Read Olympos Online

Authors: Dan Simmons

Olympos (59 page)

BOOK: Olympos
5.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los voynix atacaron desde todas partes, saltando y brincando como saltamontes gigantescos. Un hombre a quien Daeman reconoció vagamente como Boman y una mujer de pelo oscuro (no era Ada, sino la mujer llamada Edide que había ido con Daeman a la expedición para alertar a las otras comunidades) disparaban sus rifles de flechitas en direcciones opuestas, a toda potencia, en modo automático, desparramando una nube de dardos de cristal.

—¡Salta! —gritó de nuevo Greogi.

Daeman sacudió la cabeza, recuperó la mochila con el huevo, la lanzó al sonie, lanzó luego la ballesta y, sólo entonces, saltó. El sonie empezó a ascender cuando aún no había subido a bordo.

Estuvo a punto de no conseguirlo. Su mano buena encontró asidero en el borde interior del sonie, pero su mano izquierda destrozada chocó contra el metal, el dolor lo cegó, se soltó y empezó a resbalar hacia la silenciosa masa de voynix que había abajo.

Boman lo agarró por el brazo y lo izó a bordo.

Daeman no pudo hablar durante la mayor parte del vuelo al noreste, a varios kilómetros por encima del oscuro bosque, no hasta que finalmente sobrevolaron un promontorio pelado de roca que se alzaba sesenta metros por encima de los árboles esqueléticos. Daeman había visto aquel macizo de granito años antes, cuando había visitado por primera vez a Ada y su madre en Ardis Hall. Entonces cazaba mariposas y, al final de una larga tarde de vagabundeos, Ada señaló la punta rocosa que se alzaba casi en vertical en un prado, tras el bosque.

—Roca Hambrienta —dijo, y su voz de adolescente sonó casi orgullosa y posesiva.

—¿Por qué la llaman así? —preguntó Daeman. La joven Ada se encogió de hombros.

—¿Quieres escalarla? —dijo él entonces, calculando que, si la llevaba allí arriba, podría seducirla en la hierba de la cumbre.

Ada se había echado a reír.

—Nadie puede escalar la Roca Hambrienta.

Ahora, con las últimas luces del crepúsculo y el principio del brillante anillo de luz, Daeman vio lo que habían hecho. No había hierba en la cima, fuera como fuese: en unos treinta metros de roca pelada interrumpida por algún peñasco ocasional, apiñados en esa cumbre, había unas cuantas tiendas improvisadas y media docena de hogueras. Siluetas oscuras se acurrucaban junto al fuego y otras estaban apostadas en todos los bordes del monolito de granito... centinelas, sin duda.

El campo bajo la Roca Hambrienta parecía moverse en las sombras. Se movía, en efecto. Los voynix correteaban por allí, alzándose sobre cientos de carcasas de los suyos.

—¿Cuánta gente ha logrado escapar de Ardis? —preguntó Daeman cuando Greogi se disponía a aterrizar.

—Unos cincuenta —contestó el piloto. Tenía la cara manchada de hollín y parecía infinitamente cansado al brillo de los controles virtuales.

«Cincuenta de más de cuatrocientos», pensó Daeman, anonadado. Advirtió que se encontraba físicamente en estado de conmoción por la pérdida de los dedos, y mentalmente sufría algo parecido después de lo que había visto en Ardis. El aturdimiento y el desinterés no eran desagradables.

—¿Ada? —preguntó, vacilante.

—Está viva —respondió Greogi—. Pero lleva inconsciente casi veinticuatro horas. La mansión estaba ardiendo y no quiso marcharse hasta que todos los que pudieran ser transportados se hubieran ido... e incluso entonces, creo que no se hubiese marchado si aquella sección del tejado en llamas no se hubiera desplomado y una viga no la hubiera dejado sin conocimiento. No sabemos si su bebé es todavía... viable... o no.

—¿Petyr? —dijo Daeman—. ¿Reman?

Estaba intentando pensar quién los lideraría sin Harman, con Ada herida y tantos otros perdidos.

