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Authors: Dan Simmons

Olympos (90 page)

BOOK: Olympos
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—¿Repítelo? —transmitió el centurión líder Mep Ahoo desde su asiento eyector en el módulo de transporte de tropas.

—Por favor, repite eso —dijo la voz con acento británico del Integrante Primero Asteague/Che desde la
Reina Mab
, lo cual le dijo a Mahnmut que la nave madre estaba siguiendo su charla intercomunicada además de sus transmisiones oficiales. Pero no, deseó fervientemente, sus conversaciones por tensorrayo.

No importa
, envió Mahnmut.
Preguntaré por los dragones y los magos en otro momento.

—Lo siento... nada... —dijo Mahnmut por el intercomunicador—. Estaba pensando en voz alta.

—Mantengamos la disciplina de radio —replicó Suma IV.

—Sí... uh... señor —respondió Mahnmut.

En la bodega, Orphu de Io bramó en el subsónico.

La lanzadera de Odiseo se acercó muy despacio a la ciudad de cristal vivamente iluminada que rodeaba el asteroide. Los sensores confirmaron que el asteroide tenía forma de patata y unos veinte kilómetros de largo por once de diámetro. Cada metro cuadrado de la superficie de níquel y hierro del asteroide estaba cubierto por la ciudad de cristal. Las torres y burbujas de acero, cristal y buckycarbono se alzaban hasta una altura máxima de medio kilómetro. Los sensores indicaban que toda la estructura tenía la presión normal de la Tierra al nivel del mar, que las moléculas de aire inevitablemente se filtraban por el cristal sugerían una atmósfera terrestre mixta compuesta de oxígeno, nitrógeno y dióxido de carbono, y que la temperatura en el interior sería cómoda para un humano que hubiera vivido junto al mar Mediterráneo antes de los cambios climáticos de la Edad Perdida... alguien de la época de Odiseo, por ejemplo.

En el puente de la
Reina Mab
, a mil kilómetros de distancia, todos los mandos vecs seguían sus sensores y pantallas con atención cuando un tentáculo energético de campo de fuerza invisible salió de la ciudad asteroidal de cristal, agarró la lanzadera y la introdujo por una abertura parecida a una compuerta en una de las torres de cristal más altas.

—Desconectad los impulsores y el piloto automático de la lanzadera —ordenó Cho Li.

El Retrógrado Sinopessen siguió los datos biotelemétricos de Odiseo y dijo:

—Nuestro amigo humano está bien. Nervioso... los latidos del corazón han aumentado un poco y los niveles de adrenalina suben... puede ver por esa ventanita... por lo demás está bien.

Sobre las consolas y la mesa de mapas fluctuaron imágenes holográficas mientras la lanzadera era atraída hacia el oscuro rectángulo de la compuerta. Una puerta de cristal se abrió deslizándose. Los sensores de la lanzadera registraron un diferencial de campo de fuerza «bajando» (sustituyendo la gravedad a 0,68 del estándar terrestre) y luego registraron la atmósfera entrando en la gran cámara estanca. Era tan respirable como el aire de Ilión.

—Los datos de radio, máser y telemetría cuántica son bastante claros

—informó Cho Li—. El cristal de la muralla de la ciudad no los bloquea.

—Todavía no está en la ciudad —gruñó el general Beh bin Adee—. Sólo en la compuerta. No os sorprendáis si la Voz interrumpe las transmisiones en cuanto Odiseo esté dentro.

Vieron por las cámaras subjetivas de la piel (y lo mismo hicieron todos los que estaban a bordo de la nave de contacto, a cincuenta mil kilómetros de distancia) cómo Odiseo salía del pequeño espacio, se desperezaba y empezaba a caminar hacia una puerta interior. Aunque llevaba suave ropa espacial, el humano había insistido pese a las protestas de todos los moravecs en llevar su escudo redondo y su espada corta. Ahora sostenía el escudo alzado y la espada preparada mientras se acercaba a la puerta iluminada.

—A menos que alguien siga necesitando estudiar Jerusalén o el rayo de neutrinos, ahora me dirigiré a Europa —dijo Suma IV por el intercomunicador.

Nadie protestó, aunque Mahnmut estaba ocupado describiendo los colores de la Ciudad Vieja de Jerusalén a Orphu: los rojos de las últimas horas del sol de la tarde sobre los antiguos edificios, el brillo dorado de la mezquita, las calles de color de barro y las sombras gris oscuro de los callejones, los sorprendentes y súbitos verdes de los olivares aquí y allá y, por todas partes, el verde brillante, resbaladizo y húmedo de las criaturas anfibias.

La nave de contacto aceleró a Mach 3 y se dirigió al noroeste, hacia la antigua capital de Dismashq, en lo que una vez se llamó Siria o la provincia del Khan Ho Tep de Nyianqêntanglha Shan Oeste, mientras Suma IV mantenía la distancia entre la nave y la cúpula de energía nulificadora sobre el seco Mediterráneo. Mientras recorrían la antigua Siria y viraban bruscamente a la izquierda para seguir por la península de Anatolia sobre los huesos de la antigua Turquía, con la nave completamente camuflada y haciendo un silencioso Mach 2,8 a una altitud de cuarenta y cuatro mil metros, Mahnmut dijo de repente:

—¿Podemos reducir velocidad y orbitar cerca de la costa egea, al sur del Helesponto?

