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Authors: Dan Simmons

Olympos (56 page)

BOOK: Olympos
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—Y Áyax también —dijo Helena—. Pues al día siguiente, Héctor y Áyax volvieron a encontrarse... Acuérdate de que una vez lucharon en combate singular pero se despidieron como amigos, tan valientes fueron cada una de sus acciones. Pero esta vez Héctor abatió al hijo de Telamón, usando su espada para quebrar el enorme escudo rectangular del griego, doblando su espada metálica, y cuando Áyax
el Grande
exclamó: «¡Piedad! ¡Ten piedad, hijo de Príamo!», Héctor no tuvo ninguna: atravesó con su espada el corazón del héroe enviándolo al Hades antes de que el sol se hubiera alzado un suspiro sobre el horizonte esa mañana. Los hombres de Áyax, aquellos afamados luchadores de Salamina, lloraron y desgarraron sus ropas en señal de duelo ese día, pero también retrocedieron llenos de confusión, chocando con los ejércitos de Agamenón y Menelao mientras rebasaban la Colina de Espinos... ya sabes, ese montículo que hay más allá de la ciudad, donde los dioses dicen que está el túmulo de la amazona Mirina.

—Lo conozco —dijo Hockenberry.

—Bueno, ahí es donde el ejército en fuga del muerto Áyax chocó contra las tropas de Agamenón y Menelao. Todo fue confusión. Pura confusión.

»Y en esa confusión entró Héctor, guiando a sus capitanes troyanos y sus aliados... Deífobo seguía a su hermano; Acama y el viejo Píroo guiaban a los tracios detrás; Mestles y el hijo de Antifo impulsaban a los meonios con gritos... Todos los héroes restantes troyanos, casi derrotados apenas dos días antes, fueron parte de esa carga. Yo estaba en la muralla esa mañana, Hock-en-bee-rry, y ninguno de nosotros, ni las troyanas, ni el viejo Príamo incapaz de caminar y traído en parihuelas, ni nosotras las esposas, ni las hijas, ni las madres, ni las hermanas, ni los niños, ni los viejos... nadie pudo ver nada durante tres horas, tan grande era el polvo que levantaban los miles de guerreros y los cientos de carros. A veces las andanadas de flechas que iban de un lado a otro oscurecían el sol.

»Pero cuando el polvo se asentó y los dioses se retiraron al Olimpo después del combate de esa mañana Menelao se había reunido con Diomedes y Áyax en la Casa de la Muerte y...

—¿Menelao ha muerto? ¿Tu marido ha muerto? —dijo Hockenberry. De nuevo estaba profundamente sorprendido. Esos hombres habían combatido y sobrevivido durante diez años luchando entre sí, y otros diez meses luchando contra los dioses.

—¿No acabo de decirlo? —preguntó Helena, irritada por la interrupción—. Héctor no lo mató. Cayó por una flecha surgida del aire, una flecha disparada por el hijo del muerto Pandaro, el joven Palmis, el nieto de Licaón, que usaba el mismo arco bendito por los dioses que Pandaro había empleado para herir a Menelao en la cadera hacía un año. Pero esta vez no había ninguna Atenea invisible para desviar el tiro y Menelao recibió la flecha a través de la abertura para los ojos de su casco y la flecha le atravesó el cerebro y salió por detrás.

—¿El pequeño Palmis? —dijo Hockenberry, consciente de que estaba repitiendo nombres como un idiota—. No puede tener más de doce años...

—Aún no tiene once —dijo Helena con una sonrisa—. Pero el niño usó el arco de un hombre: el de su padre muerto, Pandaro, abatido por Diomedes hace un año, y la flecha zanjó todas las deudas de mi esposo y resolvió todas nuestras dudas maritales. Tengo la armadura manchada de sangre de Menelao en mis habitaciones de palacio por si quieres verla... El muchacho, Palmis, se quedó con su escudo.

—Dios mío —dijo Hockenberry—. Diomedes, Áyax
el Grande
y Menelao muertos en apenas veinticuatro horas. No me extraña que hayáis expulsado a los argivos de vuelta hacia sus naves.

—No, el día bien podría haberse decantado hacia los aqueos si no hubiera aparecido Zeus.

—¡Zeus!