—Muertos.

Greogi dirigió el sonie hacia la oscura masa de granito de la cima. Se detuvo con un golpe. Formas oscuras de una de las hogueras se levantaron y caminaron hacia ellos.

—¿Por qué seguís aquí? —le preguntó Daeman a Greogi, sujetándolo por la camisa mientras los demás bajaban del sonie—. ¿Por qué seguís aquí con los voynix ahí abajo?

Greogi se zafó con facilidad de las manos de Daeman.

—Intentamos usar el faxnódulo, pero los voynix cayeron sobre nosotros antes de que pudiéramos meter a nadie dentro. Perdimos a cuatro personas antes de poder escapar. Y no tenemos ningún otro sitio al que volar... con Ada tan gravemente herida y tantos otros malheridos, nunca podríamos sacarlos a todos de la Roca Hambrienta a tiempo, antes de que esos malditos animales suban por el precipicio. Los necesitamos a todos aquí sólo para contener a los voynix... Si empezamos a sacarlos en grupos pequeños los que se queden atrás serán pasto de esas bestias. Probablemente no tendremos suficiente munición de flechitas para mantenerlos a raya otra noche.

Daeman miró en derredor. Las hogueras eran débiles, penosas: simple hierba quemada o líquen y unas cuantas ramas, nada más. Lo que más brillaba en la roca oscura era el huevo de Setebos, que todavía resplandecía lechoso en su mochila.

—¿Hemos llegado a esto? —preguntó Daeman, hablando para sí.

—Me temo que sí —respondió Greogi, bajando del sonie y tambaleándose levemente. El hombre se hallaba claramente más allá del agotamiento—. Ya está oscuro. Subirán voynix por todas partes de un momento a otro.

Tercera Parte
41

Harman cayó con Ariel a través de la oscuridad durante lo que le pareció una imposible cantidad de tiempo.

Cuando aterrizaron, no fue con un estrépito fatal en la base de la Puerta Dorada de Machu Picchu, sino con un suave golpe en el suelo de una jungla cubierto con una acumulación de siglos de hojas y otros restos vegetales.

Durante un segundo de aturdimiento, Harman no pudo creer que no estuviera muerto, pero luego se puso en pie, empujó la pequeña figura de Ariel (aunque Ariel ya había brincado para alejarse) y se incorporó, parpadeando en la oscuridad.

Oscuridad. Era de día en la Puerta Dorada. Se encontraba... en otra parte. Dondequiera que fuese, además de estar en el lado oscuro del planeta, Harman sabía que se hallaba en la jungla. La noche olía a riqueza y podredumbre, el aire denso y húmedo se le pegaba a la piel como una manta empapada, la camisa se le empapó inmediatamente y colgó flácida contra su cuerpo; de todas partes, en la noche impenetrable, llegaba el zumbido de los insectos y el rumor de hojas, palmeras, maleza, bichos, criaturas grandes y pequeñas. Mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra, con los puños cerrados, esperando que Ariel volviera para alcanzarlo con un golpe, Harman echó la cabeza atrás y vio el atisbo de la luz de las estrellas entre diminutas aberturas en el follaje muy, muy por encima de su cabeza.

Un momento después, distinguió la figura pálida, casi espectral, sin género, de Ariel, brillando tenuemente a tres metros de distancia.

—Llévame de vuelta —gruñó Harman.

—¿De vuelta adónde?

—Al Puente. O a Ardis. Pero hazlo inmediatamente.

—No puedo —la voz sin género era enloquecedora, insultante.

—Vas a hacerlo ahora mismo —gruñó Harman—. Igual que me has traído aquí, llévame de vuelta. Ahora mismo.

—¿O cuál será la consecuencia? —preguntó la figura brillante en la oscuridad de la jungla. La voz de Ariel sonaba levemente divertida.