—Podemos —replicó Suma IV por el comunicador—, pero llevamos retraso para nuestra exploración de la ciudad de hielo azul de Francia. ¿Hay algo en la costa para que merezca la pena que nos desviemos?

—El sitio de Troya —dijo Mahnmut—. Ilión.

La nave empezó a desacelerar y perder altura. Cuando alcanzó el lento ritmo de trescientos kilómetros por hora, y con el marrón y verde del Mediterráneo vacío acercándose rápido y el agua del Helesponto al norte, Suma IV plegó las gruesas alas delta y desplegó las alas gosámero multipaneladas de cien metros de longitud con sus lentas hélices.

Mahnmut cantó en voz baja por el intercomunicador:

Dicen que Aquiles se agitó en la oscuridad

Y Príamo y sus cincuenta hijos

despertaron sorprendidos y oyeron los cañones

y temblaron de nuevo por Troya.

¿De quién es eso
?, envió Orphu.
No reconozco el verso.

Rupert Brooke,
respondió Mahnmut por el tensorrayo.
Poeta de la época de la Primera Guerra Mundial. Lo escribió camino de Gallipoli... pero nunca llegó a Gallipoli. Murió de enfermedad en el camino
.

—Vaya —tronó el general Beh bin Adee en la banda común—, no puedo alabar tu disciplina radial, pequeño europano, pero es un poema jodidamente bueno.

En la ciudad de cristal de la órbita polar, la compuerta se abrió y Odiseo entró en la ciudad propiamente dicha. Estaba llena de luz, árboles, enredaderas, pájaros tropicales, arroyos, una cascada que caía desde un alto macizo de piedra cubierto de líquenes, viejas ruinas y pequeños animales salvajes. Odiseo vio un ciervo rojo que mordisqueaba la hierba alzar la cabeza, mirar al humano que se le acercaba tras el escudo con la espada alzada y marcharse tranquilamente.

—Los sensores indican que se acerca una forma humanoide... todavía no es visible a través del follaje —radió Cho Li desde la nave de contacto.

Odiseo oyó los pasos antes de verla: pies descalzos sobre el duro suelo y la roca lisa. Bajó el escudo y deslizó la espada en el lazo de su ancho cinturón cuando la vio.

La mujer era hermosa más allá de las palabras. Incluso los moravecs inhumanos de conchas de plástico y acero, con corazones orgánicos latiendo junto a corazones hidráulicos, cerebros orgánicos y glándulas junto a bombas de plástico y servomecanismos de nanocitos, incluso los moravecs que se encontraban a veinte mil kilómetros de distancia mirando sus hologramas reconocieron lo increíblemente hermosa que era la mujer.

Su piel era de bronceada, tenía el pelo largo y oscuro pero veteado de rubio, los rizos caían sobre sus hombros desnudos. Llevaba sólo un sucinto vestido de dos piezas de brillante pero débil seda que enfatizaba sus pechos redondos y abundantes y sus anchas caderas. Iba con los pies descalzos pero llevaba aros de oro en los finos tobillos y un puñado de brazaletes en cada muñeca, y aros de oro y plata en sus suaves brazos.

Cuando se acercó, Odiseo y los moravecs del espacio y los moravecs que revoloteaban sobre la antigua Troya vieron las cejas de la mujer alzarse en una sensual curva sobre sus ojos sorprendentemente verdes. Sus pestañas eran largas y oscuras, y lo que parecía maquillaje alrededor de aquellos sorprendentes ojos desde tres metros de distancia eran las sombras normales y los tonos naturales de su piel cuando se acercó a un metro del aturdido Odiseo. Sus labios eran suaves, carnosos y muy rojos.

En perfecto griego de la época de Odiseo, con una voz tan suave como la brisa a través de las palmeras o el rumor perfectamente sintonizado de cascabeles, la hermosa mujer dijo:

—Bienvenido, Odiseo. Llevo muchos años esperándote. Me llamo Sycórax.

68

La segunda noche de su caminata por la Brecha Atlántica con Moira, Harman se encontró pensando en muchas cosas.

Algo en aquello de caminar entre dos altas murallas de agua (el Atlántico tenía en aquel punto más de mil quinientos metros de profundidad, en su segundo día de camino y a casi ciento veinte kilómetros de la costa) era absolutamente mesmérico. Un puñado de memorias proteínicas almacenadas en las hélices de ADN en algún lugar de su espalda tiró pedantemente de la conciencia de Harman y quiso repasar los detalles. (
La palabra mesmérico procede de Franz Anton Mesmer, nacido el 23 de mayo de 1734 en Iznang, Suavia, fallecido el 5 de marzo de 1815 en Meersburg, Suavia: físico alemán cuyo sistema terapéutico conocido como mesmerismo, en el que tomaba control simpatético de la conciencia de sus pacientes, fue el predecesor de la posterior práctica de la hipnosis...)
La mente de Harman, perdida en laberintos de pensamiento, apartó la interrupción. Estaba consiguiendo descartar las voces absurdas que rugían en su mente, pero la cabeza aún le dolía a rabiar.