—Zeus —dijo Helena—. El día que había empezado con una victoria gloriosa, los dioses y diosas que estaban de parte de los argivos se enfurecieron tanto por la muerte de sus campeones que Hera y Atenea solas dieron muerte a un millar de nuestros valientes troyanos con sus fieros rayos. Poseidón, el que sacude la tierra, gritó con tanta furia que una docena de sólidos edificios de Ilión se precipitaron al suelo. Los arqueros cayeron de nuestras murallas como hojas en otoño. Príamo cayó de su trono-litera.

»Todas nuestras ganancias de ese día se perdieron en minutos: Héctor retrocedió, todavía luchando, mientras sus hombres caían a su alrededor; Deífobo fue herido en una pierna y al final su hermano tuvo que llevarlo a cuestas mientras nuestros troyanos lograban retirarse hasta la Colina de Espinos y atravesar las puertas Esceas.

»Las mujeres corrimos a ayudar y colocar la gran barra sobre las puertas hendidas, tan salvaje era la lucha: docenas de enfurecidos argivos entraron en la ciudad con nuestros héroes en retirada... y de nuevo Poseidón sacudió la tierra, haciendo caer a todos de rodillas mientras Atenea neutralizaba a Apolo en sus batallas aéreas y sus carros daban vueltas y destellaban en el cielo. Mientras, Hera lanzaba rayos explosivos de energía contra nuestras murallas.

»Entonces Zeus apareció en el este. Más grande y más impresionante de lo que ningún mortal lo haya visto jamás...

—¿Más impresionante que el día que apareció como un rostro en la nube del hongo atómico? —preguntó Hockenberry.

Helena se echó a reír.

—Mucho más impresionante, mi Hock-en-bee-rry. Este Zeus era un coloso, sus pies se alzaban por encima de la cumbre nevada del monte Ida, al este, su enorme pecho rebasaba las nubes, su ceño gigantesco estaba tan alto sobre nosotros que era casi invisible, más alto que las copas de los más altos estratocúmulos apilados, unos sobre otros, un día de verano antes de una tormenta.

—Uf —dijo Hockenberry, tratando de imaginarlo. Una vez se las había visto con Zeus (bueno, no exactamente, más bien había huido de él durante un terremoto en el Olimpo, después de escabullirse entre las piernas del señor de todos los dioses para agarrar el medallón TC caído y poder teletransportarse y marcharse al principio de la guerra entre humanos y dioses), y el padre de los dioses ya era de por sí impresionante cuando medía sus habituales quince metros de altura. Intentó imaginar a aquel coloso de quince kilómetros—. Continúa.

—Cuando este Zeus gigantesco apareció, los ejércitos se detuvieron petrificados como estatuas, las espadas alzadas, las armas a punto de ser arrojadas, los escudos en alto... Incluso los carros de los dioses se detuvieron en el cielo y Atenea y Febo Apolo se quedaron tan inmóviles como los miles de mortales de abajo. Zeus tronó de nuevo... no puedo imitar su voz, Hock-en-bee-rry, pues era todo trueno y todo terremoto y volcanes en erupción al mismo tiempo, pero tronó: ¡INCONTROLABLE HERA, TÚ Y TUS TRAICIONES DE NUEVO! TODAVÍA ESTARÍA DURMIENDO SI TU HIJO LISIADO Y UN MORTAL NO ME HUBIERAN DESPERTADO. ¡CÓMO TE ATREVES A TRAICIONARME CON TU CÁLIDO ABRAZO, SEDUCIRME Y CEGARME PARA PODER SALIRTE CON LA TUYA Y CUMPLIR TU VOLUNTAD DE DESTRUIR TROYA DESAFIANDO LA ORDEN DE TU SEÑOR!

—¿Tu hijo lisiado y un mortal? —repitió Hockenberry. El hijo lisiado debía ser Hefesto, dios del fuego. ¿Y el mortal?

—Eso es lo que tronó —dijo Helena, frotándose el pálido cuello como si su imitación del grave rugido-terremoto le hubiera lastimado la garganta.

—¿Y entonces? —instó Hockenberry.

