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Authors: Dan Simmons

Olympos (53 page)

BOOK: Olympos
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En algún lugar de la
Reina Mab
se encienden impulsores invisibles y la larga y poco elegante (aunque hermosa) nave de acero y negro buckycarbono rota y vuelca. Mahnmut se agarra a un asidero, los pies se le separan de la nave, mientras trescientos metros de máquina atómica dan una voltereta como un acróbata circense. La luz del sol se desliza sobre los dos moravecs y luego se pone tras las enormes placas impulsoras de popa. Mahnmut reajusta sus filtros polarizados, ve de nuevo las estrellas y sabe que aunque Orphu no puede verlas en el espectro visible está escuchando sus chirridos por radio. «Ese coro termonuclear», lo llamó una vez el ioniano.

—Orphu, amigo mío —dice Mahnmut—, ¿te me estás volviendo religioso? El ioniano retumba en el subsónico.

—Si estoy volviéndome religioso y si Proust tiene razón y se crean universos reales cuando esas mentes raras y casi únicas de los genios se concentran en crearlos, creo que no quiero conocer a los creadores de esta realidad. Aquí hay algo maligno en funcionamiento.

—No veo por qué... —empieza a decir Mahnmut, pero se calla para escuchar la banda común—. ¿Qué es una alarma doce-cero-uno?

—La masa de la
Mab
acaba de reducirse en sesenta y cuatro kilogramos —dice Orphu.

—¿Vertido de residuos orgánicos?

—No exactamente. Nuestro amigo Hockenberry acaba de teletransportarse cuánticamente.

El primer pensamiento de Mahnmut es que Hockenberry no se encuentra en estado para TCear a ninguna parte y que deberían haberlo detenido. Los amigos no dejan a los amigos teletransportarse borrachos. Pero decide no compartir este pensamiento con Orphu.

—¿Oyes eso? —dice Orphu un segundo después.

—No, ¿qué?

—He estado monitorizando las frecuencias de radio. Acabamos de desplegar la antena de alta intensidad para que apunte a la Tierra, o, más bien, al anillo orbital polar que rodea la Tierra, y acaba de detectar una emisión de onda modulada que nos es enviada vía máser.

—¿Qué dice? —Mahnmut siente que el corazón orgánico empieza a latirle más rápido. No contrarresta la adrenalina, sino que deja que la bombee.

—Procede definitivamente del anillo polar —dice Orphu—, el situado a unos treinta y cinco mil kilómetros de la Tierra. El mensaje es una voz de mujer. Y sólo dice, una y otra vez:

«Traedme a Odiseo.»

38

Daeman entró en la cúpula-catedral de hielo azul en medio de una reverberación de susurros y cánticos.

—¡Pienso, Él lo hizo, con el fuego que mirar, un ojo-fuego en una bola de espuma, eso flota y se alimenta! Pienso, Él ha visto cazar con ese ojo blanco hendido a la luz de la luna, y la tarta de la larga lengua, ésa la introduce en las verrugas de los robles para un gusano, y dice una palabra sencilla cuando encuentra su premio, pero no comerá las hormigas; las hormigas que construyen una muralla de semillas y tallos fijos en su agujero... Él hizo todo esto y más, hizo todo lo que vemos, y a nosotros, además: ¿qué más?

Daeman reconoció la voz de inmediato: Calibán. Los sibilantes susurros surgían de la pared y el túnel de hielo azul, como si procedieran de todas partes, reconfortantemente lejanos, aterradoramente próximos. Y de algún modo esa única voz de Calibán era un coro, una coral, una multitud de voces en terrible armonía. Más asustado de lo que tendría que haber estado (mucho, mucho más asustado de lo que esperaba estar) Daeman agachó la cabeza y salió del túnel de hielo al entresuelo de hielo.

Después de una hora de arrastrarse, a menudo dando la vuelta cuando algún túnel de hielo azul se estrechaba y desembocaba en un callejón sin salida, a veces saliendo a pasillos de diez metros de diámetro para encontrarse de pronto con una pared o un pozo vertical demasiado alto para escalarlo, a veces arrastrándose sobre la barriga y con la espalda rozando el techo de hielo, empujando la mochila por delante junto con la ballesta, Daeman salió a lo que consideraba el centro de la cúpula-catedral de hielo.

Daeman no tenía ninguna de las antiguas palabras para describir el espacio al que había desembocado para detenerse en una de lo que parecían cientos de terrazas de hielo en la pared interna y curva de la enorme estructura, pero si hubiera sigleído las palabras, se habría aturullado con ellas: «torre», «cúpula», «arco», «ábside», «nave», «basílica», «coro», «atrio», «capilla», «rosetón», «columna», «altar». Todas podían aplicarse a una o más partes de lo que estaba contemplando, y hubiese necesitado todavía más palabras. Muchas más.