—O te mataré —dijo Harman llanamente. Advirtió que lo decía en serio. Estrangularía a ese ser verdoso, lo dejaría sin vida y escupiría sobre el cadáver. «Y entonces estarás perdido en una jungla desconocida», advirtió la última parte sensata de su mente. Harman la ignoró.

—Oh, cielos —dijo Ariel, fingiendo terror—. Me van a estrangular. Harman saltó, los brazos extendidos. La pequeña figura (ni metro veinte de altura medía) lo pilló en mitad del salto y lo lanzó a diez metros a través de las hojas y las enredaderas de la jungla.

Harman tardó un minuto o dos en recuperar el aliento y otro más en ponerse de rodillas. Advirtió de inmediato que si Ariel le hubiera hecho eso mismo en otra parte (pongamos la Puerta Dorada de Machu Picchu donde estaban hacía un rato), le hubiese roto la espalda. Se incorporó de nuevo en el denso humus, deseó que su visión se aclarara en la oscuridad que lo rodeaba y se abrió paso entre las enredaderas y la densa vegetación hasta el pequeño claro donde esperaba Ariel.

El espíritu ya no estaba solo.

—Oh, mira —dijo feliz, en tono casual—, hay más de nosotros. Harman se detuvo. Ya veía mejor gracias a la luz de las estrellas que se filtraba entre la maleza hasta ese pequeño claro en la jungla, y lo que vio dejó boquiabierto.

Había al menos cincuenta o sesenta formas en el claro y bajo los árboles y entre los helechos y enredaderas de más allá. No eran humanas, pero tampoco se trataba de voynix o calibani ni de ninguna otra forma bípeda que Harman hubiera visto en sus noventa y nueve años y seis meses de vida. Esas criaturas humanoides eran como burdos bocetos de personas: bajas, no mucho más altas que Ariel y, como Ariel, de piel transparente, con órganos que flotaban en un líquido verdoso. Pero donde Ariel tenía labios, mejillas, nariz, los ojos de un joven o una joven, con rasgos físicos y músculos que uno asociaba al cuerpo humano, aquellas formas verdes y bajas no tenían ni boca ni ojos humanos (miraban a Harman a la luz de las estrellas con los puntos negros que tenían en la cara, y que bien podían haber sido trozos de carbón), y de sus estructuras aparentemente invertebradas hasta sus manos de tres dedos, parecían carecer de toda identidad.

—Creo que no conoces a mis amigos —dijo Ariel en voz baja, haciendo un gesto femenino con la mano hacia la multitud de formas de las sombras—. Instrumentos de este mundo inferior, fueron expulsados antes de que naciera tu especie. Tienen diferentes nombres (su Prosperosidad se digna a llamarlos esto y lo otro, según le place) pero se parecen más bien a mí, descienden de la clorofila y las motas colocadas en el bosque en la época anterior a los posthumanos. Son los
zeks
: auxiliadores y obreros y prisioneros todos, ¿y quién de nosotros no es todas esas cosas?

Harman contempló las formas verdosas. Ellos le devolvieron la mirada fijamente.

—Cogedlo —susurró Ariel.

Cuatro de los
zeks
avanzaron. Se movían con una gracia especial que Harman no había esperado en unas formas tan toscas, y antes de que pudiera darse la vuelta y echar a correr dos lo agarraron con tenazas de hierro. El tercer
zek
se inclinó hacia delante, sin respirar, hasta que su pecho sin rasgos tocó la túnica, sobre el pecho de Harman, y el cuarto agarró la mano de Harman, igual que Ariel había agarrado la mano de Hannah sólo un rato antes, y la hizo atravesar le membrana verdosa del pecho del tercer
zek
. Harman sintió el suave órgano-corazón en la mano, casi acudiendo a él como un cachorrillo, y entonces las palabras no pronunciadas resonaron en su cerebro:

NO IRRITES

A ARIEL

TE MATARÁ

POR CAPRICHO.

VEN

CON NOSOTROS

Y NO HAGAS NINGÚN

ESFUERZO

POR RESISTIRTE.

