Read Olympos Online

Authors: Dan Simmons

Olympos (102 page)

BOOK: Olympos
7.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

¿Vamos?

Le tendió el brazo derecho doblado, como si él fuera a escoltarla a una cena de gala.

Él aceptó el brazo.

—Y ése es el principio y el fin de mi petición —estaba diciendo Nadie/Odiseo cuando vio a Daeman entrar en el círculo de cincuenta y cuatro personas. La mayoría estaban sentados en los petates o las mantas. Algunos permanecían de pie. Daeman se mantuvo apartado, detrás de ellos.

—Quieres llevarte nuestro sonie... lo único que nos ofrece una oportunidad para sobrevivir aquí —dijo Boman— y no quieres decirnos por qué ni cuánto tiempo te lo quedarías.

—Así es —respondió Nadie—. Podría necesitarlo sólo unas cuantas horas... podría programarlo para que regrese. Es posible que el sonie no volviera.

—Todos moriríamos —dijo una de las supervivientes de Hughes

Town, una mujer llamada Stefe.

Nadie no contestó.

—Dinos para qué lo necesitas —dijo Siris.

—No, eso es un asunto privado —respondió Nadie.

Algunos se echaron a reír, como si el barbudo griego hubiera hecho un chiste. Pero Nadie no sonreía. Estaba completamente serio.

—¡Ve a buscar otro sonie! —exclamó Kaman, en teoría su experto militar. Les había dicho a los demás que nunca había confiado en el Odiseo real del drama turín al que había visto cada día durante diez años antes de la Caída y que estaba aún menos dispuesto a confiar en esa versión más madura.

—Lo haría si pudiera —dijo Nadie, tranquilo, sin agitarse—. Pero los más cercanos están a miles de kilómetros de aquí. La balsa voladora que improvisé tardaría mucho en llegar hasta ellos, si es que consigue hacerlo. Necesito usar el sonie hoy. Ahora.

—¿Por qué? —preguntó Laman, frotándose ausente su mano derecha aún vendada, a la que le faltaban los dedos.

Nadie guardó silencio.

Ada, que permanecía de pie cerca del fornido griego desde el inicio de la reunión y su presentación, dijo suavemente:

—Nadie, ¿puedes decirnos en qué nos beneficiaríamos si te prestamos el sonie?

—Si tengo éxito en lo que pretendo hacer, es posible que los faxnódulos vuelvan a funcionar —dijo—. Dentro de unas pocas horas, de unos cuantos días como máximo.

Los presentes contuvieron la respiración.

—Es más posible —continuó él— que no lo hagan.

—Entonces ¿ése es tu motivo para usar nuestro sonie? —preguntó

Greogi—. ¿Volver a poner en marcha los fax-pabellones?

—No —respondió Nadie—. Es sólo un posible efecto secundario de mi viaje. Ni siquiera probable.

—¿Si te... llevas el sonie... nos ayudará de algún otro modo? —preguntó Ada. Estaba claro que se mostraba más abierta a la petición de Nadie que la mayoría de los oyentes.

Nadie se encogió de hombros.

Todos permanecieron tan silenciosos durante un momento que Daeman oyó a dos centinelas llamarse uno al otro a más de medio kilómetro al sur. Se volvió. La espectral Moira estaba todavía junto él, los brazos cruzados sobre sus pechos cubiertos por la termopiel. Increíblemente, ninguno de los que se habían vuelto cuando se habían cercado al grupo (ni siquiera Ada, Nadie y Boman, que lo había estado mirando desde que había cruzado la puerta de la empalizada) habían podido verla.

Nadie alzó sus manos ásperas y poderosas, los dedos extendidos como si intentara alcanzarlos a todos... o pretendiera alejarlos.