Los mil quinientos metros de pared de agua a cada lado del sendero seco de ochenta metros eran también aterradores. Dos días de caminar por la Brecha no lo habían hecho acostumbrarse del todo a la sensación de claustrofobia y al miedo a un derrumbe inminente. Había estado en la Brecha Atlántica en otra ocasión, dos años antes, cuando celebraba su nonagésimo octavo cumpleaños (salió por el faxnódulo 124 cerca de Loman Estate en lo que antaño había sido la costa de Nueva Jersey, en América del Norte, y caminó dos días de ida y otros dos de vuelta, pero no llegó a cubrir tanto terreno como estaba haciendo con Moira), y las paredes de agua y la profunda penumbra de la trinchera no lo habían molestado tanto entonces.

«Naturalmente —pensó Harman—, era más joven entonces. Y creía en la magia.»

Moira y él no habían hablado desde hacía varias horas, pero sus zancadas iban a la par y caminaban bien juntos en silencio. Harman analizaba parte de la información que ahora llenaba su universo, pero sobre todo pensaba en lo que podría y debería hacer si alguna vez conseguía regresar a Ardis.

Lo primero que haría, sería pedir disculpas a Ada desde el fondo de su corazón por haber partido en aquel estúpido viaje a la Puerta Dorada de Machu Picchu. Su esposa embarazada y su hijo aún no nacido deberían haber sido lo primero. Lo había sabido entonces, pero lo sabía más ahora.

A continuación Harman iba a trazar un plan para salvar a su amada, a su hijo, a sus amigos y a su especie. Esto no era tan fácil.

Lo que sí era más fácil con el millón de volúmenes de información que habían sido, literalmente, vertidos en su interior, era ver algunas opciones.

Primero, estaban las funciones reavivadas que su mente y su cuerpo seguían explorando, casi un centenar de ellas. La más importante de todas, al menos a corto plazo, era la función de librefax. En vez de encontrar nódulos y activar la maquinaria, la nanotecnología presente en cada humano antiguo, que ahora Harman comprendía, permitía faxear desde cualquier lugar a otro del planeta Tierra e incluso (si se salvaban las restricciones) desde la superficie del planeta a puntos concretos del más de un millón de objetos, máquinas y ciudades en órbita alrededor de la Tierra. Librefaxear podría salvarlos a todos de los voynix, y de Setebos y sus calibani sueltos, incluso del propio Calibán, pero sólo si las máquinas fax y los módulos de almacenamiento en órbita volvían a conectarse para los humanos.

Segundo, Harman conocía varias maneras para regresar a los anillos e incluso tenía una vaga idea de lo que era la cosa-bruja-alien llamada Sycórax que ahora gobernaba el antiguo universo orbital posthumano, allá arriba. Pero no tenía ni idea de cómo él y los otros podrían derrotar a Sycórax y Calibán, pues Harman estaba seguro de que Setebos había enviado a su único hijo a los anillos para lastrar la función fax. Si prevalecían, Harman sabía que tendría que zambullirse en más armarios de cristal antes de tener toda la información técnica que necesitaba para reactivar los complicados satélites y sensores fax.

Tercero, mientras Harman estudiaba las muchas funciones ahora disponibles para él (muchas de las cuales se encargaban de escrutar su propia mente y su cuerpo y encontrar datos almacenados allí) sabía que no sería un problema compartir esta nueva información. Una de las funciones perdidas era una sencilla función compartidora (una especie de sigleer inverso) con la que Harman podía tocar a otro humano antiguo, seleccionar los paquetes de memoria proteínica almacenados en ARN-ADN que quería descargar, y la información pasaría de su piel y su carne a la de la otra persona. Había sido perfeccionada para los prototipos de los Hombrecitos Verdes casi dos mil años antes y adaptada rápidamente a la función de nanocitos humana. Todos los antiguos tenían esta capacidad de memoria nanoinducida y unida al ADN y a los cientos de funciones latentes en sus cuerpos y mentes, pero hacía falta una persona informada para que empezara a encender de nuevo las habilidades humanas.

Harman sonrió. Moira podía ser... podía no, era molesta con sus chistes y sus insinuaciones, pero ya comprendía por qué seguía llamándolo «mi joven Prometeo». Prometeo, según Hesíodo, significaba «presciente» o «profético», y el personaje de Prometeo en Esquilo, y en las obras de Shelley, Wu y otros grandes poetas, era el titán revolucionario que robó la esencia del conocimiento, el fuego, a los dioses, y lo entregó a la titubeante raza humana, elevándola a algo casi similar a la divinidad. Casi.

—Por eso nos desconectasteis de nuestras funciones —dijo Harman, sin advertir que hablaba en voz alta.

—¿Qué?

Miró a la mujer posthumana que caminaba junto a él en la penumbra.

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