—Y entonces, antes de que Hera pudiera hablar en propia defensa, antes de que ninguno de los dioses pudiera moverse, Zeus, el rey de la nube negra, la abatió con un rayo. Debe de haberla matado, por inmortal que pensáramos que era.

—Los dioses tienen un modo de regresar después de «morir» —murmuró Hockenberry, pensando en los grandes tanques curadores y los gusanos azules que había en el gran edificio blanco del Olimpo, atendidos por el gigantesco insectoide, el Curador.

—Sí, eso lo sabemos todos —dijo Helena con disgusto—. ¿No mató nuestro Héctor a Ares media docena de veces en los ocho meses pasados sólo para enfrentarse de nuevo a él cada vez unos días más tarde? Pero esto fue diferente, Hock-en-bee-rry.

—¿En qué?

—El rayo de Zeus destruyó a Hera: arrojó pedazos de su carro dorado a kilómetros de distancia y sobre los tejados de Troya llovieron oro derretido y acero. Y pedazos de la diosa misma cayeron desde el océano hasta el palacio de Príamo: trozos calcinados de carne rosada que ninguno de nosotros tuvo el valor de tocar y que permanecieron ardiendo y humeando durante días.

—Jesús —susurró Hockenberry.

—Y luego el poderoso Zeus abatió a Poseidón, abriendo un gran pozo bajo el dios del mar que huía y haciéndolo caer en él, gritando. Los gritos resonaron durante horas, hasta que todos los mortales, argivos y troyanos por igual, lloraron por el sonido.

—¿Dijo Zeus algo cuando abrió ese pozo?

—Sí —respondió Helena—, exclamó: ¡YO SOY ZEUS, QUE IMPULSA LAS NUBES DE TORMENTA, HIJO DE CRONOS, PADRE DE HOMBRES Y DIOSES, SEÑOR DEL ESPACIO DE PROBABILIDAD ANTES DE QUE CAMBIARAIS A PARTIR DE VUESTRAS DÉBILES FORMAS POSTHUMANAS! ¡YO FUI EL AMO Y CUIDADOR DE SETEBOS ANTES DE QUE OS ATREVIERAIS A SOÑAR CON SER INMORTALES! TÚ, POSEIDÓN, SACUDIDOR DE LA TIERRA, MI TRAIDOR, ¿CREES QUE NO SÉ QUE PLANEASTE CON MI ESPOSA DE OJOS DE BUEY PARA DERROCARME? ¡TE DESTIERRO AL TÁRTARO, BAJO EL MISMO HADES, Y TE ENVÍO AL POZO DE TIERRA Y MAR DONDE CRONOS Y JAPETO HACEN SUS LECHOS DE DOLOR, DONDE NI UN RAYO DE SOL PUEDE CALENTAR SUS CORAZONES, EN LAS PROFUNDIDADES DEL TÁRTARO RODEADO POR EL ABISMO DEL AGUJERO NEGRO MISMO!

Hockenberry esperó mientras Helena se detenía a aclararse de nuevo la garganta.

—¿Tienes agua, Hock-en-bee-rry?

Él le tendió el odre de vino que había llenado con agua de la fuente de la plaza y esperó en silencio mientras bebía.

—Y esto es lo que Zeus dijo cuando abrió un pozo bajo Poseidón y envió al sacudidor de la tierra gritando al Tártaro. Los soldados de la muralla que se asomaron al pozo no pudieron hablar durante días, sólo murmurar o gritar. —Hockenberry esperó—. Y entonces el padre de los dioses ordenó a todos los otros dioses que volvieran al Olimpo a enfrentarse a su castigo, me perdonarás, Hock-en-bee-rry si no imito el trueno de Zeus, y en un instante los carros voladores desaparecieron, el señor del arco plateado se marchó, Atenea se marchó, esa puta de Afrodita se marchó, Ares el sediento de sangre se marchó... todo nuestro panteón desapareció. Los dioses TCearon de vuelta al Olimpo como niños culpables a la espera de que su padre enfadado los golpee con la vara.

—¿Desapareció también Zeus? —preguntó Hockenberry.