—Queréis oír que voy a hacer algún tipo de milagro para todos vosotros —dijo. No levantó la voz, pero reverberó pletórica en la empalizada—. No hay ningún milagro. Si os quedáis aquí con el sonie, os matarán tarde o temprano. Aunque os mudéis a la isla, río abajo, a la que pensáis huir, los voynix os seguirán hasta allí. Todavía pueden faxear, y no sólo a través de los faxnódulos que conocéis. Hay decenas de miles de voynix rodeándoos ahora mismo, reunidos a tres kilómetros de aquí, mientras por toda la Tierra los pocos miles de humanos supervivientes están huyendo o se esconden en cuevas o en torres o en las ruinas de sus antiguas comunidades. Los voynix los están matando. Tenéis la ventaja de que los voynix no atacarán mientras esta... cosa Setebos del pozo sea vuestro cautivo. Pero en cuestión de días, si no de horas, ese piojo-Setebos será lo bastante fuerte para escapar del pozo y colarse en vuestras mentes. Confiad en mí, no querréis experimentar una cosa semejante. Y, al final, los voynix vendrán de todas formas.

—¡Tanto más motivo para conservar el sonie! —gritó el hombre llamado Caul.

Nadie volvió las palmas hacia arriba.

—Tal vez. Pero pronto no habrá lugar en esta Tierra donde podáis escapar. ¿Creéis que sois los únicos con una función buscadora? Vuestras funciones han dejado de funcionar... la de los voynix y los calibani no. Os encontrarán. Incluso Setebos os encontrará cuando haya terminado de atiborrarse con la historia de vuestro planeta.

—Parece que no crees que tengamos ninguna posibilidad —dijo Tom, el silencioso médico.

—No —respondió Nadie, alzando ahora la voz—. Y no soy yo quien tiene que ofreceros una, aunque mi viaje os la pueda ofrecer accidentalmente si tengo éxito. Pero las probabilidades de que yo tenga éxito son bajas... no os mentiré. Os merecéis la verdad. Pero si algo importante no cambia, con sonie o sin sonie, las probabilidades de vuestro éxito, de vuestra supervivencia, son nulas.

Daeman, que había jurado mantenerse callado durante la discusión, se oyó gritar:

—¿Podemos ir a los anillos, Nadie? El sonie nos llevaría allí... de seis en seis. Me trajo a casa desde la isla de Próspero en el anillo-e. ¿Estaríamos a salvo en los anillos orbitales?

Todos los rostros se volvieron hacia él. Ni una sola mirada se dirigió hacia donde la titilante Moira permanecía de pie a poco más de un metro, a su derecha.

—No —dijo Nadie—. No estaríais a salvo en los anillos.

La mujer morena llamada Edida se levantó de pronto. Parecía estar riendo y llorando al mismo tiempo.

—¡No nos das ni una puñetera oportunidad!

Por primera vez, de forma frustrante, terrible, Odiseo/Nadie sonrió y sus dientes blancos destacaron contra su barba casi gris.

—No soy yo quien tiene que daros una oportunidad —dijo roncamente—. Los Hados decidirán qué hacer o qué no hacer. Hoy sois vosotros quienes tenéis quedarme una oportunidad a mí... o no.

Ada dio un paso adelante.

—Votemos. Creo que nadie debería abstenerse en esta votación, ya que todo puede depender de ello. Los que estén a favor de permitir a Odiseo... lo siento, quiero decir Nadie, que tome prestado nuestro sonie, por favor, levantad la mano derecha. Los que se opongan, no la levantéis.

77

La ciudad y el campo de batalla de Troya, la antigua Ilión, no ofrecían gran cosa que mirar desde cincuenta mil metros de altura.

—¿Eso es? —preguntó el centurión líder Mep Ahoo desde la cubierta de transporte de tropas—. ¿Es ahí donde estuvimos luchando con los griegos y los troyanos? ¿Esa colina cubierta de matojos y ese pedazo de tierra?

—Hace seis mil años —dijo Mahnmut desde su sala de control de
La

Dama Oscura
en la bodega de carga de la nave de contacto.

—Y en otro universo —dijo Orphu desde su rincón en la bodega de carga de
La Dama Oscura
.

