¡Oh, sí! —contestó Regis por el intercomunicador—. Veamos si se come la cabra aquí, frente a nosotros, o si se la lleva arrastrando.

La tiranosaurio se inclinó hacia abajo y olisqueó el cadáver de la cabra. Un pájaro trinó: la cabeza de T-rex se alzó como un resorte, alerta, vigilante. Osciló atrás y adelante, explorando el entorno con breves desplazamientos acompañados de sacudidas.

—Como un pájaro —dijo Ellie.

«Sí —pensó Grant—. Exactamente como un pájaro». La impresión que le había causado el velocirraptor ahora quedaba confirmada.

Con todo, la tiranosaurio vacilaba.

—¿De qué tiene miedo? —preguntó Ellie.

—Probablemente, de otro tiranosaurio —susurró Grant.

Los grandes carnívoros, como los leones y tigres, a menudo se volvían cautelosos después de haber matado una presa, comportándose como si hubieran quedado súbitamente sin protección.

Los zoólogos del siglo XIX imaginaron que los animales se sentían culpables por lo que habían hecho. Pero los científicos contemporáneos documentaron el esfuerzo subyacente a la muerte de una presa: horas de paciente acecho, antes de la acometida final, así como la frecuencia de los fracasos. La idea de «lo rojo de la Naturaleza en el colmillo y en la garra» era errónea: las más de las veces, la presa escapaba. Cuando un carnívoro abatía finalmente un animal, se ponía alerta ante todo depredador, que podría atacarlo y robarle su premio. Por eso, era probable que la tiranosaurio estuviera temerosa de algún congénere.

El enorme animal volvió a inclinarse sobre la cabra. Uno de los grandes miembros posteriores retenía el cadáver de la presa en su sitio, mientras las mandíbulas empezaban a desgarrar la carne.

—Se va a quedar —susurró Ed Regis—. Excelente.

La tiranosaurio levantó la cabeza otra vez, con pedazos desgarrados de carne sangrante colgándole de las mandíbulas. Contempló el Crucero de Tierra. Empezó a masticar. Los visitantes oyeron el repugnante ruido de huesos que se trituran.

—¡Uuggh! —protestó Lex a través del intercomunicador—. Es as-que-ro-so.

Y en ese momento, como si la precaución hubiera predominado finalmente, la tiranosaurio levantó en sus mandíbulas los restos de la cabra y los transportó en silencio, llevándolos de vuelta hacia la espesura.

—Señoras y señores, tiranosaurio rex —decía la cinta. El coche eléctrico arrancó y se alejó silenciosamente, entre el follaje.

Malcolm se reclinó en su asiento, diciendo:


Fantástico
.

Gennaro se secó la frente: estaba pálido.

Control

Henry Wu entró en la sala de control para encontrar a todos sentados en la oscuridad, escuchando las voces que salían de la radio:

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