—Oh, no, el hijo de Cronos apenas había empezado a jugar. Su gigantesca forma pasó por encima de Ilión y recorrió los kilómetros que hay entre aquí y la orilla como Astianacte cuando juega con su caja de arena, pasando por encima de sus soldados de juguete. Cientos de troyanos y argivos murieron bajo los gigantescos pies de Zeus ese día, Hock-en-bee-rry, y cuando llegó al campamento de Agamenón, Zeus extendió la mano y quemó todos los cientos de naves negras varadas en la orilla. Y a todas aquellas naves argivas que todavía estaban en el agua, o al convoy que venía de Lemnos trayendo vino enviado por Euneo, el hijo de Jasón, con regalos para los atridas Agamenón y el muerto Menelao, Zeus cerró su mano ardiente para convertirla en un puño y una gran ola se alzó, cubriendo las naves de Lemnos y los barcos argivos anclados... otra vez como si fueran juguetes, como Astianacte salpicando en su bañera, cuando hunde sus barcos de juguete de madera de balsa, tallados por los esclavos, con petulancia divina.

—Santo Dios —susurró Hockenberry.

—Sí, exactamente —dijo Helena—. Y entonces Zeus desapareció con un estallido del trueno más fuerte jamás oído, más fuerte aún que su voz que había ensordecido a centenares, y el viento aulló en el lugar donde el gigantesco Zeus había estado, agitando las tiendas aqueas y lanzándolas a docenas de metros por los aires, y arrancando los fuertes caballos troyanos de sus establos y enviándolos por encima de nuestras más altas murallas.

Hockenberry miró al oeste, donde los ejércitos de Troya habían rodeado al reducido ejército argivo.

—Eso fue hace casi dos semanas. ¿Han regresado los dioses? ¿Alguno de ellos? ¿Zeus?

—No, Hock-en-bee-rry. No hemos visto a ningún inmortal desde ese día.

—Pero eso fue hace dos semanas —dijo Hockenberry—. ¿Por qué ha tardado tanto Héctor en asediar al ejército argivo? Sin duda con las muertes de Diomedes, Áyax
el Grande
y Menelao, los aqueos estarían desmoralizados.

—Lo estuvieron —reconoció Helena—. Pero ambos ejércitos estaban aturdidos. Muchos estuvimos sordos durante días. Como te decía, los que estaban en la muralla o los argivos que se hallaban demasiado cerca del pozo del Tártaro fueron poco más que idiotas babeantes durante una semana. Se celebró una tregua sin que ninguno de los dos bandos la declarase. Recogimos a nuestros muertos, pues habíamos sufrido terriblemente durante los ataques de Agamenón, acuérdate, y durante casi una semana los cadáveres ardieron tanto aquí en la ciudad como a lo largo de los kilómetros de costa donde los aterrorizados argivos aún tenían sus campamentos. Entonces, en la segunda semana, cuando Agamenón ordenó a los hombres de los bosques que hay al pie del monte Ida que empezaran a talar árboles, para construir nuevas naves, naturalmente, Héctor inició el ataque. La lucha ha sido un trabajo lento y pesado. De espaldas al mar y sin naves para huir, los argivos han peleado como ratas acorraladas. Pero esta mañana, los pocos miles que quedan están rodeados al filo del agua y Héctor lanzará nuestro ataque final. Hoy termina la guerra de Troya, con Ilión aún en pie, Héctor el héroe de todos los héroes y Helena libre.

Durante un rato el hombre y la mujer permanecieron sentados en sus respectivas piedras, contemplando el oeste, donde la luz del sol destellaba sobre armaduras y lanzas y donde sonaban los cuernos.

—¿Qué harás conmigo ahora, Hock-en-bee-rry? —preguntó Helena por fin.

Él parpadeó, miró el cuchillo que todavía tenía en la mano y lo guardó en su cinturón.

—Puedes irte —dijo.

Helena lo miró a la cara, pero no se movió.

—¡Vete! —dijo Hockenberry.

Ella se marchó despacio. El sonido de sus sandalias subía por las escaleras de caracol. Hockenberry recordó el mismo suave sonido del día en que había yacido moribundo en aquel mismo lugar, hacía dos semanas y media.

«¿Qué hago ahora?»

Entrenado como escólico en su segunda vida, sentía la leal urgencia de informar de estas variantes de la
Ilíada
a la musa, y a través de ella a todos los dioses. Sonrió al pensarlo.

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