—No parece gran cosa —dijo Suma IV desde los controles de la nave de contacto—. ¿Podemos continuar?

—Una pasada más, por favor —pidió Mahnmut—. ¿Podemos bajar un poco? ¿Sobrevolar la llanura entre el montecito y el mar? ¿O la playa?

—No —respondió Suma IV—. Usa tus ópticos para ampliar. No quiero acercarme tanto al campo de veda de la cúpula sobre el mar Mediterráneo seco ni bajar demasiado.

—Estaba pensando en acercarnos un poco más para permitir que el radar y las imágenes termales de Orphu tengan mejor señal —dijo Mahnmut.

—Estoy bien —bramó la voz de Orphu por el intercomunicador.

La nave orbitó de nuevo a cinco mil metros sobre las ruinas de la colina y todavía a más de un kilómetro del lugar donde empezaba la Cuenca Mediterránea. Mahnmut amplió su imagen desde la cámara principal, desconectó otros mandos y lo contempló todo con una extraña sensación de tristeza.

El montón de ruinas donde Ilión se había alzado antaño se encontraba sobre un risco que se extendía al oeste hacia la curva de la orilla del Egeo: nunca había sido una verdadera bahía sino una cala donde las antiguas naves habían atracado con anclas de piedra. Y donde Agamenón y todos los héroes griegos habían varado sus cientos de naves negras.

Al oeste, en aquellos tiempo, el Egeo y el Mediterráneo se extendían hasta perderse de vista (el mar oscuro como el vino) pero, a través del leve tintineo del campo de veda creado por los posthumanos, que anularía toda la energía de la nave de contacto en un milisegundo si entraban en él, ya sólo se veían la tierra, las rocas y los distantes campos verdes de la seca Cuenca Mediterránea. También visibles al oeste eran las antiguas islas que una vez se habían recortado sobre el mar, islas que Aquiles había conquistado antes de atacar Troya. Lesbos y Tenebos, colinas cubiertas de bosques con base rocosa enclavada en el fondo arenoso de la Cuenca.

Entre el Egeo, ahora seco, y el montículo donde se hallaban las ruinas de Troya, Mahnmut veía un kilómetro y medio de llanura de aluvión. Era bosque bajo, pero al pequeño moravec no le costaba imaginar esa llanura tal como había sido cuando estaba allí con Odiseo, Aquiles, Héctor y los demás guerreros: unos cinco kilómetros de curva rodeados de marismas y llanuras arenosas; la playa repleta de hombres; las dunas que habían absorbido tanta sangre en los años de lucha; los millares de tiendas sobre la playa y la ancha llanura entre ésta y la ciudad, ahora cubierta de bosque pero entonces pelada de árboles después de una década de usar madera para las cocinas y los fuegos funerarios.

Al norte aún había agua: el estrecho una vez llamando de los Dardanelos, el Helesponto, contenido por las brillantes manos de un campo de fuerza similar al que había entre Gibraltar y África, en el extremo occidental del Mediterráneo seco.

Como si estuviera estudiando la misma área con su radar y otros instrumentos, Orphu dijo por su circuito privado:

—Los posthumanos construyeron seguramente un enorme sistema de drenaje subterráneo o toda esta zona estaría inundada.

—Sí —envió Mahnmut, a quien no interesaba realmente la ingeniería ni la física de todo aquello. Estaba pensando en lord Byron y en Alejandro Magno y en todos los que habían peregrinado a Ilión, Troya, a ese lugar extrañamente sagrado.

«Ninguna piedra hay sin nombre.» Las palabras brotaron de pronto en la mente de Mahnmut. ¿Quién había escrito aquello? ¿Lucano? Probablemente.

En la cima de la colina sólo quedaban unas cuantas cicatrices grises y blancuzcas de roca; un puñado de piedras, todas ellas sin nombre. Mahnmut advirtió que estaba contemplando ruinas de ruinas: algunas de aquellas piedras probablemente pertenecían a la época de las descuidadas y brutales excavaciones de Schliemann, el arqueólogo aficionado fanático de Troya, que empezó a cavar por primera vez en 1870, hacía más de tres mil años, en esa Tierra auténtica.