ES POR TU BIEN

Y EL DE TU DAMA

ADA

VENIR CON NOSOTROS

AHORA.

—¿Cómo sabéis de Ada? —gritó Harman.

VEN

Esa fue la última palabra transmitida a través de la mano pulsátil de Harman a su dolorido cráneo antes de que la mano se soltara, con el suave corazón del
zek
todavía en ella, retorciéndose, muriendo. Entonces el
zek
se desplomó hacia atrás, cayendo silenciosamente en el suelo de la jungla, donde se encogió, se secó y murió. Ariel y los otros
zeks
ignoraron el cadáver del comunicador mientras el primero se volvía y los guiaba por un sendero indefinible en la oscura jungla.

Los
zeks
que Harman tenía a cada lado todavía le sujetaban los brazos, pero suavemente ahora, y Harman no hizo ningún esfuerzo por resistirse. Se limitó a seguir el ritmo de la fila que se movía a través de la oscura maleza.

La mente de Harman corría más veloz que sus pies mientras se esforzaba por mantener el ritmo. En ocasiones, cuando el follaje sobre su cabeza era demasiado espeso, no podía ver nada, ni siquiera sus pies ni sus piernas en la oscuridad casi absoluta, así que dejaba que los zeks lo guiaran como si fuera ciego y se concentraba en pensar. Sabía que si quería volver a ver alguna vez a Ada y Ardis Hall tendría que ser mucho más listo en las siguientes horas de lo que había sido en los últimos meses.

Primera pregunta: ¿Dónde estaba? Era por la mañana cuando se hallaba en la Puerta Dorada de Machu Picchu, con la tormenta, pero allí en la jungla parecía ser muy tarde. Trató de recordar la geografía que se había enseñado a sí mismo, pero los mapas y las esferas se confundieron en su mente: palabras como Asia y Europa no significaban casi nada. Pero la oscuridad que había allí le sugería que Ariel no lo había enviado a alguna jungla del mismo continente sur donde se encontraba el Puente. No podría regresar caminando a Machu Picchu y Hannah y Petyr y el sonie.

Lo cual lo llevaba a la segunda pregunta: ¿Cómo lo había llevado allí Ariel? No había ningún pabellón de faxnódulo visible en los glóbulos verdes de la Puerta Dorada. Si los hubiera habido, si Savi hubiera sugerido alguna vez una conexión fax con el Puente, sin duda no habrían ido hasta allí en sonie para conseguir armas y municiones y llevar a Odiseo al nido curador. No... Ariel había usado otro medio para transportarlo a través del espacio hasta ese lugar oscuro que olía a podredumbre y estaba lleno de insectos.

Mientras lo arrastraban por la oscuridad, ni a diez pasos por detrás del avatar de la biosfera (o así lo había identificado una vez Próspero), Harman advirtió que podía preguntarse ésas cosas. Lo peor que el pálido espíritu (su cuerpo brillaba visiblemente a la luz de las estrellas cada vez que cruzaban alguna pequeña abertura ocasional en la jungla) podía hacer era no contestar.

Ariel respondió a ambas preguntas, la segunda primero.

—Sólo tendré tu compañía durante unas cuantas horas más —dijo la pequeña forma—. Luego debo entregarte a mi amo, no mucho después de que oigamos el canto del gallo cacareador... del gallo cacareador que había en este horrible lugar.

—¿Tu amo Próspero? —preguntó Harman. Ariel no contestó.

—¿Y cuál es el nombre de este espantoso lugar? —preguntó Harman. El espíritu se echó a reír, un sonido como el tintineo de campanitas, pero no del todo desagradable.

BOOK: Olympos
5.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Revolution by Dean Crawford
Just Perfect by Lynn Hunter
Eve of Sin City by S.J. Day
Maxwell’s House by M. J. Trow
Love Deluxe by Kimball Lee
Playboy's Lesson by Melanie Milburne
Too Wild to Hold by Leto, Julie
King Con by Stephen J. Cannell
Dangerous Love by Walters, Ednah, Walters, E. B.