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Authors: Dan Simmons

Olympos (49 page)

BOOK: Olympos
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Daeman suspiró, descargó la mochila y la ballesta, se agachó junto a la abertura más grande (era baja, estaba cerca del suelo), metió la mochila, la empujó con la ballesta y empezó a arrastrarse sobre el hielo, sintiendo el frío del espacio profundo a través de sus manos y rodillas protegidas por la termopiel.

El camino fue agotador y, al final, doloroso. A menos de cien metros, el túnel se bifurcaba; Daeman siguió la rama izquierda porque parecía que había más luz. Cincuenta metros más allá, el túnel caía levemente, ensanchándose de manera considerable, y luego continuaba casi recto.

Daeman se sentó, sintiendo el frío llegar a sus posaderas a través de sus ropas y la termopiel, y entonces sacó una botella de agua de su mochila. Estaba agotado y deshidratado después de horas de faxear y las ansiosas confrontaciones con tanta gente asustada. Había racionado su agua, pero todavía le quedaba esta media botella. No le sirvió de nada, porque el agua estaba firmemente congelada. Se guardó la botella en la túnica, junto a la termopiel molecular, y contempló la pared de hielo.

No era perfectamente lisa: nada del hielo azul lo era. Todo estaba estriado, y había algunas estrías que corrían horizontal o diagonalmente de un modo que parecía que podría encontrar asideros para las manos o los pies. Pero continuaba subiendo al menos treinta metros, apartándose lentamente de la vertical hasta que se perdía de vista por arriba. La luz del sol parecía más fuerte allá en lo alto.

Sacó de la mochila dos piolets para el hielo que había hecho forjar a Reman el día anterior. Hasta que encontró la palabra en uno de los viejos libros de Harman, Daeman nunca había oído la palabra «piolet». Si hubiera escuchado la palabra antes de la Caída le habría parecido tonta y aburrida. Los seres humanos no utilizaban herramientas. Ahora su vida dependía de esas cosas.

Los piolets, de treinta centímetros de largo, tenían un lado recto y afilado, el otro curvo y aserrado. Reman lo había ayudado a forrar los mangos con cuero, que podría sujetar incluso con los guantes de termopiel. Las puntas habían sido afiladas todo lo que permitía la piedra de Hannah.

Tras incorporarse, echar la cabeza atrás, colocarse la máscara de ósmosis firmemente sobre la boca y la nariz, Daeman se echó de nuevo la mochila al hombro, se aseguró de que la correa de la ballesta estuviera firmemente asegurada sobre su hombro izquierdo (la pesada arma colgaba en diagonal sobre la mochila, a su espalda) y alzó uno de los piolets, lo clavó en el hielo, volvió a golpear, y se alzó cuatro palmos pared arriba. El túnel no era mucho más ancho que la chimenea principal de Ardis, así que Daeman se apoyó en la pierna derecha mientras colocaba la rodilla izquierda sobre la pared de hielo para apoyarla allí un momento. Alzó el segundo martillo lo más alto que pudo y lo clavó en el hielo, aupándose hasta que quedó colgando de un instrumento y con el peso apoyado en el otro. «La próxima vez —pensó—, voy a conseguirme unos clavos afilados para las botas.»

Jadeando, riendo por haber tenido la idea de volver a hacer aquello por segunda vez, con el aliento helándose en el aire incluso a través de la máscara de ósmosis y la mochila amenazando con arrancarlo de su precario asidero, Daeman fue clavando los piolets y tallando asideros para sus pies, se aupó, insertó las punteras de las botas en ellos, clavó más alto el martillo derecho, se aupó, marcó asideros para los pies con el izquierdo. Después de avanzar otros tres metros, se quedó colgando de ambos piolets y se echó atrás para mirar la chimenea de hielo. «Hasta ahora bien —pensó—. Sólo diez o quince movimientos más y llegaré a la curva, a treinta metros de altura. —Otra parte de su mente susurró—: Y descubrirás que es un callejón sin salida. —Y una parte aún más oscura de su mente murmuró—: O te caerás y morirás.» Expulsó todas las voces de su cabeza. Los brazos y las piernas empezaban a temblarle por la tensión y la fatiga. En la próxima parada tallaría una muesca más profunda para los pies, para poder descansar más fácilmente. Si tenía que volver por la chimenea de hielo, tenía cuerda en la mochila. Pronto descubriría si había traído suficiente.