Por lo que podía estimar, el interior de aquel espacio tenía poco más de kilómetro y medio de diámetro y unos seiscientos metros desde el suelo que brillaba rojo hasta la parte superior de la cúpula de hielo azul. Como había supuesto antes desde el exterior, Setebos había cubierto todo el cráter del centro de Cráter París y el enorme círculo brillaba rojizo, latiendo como un enorme corazón. Daeman no tenía ni idea de si eso era debido a la naturaleza volcánica del cráter, al magma que surgía kilómetros bajo el agujero negro que una vez se abrió paso hasta el corazón de la Tierra, o si de algún modo Setebos estaba llamando y usando ese calor y esa luz. El resto de la cúpula brillaba en tonos que Daeman era incapaz de describir: todas las variedades de rojo en la base; iridiscentes primero y luego sutiles anaranjados en la periferia del cráter y las zonas inferiores de la cúpula; vetas rojas ramificándose por los muros y las estalagmitas naranja y, por fin, colores más fríos que se fundían en el brillo de las inmensas columnas azules. En las murallas, columnas, tendones y torres de hielo azul destacaban pulsaciones de luz verde y chispas amarillas, ordenadas columnas de pulsos rojos se movían a lo largo de canales ocultos como chisporroteos eléctricos, chispas que conectaban secciones braquiales de la catedral como dendritas ardiendo.

El cascarón de la cúpula era tan fino en algunos puntos que la última luz del exterior dibujaba círculos rosados en la cara oeste. El punto más alto del techo era tan fino como el cristal y mostraba un óvalo de cielo oscuro y sólo una imagen levemente difusa de las estrellas que ya salían. Sin embargo, lo más curioso era que en la cara interior de las paredes de la cúpula había cientos de impresiones en forma de cruz, cada una de un par de metros de altura. Rodeaban el espacio y, al asomarse a su burdo saliente, Daeman vio más de aquellos nichos en forma de cruz a sus pies, como grabados a fuego por el hielo azul. Parecían de metal y estaban vacíos; sus interiores acerados reflejaban el brillo rojo del centro del cráter.

El suelo rojizo del cráter no estaba vacío. Por todas partes asomaban estalagmitas y torres puntiagudas, algunas llegaban hasta el mismo techo, creando nuevas filas de columnas de hielo azul, mientras que otras permanecían sueltas. Tampoco era liso: por todas partes había cráteres más pequeños y fumarolas. Gases, vapor y humo brotaban de la mayoría, y Daeman notó el hedor del azufre en las corrientes de aire caliente. En el centro del círculo rojo se alzaba un cráter de bordes irregulares rodeado de escaleras de hielo azul y fumarolas menores. Este cráter en el cráter parecía estar lleno hasta el borde de piedras blancas redondas, hasta que Daeman se dio cuenta de que las piedras eran la parte superior de cráneos humanos: decenas de miles de cráneos humanos, la mayoría de ellos esparcidos bajo la masa que casi llenaba el cráter. Ese cráter elevado parecía un nido y la impresión quedó reforzada por la cosa que lo llenaba: tejido gris cerebral, rebordes retorcidos, múltiples pares de ojos, bocas y orificios abriéndose y cerrándose sin coordinación, una docena de enormes manos debajo (manos que de vez en cuando reestructuraban la masa de la enorme forma que había en el nido, acomodándola), y Daeman vio otras manos, cada una más grande que la habitación que ocupaba en Ardis Hall, que salían del cerebro en el extremo de tallos y tiraban de sí mismas y de los tentáculos que las seguían por el brillante suelo. Algunas de las manos estaban tan cerca que Daeman vio una miríada de ganchos o pinchos de pelo negro, curvado y aserrado, que emergían de los extremos de aquellos dedos enormes. Cada sierra (¿una especie de pelo evolucionado?) era más larga que el cuchillo que Daeman llevaba al cinto, y los dedos usaban los filamentos para hundirse en el hielo azul. Las manos podían subir a cualquier parte, auparse sobre cualquier superficie (mármol, hielo o acero) hundiendo aquellas negras hojas ganchudas en lo que encontraban debajo.

La forma-cerebro de Setebos mismo era mucho más grande de lo que Daeman recordaba tras verlo salir del Agujero en el cielo hacía menos de dos días: si aquella cosa medía treinta metros entonces, ahora medía al menos cien de largo y treinta de alto en el centro, donde dividía las circunvoluciones de tejido una profunda hendidura. Llenaba su nido y cada vez que acomodaba su masa se producía un crujido de cráneos parecido al chasquido de la paja.

—Pienso, tal gloria no muestra ningún bien ni ningún mal en Él, ni amabilidad, ni crueldad: Él es fuerte y Señor. Dice, Él es terrible: ¡contempla sus hazañas como prueba!

El sibilante susurro de Calibán surgió de la cúpula en una demostración de acústica perfecta, resonando en fumarolas y zigurats, para repetirse de nuevo en el laberinto de túneles de hielo, y pareció llegar a Daeman desde delante, detrás y por ambos lados: un susurro asesino.

Mientras los ojos de Daeman se acostumbraban a la penumbra rojiza y toda la gama de la enorme cúpula hueca, vio objetos más pequeños moviéndose: correteando por la base del nido de Setebos, subiendo a cuatro patas por los escalones de hielo azul hasta la base de la forma-cerebro y luego regresando apoyándose sólo en las patas traseras, llevando grandes óvalos que brillaban con un tono lechoso, resbaladizo y enfermizo.