Ya no era un sitio especial. El último nombre que había tenido en un mapa humano era Hisarlik. Rocas, matorrales, una llanura de aluvión, un alto risco que daba por el norte a los Dardanelos y por el oeste al Egeo.

Pero Mahnmut veía mentalmente el lugar exacto donde habían chocado los ejércitos, en las llanuras del Escamandro. Veía las murallas y las torres de Ilión aguantando el asalto allí donde la montaña alargada caía hacia el mar. Podía distinguir aún el montecillo de espinos situado entre la ciudad y el mar (los griegos lo llamaban Colina de Espinos ya entonces, aunque los sacerdotes y sacerdotisas de los templos de Troya se hubiesen referido a él como el Túmulo de Myrina), y recordó cómo había visto el rostro de Zeus alzarse al sur en forma de nube atómica no hacía muchos meses.

Hacía seis mil años.

Mientras la nave completaba su último giro, Mahnmut distinguió el lugar donde las grandes puertas Esceas habían contenido a los feroces griegos: no había habido ningún gran caballo de madera en la
Ilíada
, al menos no que Mahnmut hubiera visto. Vio la gran avenida situada detrás del mercado y las fuentes centrales que conducían al palacio de Príamo, destruido con los primeros bombardeos hacía diez meses en el tiempo de Mahnmut y, al norte del palacio, el gran templo a Atenea. Donde ahora sólo había rocas y crecían matojos, Mahnmut de Europa localizó la antigua ubicación de la gran puerta Dardánida y la torre de vigilancia principal y, al norte de allí, donde Helena había...

—Aquí no hay nada —dijo el piloto, Suma IV, por el intercomunicador—. Nos marchamos.

—Sí —dijo Mahnmut.

—Sí —bramó Orphu por la misma línea.

Volaron hacia el norte, replegando las alas de vuelo lento y rompiendo de nuevo la barrera del sonido. Nadie a ambos lados del vacío Dardanelos oyó el eco del estampido sónico.

—¿Estás nervioso? —le preguntó Mahnmut a su amigo por su línea privada—. Veremos París dentro de unos minutos.

—Un cráter donde antes estaba el centro de París —respondió Orphu—. Creo que ese agujero negro de hace un milenio se comió el apartamento de Proust.

—De cualquier manera, es ahí donde él escribió —dijo Mahnmut—. Y durante una temporada un tipo llamado James Joyce también, si no recuerdo mal.

Orphu bramó.

—¿Por qué no me dijiste que estabas obsesionado con Joyce además de con Proust? —insistió Mahnmut.

—Nunca salió el tema.

—¿Pero por qué esos dos te interesan tanto, Orphu?

—¿Por qué te interesa Shakespeare, Mahnmut? ¿Por qué los sonetos en vez de sus obras de teatro? ¿Por qué
La Dama Oscura
y
El Joven
en vez de, digamos,
Hamlet
?

—No, responde a mi pregunta —dijo Mahnmut—. Por favor. Silencio. Mahnmut escuchó los motores de impulsión detrás de ellos

y encima, el siseo del oxígeno fluyendo a través de tubos y ventiladores, el vacío de la estática de las principales líneas de comunicación.

Finalmente, Orphu dijo:

—¿Recuerdas mi disertación en la
Mab
sobre cómo grandes artistas humanos (singularidades de genios) podían hacer existir nuevas realidades o al menos permitirnos cruzar Branas universales hasta ellas?

—¿Cómo iba a olvidarlo? Ninguno de nosotros sabía si hablabas en serio.

BOOK: Olympos
7.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Trace by Patricia Cornwell
Glass by Alex Christofi
Luke by Jennifer Blake
Bring Out Your Dead by MacAlister, Katie
Yes, My Accent Is Real by Kunal Nayyar
Born to Bite by Lynsay Sands
Slave to Passion by Elisabeth Naughton