Por encima de la chimenea de hielo, el túnel se nivelaba a lo largo de veinte metros más o menos, se bifurcaba dos veces más y luego desembocaba en una abertura amplia como un cañón en el hielo azul. Daeman guardó los piolets con manos temblorosas y agarró la ballesta. Cuando llegó a la abertura, alzó la cabeza y vio la brillante luz de la tarde y el cielo azul: se extendía a derecha e izquierda, el suelo estriado a veces caía diez, quince metros y más, el fondo de la abertura conectado solamente por puentes de hielo, las paredes cuajadas de estalactitas y estalagmitas y cubiertas aquí y allá sobre él por puentes de grueso hielo. Secciones de edificios emergían de la capa azul helada y luego volvían a ser engullidos por ella; Daeman vio segmentos de ladrillo asomando, ventanas rotas y persianas con escarcha, torres de tribambú y añadidos de buckyfibra a los edificios más antiguos de la Edad Perdida que había debajo, todos iguales ahora en la tenaza del hielo azul. Daeman se dio cuenta de que estaba en la calle Rambouillet cerca del faxnódulo del León Protegido, pero seis pisos por encima de la calle por la que había caminado y que había recorrido en droshkies tirados por voynix toda su vida.

Delante, al noroeste, el suelo de la abertura descendía lentamente hasta llegar al nivel original de la calle. Daeman se cayó dos veces en la resbaladiza pendiente, pero había sacado uno de los piolets de la mochila y ambas veces detuvo su caída con la garra de hierro curvo.

Más despacio ahora, la luz azul y el aire todavía quemándole los pulmones, al fondo de una hendidura de sesenta metros cuyas paredes de hielo estaban hechas de incontables hilos de lo que a Daeman cada vez le parecían más una especie de tejido vivo, vio una segunda abertura-túnel cruzándose en diagonal y la reconoció de inmediato. «La avenida Daumesnil.» Conocía bien aquella zona: había jugado allí de niño, había seducido a muchachas de adolescente, había llevado a su madre a dar incontables paseos de adulto.

Si seguía la otra abertura, a su derecha, el sureste, le llevaría lejos del cráter y el centro de la ciudad, al bosque llamado de Vincennes. Pero no quería alejarse del centro de Cráter París: había visto el Agujero aparecer al noroeste, muy cerca de la torre domi de su madre, justo en el Cráter. Para ir en esa dirección, tendría que subir por la avenida Daumesnil hacia el mercado de tribambú llamado el Oprabastel, situado justo frente a un antiguo montón de escombros cubiertos llamados la Bastilla. Había librado peleas a pedradas allí de niño, con los otros niños de su torre domi, arrojando piedras a los niños del oeste, niños que los de su barrio insultaban siempre llamándolos «bastillitas radiactivos» por algún motivo que no conocía nadie, ni adulto ni niño.

El hielo azul parecía más denso y más ominoso en la dirección del Oprabastel, pero Daeman comprendió que no tenía elección. Había visto a Setebos en esa dirección, hacia el Cráter.

La trinchera en la que se encontraba giraba de nuevo hacia el este antes de cruzarse con la avenida Daumesnil. Este corredor, más grande, era demasiado profundo para entrar en él directamente, así que Daeman lo cruzó pasando por un puente de hielo. Al mirar hacia abajo vio las ruinas de tribambú y everplas de la calle y la avenida que había conocido toda la vida, pero la zanja continuaba más profunda, revelando capas de ruinas de alguna ciudad antigua de acero y ladrillo bajo el Cráter París con el que estaba familiarizado. Tuvo la horrible imagen del cerebro gris y rosado que era Setebos arañando la tierra con sus muchas manos, descubriendo los huesos de la ciudad bajo la ciudad. «¿Qué estaba buscando?» Y entonces a Daeman se le ocurrió un pensamiento aún más horrible: «¿Qué podía estar enterrando?»