Daeman creyó por un momento que eran voynix (había visto los restos de docenas de voynix mientras se arrastraba por el laberinto de hielo, no congelados como los de la zanja exterior, sino restos: un caparazón aquí, un pie roto o una joroba de cuero lacerada allá, unas manos sin cuerpo. Al mirar a través del vapor y la niebla de las fumarolas, vio sin embargo que aquellas criaturas no eran voynix. Tenían la forma de Calibán.

«Calibani», pensó Daeman. Se había encontrado con ellos en la Cuenca Mediterránea, con Savi y Harman, casi un año antes, y ahora comprendió el significado de los nichos en forma de cruz de la pared de la cúpula. Savi había llamado a aquellas cruces huecas «nichos recargadores» y el propio Daeman se había encontrado con un calibani desnudo en una de aquellas cruces verticales, con los brazos extendidos, y lo había creído muerto hasta que los ojos amarillos y gatunos de la criatura se abrieron.

Savi les había dicho que Próspero y la desconocida entidad de la biosfera llamada Ariel habían hecho evolucionar una cepa de la humanidad para convertirla en calibani e impedir que los voynix invadieran la Cuenca Mediterránea y otras zonas que Próspero quería conservar. Daeman pensó en aquel momento que se trataba de una mentira o un error de Savi: los calibani no habían evolucionado a partir de ninguna cepa humana, sino que habían sido clonados a partir del original y mucho más terrible Calibán, como Próspero había admitido en su isla orbital.

En su momento, Harman le había preguntado a la vieja judía por qué los posthumanos habían creado a unos voynix que luego ellos mismos (o Próspero) se habían visto obligados a contener creando otra forma de monstruo.

«Oh, ellos no crearon a los voynix —había dicho la anciana—. Los voynix vinieron de otro lugar, servían a alguien distinto con planes propios.»

Daeman no lo había comprendido entonces y lo comprendía menos ahora. Esos calibani que veía corretear como obscenas hormigas rosáceas llevando aquellos huevos lechosos no servían a Próspero: estaba claro que servían a Setebos.

«¿Entonces quién trajo a los voynix a la Tierra? —se preguntó—. ¿Por qué atacan los voynix Ardis y las otras comunidades de humanos antiguos si no sirven a Setebos? ¿A quién sirven los voynix?»

Todo lo que Daeman sabía con certeza era que la llegada de Setebos a Cráter París había sido un desastre para los voynix que allí había: los que no habían quedado congelados en la rápida expansión del hielo azul habían sido capturados y despojados de sus caparazones como cangrejos. «¿Despojados por quién o por qué?» Se le ocurrieron dos respuestas y ninguna era tranquilizadora: los caparazones de los voynix habían sido abiertos por los dientes y garras de los calibani o por las propias manos de Setebos.

Daeman advirtió ahora que lo que creía rebordes sonrosados que correteaban por el suelo del cráter eran en realidad más brazos-tallo que brotaban de Setebos. Los tallos carnosos desaparecían en las aberturas de la pared de la cúpula y...

Daeman se dio media vuelta, alzando la ballesta, el dedo en el gatillo. Se había producido un sonido reptante en el túnel de hielo a sus espaldas. «Una de las manos de Setebos, tres veces mi tamaño, abriéndose paso por el túnel detrás de mí.»

Daeman se quedó allí agazapado, esperando, hasta que los brazos le temblaron de sujetar el peso de la ballesta alzada, pero ninguna mano silenciosa apareció. El pasillo de hielo, no obstante, siseaba y resonaba con ecos repetidos.

«
Las manos estarán ya en las paredes y probablemente en las zanjas de fuera —pensó Daeman tratando de calmar los latidos de su corazón—. Está oscuro en los túneles y en el exterior. ¿Qué hago si me encuentro con una o más manos allí?» Había visto el pulsante orificio de alimentación en las palmas de las manos de abajo: un grupo de calibani estaba alimentándolas con grandes trozos de carne roja y cruda, ya fuese de voynix o de humano.

Daeman acabó por tumbarse boca abajo en el balcón de hielo azul, sintiendo el frío del hielo (una sustancia que ahora creía que era tejido vivo extraído del propio Setebos) correr por su termopiel.

«Ya puedo salir de aquí. He visto suficiente.»

Tumbado allí, con la absurda ballesta por delante, manteniendo la cabeza gacha mientras un grupo de calibani correteaba a cuatro patas por el suelo del cráter a cien metros escasos de distancia, Daeman esperó a que la fuerza regresara a sus temblorosos brazos y piernas para poder salir corriendo de aquella catedral impía.

«Tengo que informar a los de Ardis —dijo su voz mental razonable—. Aquí ya he hecho todo lo que podía.»

«No, todavía no —respondió la parte sincera de la mente de Daeman, la parte que haría que lo mataran algún día—. Tienes que ver qué son esos huevos grises viscosos.»

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