Las cuerdas y estalagmitas azules sobre el nivel normal de la calle eran demasiado gruesas para permitirle continuar hacia la avenida Daumesnil, pero, sorprendentemente, había un trecho de camino verde paralelo a la avenida. Clavó una saeta de hierro doblada en el hielo para asegurar su bajada de nueve metros, pasó por ella una cuerda y descendió con cuidado, consciente de que una pierna rota en aquel momento probablemente significaría la muerte. Había un colgante helado cerca del fondo y tuvo que soltarse y deslizarse por la cuerda los últimos tres metros hasta el absurdo suelo de hierba situado al pie de la trinchera.

Había una docena de voynix esperando en la oscuridad, bajo el saliente.

Daeman se sorprendió tanto que soltó la cuerda al mismo tiempo que echaba mano a la ballesta que tenía cruzada a la espalda. Cayó a cuatro patas, resbaló en la hierba y retrocedió de espaldas sin lograr sacar la pesada arma. Se quedó allí medio tumbado, con las manos vacías, buscando los brazos de acero alzados, las afiladas hojas asesinas y los caparazones emergentes del grupo de voynix congelados en el acto de saltar hacia él desde sólo dos metros de distancia.

Congelados. Las doce criaturas estaban hundidas en el hielo azul con sólo trozos de hojas o brazos o piernas o caparazón sobresaliendo. Ninguno tocaba del todo el suelo con los pies. Estaba claro que el hielo los había capturado en el acto de correr y saltar. Los voynix eran veloces. ¿Cómo podía aquel hielo azul haberse formado tan rápidamente para pillarlos así?

Daeman no tenía ninguna respuesta, sólo sentía agradecimiento por que así fuera. Se puso en pie, se palpó la espalda y las costillas doloridas por haber caído sobre la ballesta y la abultada mochila y tiró de la cuerda. Podría haberla dejado en su sitio (tenía más de cien palmos más y podría subir por aquel acantilado de hielo rápidamente cuando regresara en vez de abrirse paso trabajosamente con sus piolets), pero tal vez le hiciera falta toda la cuerda antes de que terminara el día. Dirigiéndose ahora hacia el noroeste, en paralelo a la avenida Daumesnil, en lo que aún seguía considerando el Promenade Plantee (el familiar paso elevado de tribambú congelado ahora a veinte metros sobre él), Daeman armó la ballesta, se aseguró de que la pesada arma estaba amartillada y preparada y siguió el imposible sendero de hierba verde hacia el corazón de Cráter París.

Promenade Plantee, así había llamado todo el mundo al paso elevado. Era uno de esos extraños nombres antiguos, con palabras que parecían anteriores al lenguaje común del mundo. Nadie que Daeman conociera había preguntado jamás su significado. Se preguntó ahora mientras seguía la franja verde del cañón oscuro y cada vez más profundo, a través del hielo azul y las ruinas excavadas, si el paso que había conocido habría sido llamado como aquel sendero más antiguo y olvidado, enterrado hasta que Setebos había considerado oportuno excavarlo con sus muchas manos.

Daeman avanzó con cautela y con una creciente sensación de ansiedad. No sabía qué podía encontrarse. Su principal objetivo era echarle un buen vistazo a Setebos, si era Setebos, y quizá poder informar a todos en Ardis Hall de cómo era la ciudad de hielo azul después de su invasión. Pero al ver otras cosas congeladas en el hielo azul orgánico, a cada lado del Promenade (media docena más de voynix, pilas de cráneos humanos, más ruinas que no habían visto la luz del día desde hacía siglos), se le humedecieron las palmas y se le secó la boca.

Deseó haber traído una de las pistolas de flechitas de cristal que Petyr había encontrado en el Puente. Daeman recordaba claramente a Savi disparando una nube de flechitas contra el pecho de Calibán casi a bocajarro, allí, en la gruta subterránea de la isla orbital de Próspero. No había matado al monstruo; Calibán había aullado y sangrado, pero también había alzado a Savi en sus largas manos y le había mordido el cuello con un horrible chasquido de sus mandíbulas. Luego la criatura se había zambullido en la ciénaga llevándose el cadáver al sistema de alcantarillado y a los túneles inundados.

«He venido a encontrar a Calibán», pensó Daeman, reconociendo enteramente este hecho por primera vez. Calibán era su enemigo, su némesis. Daeman había aprendido la palabra un mes antes y supo de inmediato que en su vida ese término sólo era aplicable a Calibán. Y, después de intentar matar a la criatura en la isla de Próspero y dejarla allí para morir después de manejar la máquina agujero-negro en órbita que era la isla, era también muy posible que Calibán considerara que Daeman era su némesis.

Daeman así lo esperaba, aunque la idea de luchar de nuevo contra la criatura le secaba la boca y le humedecía las manos todavía más. Entonces Daeman recordó haber tenido en las manos el cráneo de su madre, recordó el insulto burlón de aquella pirámide de cráneos (un insulto que sólo podía proceder de Calibán, el hijo de Sycórax, la criatura de Próspero, adorador de ese dios de la violencia arbitraria, Setebos) y siguió caminando, la ballesta cargada con sus dos inadecuadas pero afiladas y aserradas saetas de hierro, preparada y dispuesta.

Se encontraba a la profunda sombra de otro saliente más grande cuando vio las formas destacarse del hielo azul. No eran voynix congelados: parecían humanos, gigantes, musculosos y retorcidos, con la piel gris azulada y los ojos en blanco.

Daeman apuntó con la ballesta y se quedó quieto treinta segundos antes de comprender qué estaba mirando.

«Estatuas.» Había aprendido el significado de la palabra gracias a Hannah: piedra o cualquier otro material moldeado en forma humana. No había habido ninguna estatua en Cráter París y el mundofax de su juventud y la primera vez que vio una había sido en la Puerta Dorada de Machu Picchu, apenas diez meses antes. Ese lugar, o al menos los habitáculos globulares verdes aferrados a los pilares como enredaderas, era más un museo que un puente, pero Hannah (siempre más interesada en moldear metal fundido que en otra cosa) les explicó que las formas humanas que estaban mirando eran estatuas, obras de arte, también una idea extraña. Evidentemente aquellas estatuas no tenían otro motivo para existir que alegrar la vista. Daeman sonrió a su pesar al recordar lo sucedido en el Puente: habían creído que Odiseo, Nadie ahora, era una de las estatuas del museo hasta que se había movido y les había hablado.

Estas formas no se movían. Daeman se acercó y bajó la ballesta.

Las figuras eran enormes (más del doble del tamaño natural) y sobresalían del hielo porque el antiguo edificio del que formaban parte se había ladeado hacia delante. Las formas grises de piedra u hormigón eran idénticas: un hombre, sin barba, con rizos alrededor de la masa gris que hacía las veces de cabello, desnudo a excepción de una pequeña camisa sin mangas que llevaba recogida sobre el torso. El brazo izquierdo estaba inclinado y doblado, la mano en la nuca. El brazo derecho era enorme, musculoso, doblado por el codo y la muñeca, con la enorme mano derecha reposando en el torso desnudo, justo por debajo del pecho, en realidad tirando de los grises pliegues de hormigón de la camisa. La pierna derecha del hombre era el otro único miembro visible. Sobresalía de la fachada del edificio un saliente o una especie de canal sobre pequeñas ventanas que recorría la hilera de idénticas estatuas masculinas como si taladrara sus caderas.

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