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Authors: Dan Simmons

Olympos (101 page)

BOOK: Olympos
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—¿Crees que viviremos para verlo? —preguntó Hannah. Ada no tenía respuesta. Le apretó la mano a su amiga.

Hablaron de Harman, de los detalles de su extraña desaparición de la Puerta Dorada con el ser llamado Ariel y de la sensación de Ada de que Harman estaba vivo en alguna parte.

Hablaron de cosas nimias, de cómo se preparaba ese día la comida y de las esperanzas de Ada de ampliar el campamento antes de que los voynix empezaran a acumularse como lo habían hecho.

—¿Sabes por qué ese bebé Setebos los mantiene a raya? —preguntó

Hannah.

—Ninguno de nosotros tiene ni idea —dijo Ada. Acompañó a la joven escultora al Pozo. La cosa-Setebos (Nadie había dicho que era una especie de piojo) estaba en el fondo, las manos y los tentáculos enroscados debajo, pero sus ojos amarillos miraron con indiferencia inhumana que era mucho peor que la simple maldad.

Harman se llevó las manos a las sienes.

—Oh, mi... Oh, Dios... me está arañando la mente, quiere entrar.

—Eso hace —dijo Ada en voz baja. Había traído el rifle de flechitas y apuntaba la masa de tejido verdiazul y las manos rosáceas que había unos pocos metros más abajo.

—¿Y si... toma el control? —preguntó Hannah.

—¿De nosotros, quieres decir? ¿Para volvernos a unos contra otros?

—Sí.

Ada se encogió de hombros.

—Esperamos que eso se produzca cada día, cada noche. Lo hemos discutido. Hasta ahora, todos podemos oír vagamente a este bebé Setebos llamarnos, como un mal olor de fondo, pero cuando viene con fuerza, como ha hecho contigo, sólo se apodera de una persona cada vez. Si los demás están aquí y lo sienten, es como un.. no sé, un eco.

—Entonces piensas que si toma el control, será de uno en uno. Ada volvió a encogerse de hombros.

—Algo así.

Hannah miró el pesado rifle de flechitas que Ada sostenía en las manos.

—Pero si la cosa empieza a controlarte ahora mismo, podrías matarme... podrías matar a un montón de nosotros antes de...

—Sí —respondió Ada—. Hemos discutido eso también.

—¿Se os ha ocurrido algún plan?

—Sí —repitió Ada, en voz muy baja, mientras se alzaba sobre el Pozo—. Vamos a matar a esta abominación antes de que llegue a eso.

Hannah asintió.

—Pero tendréis que sacar a toda la gente de aquí antes de hacerlo. Comprendo por qué no quieres prestarle a Odiseo el sonie.

Ada suspiró.

—¿Sabes para qué lo quiere, Hannah?

—No. No quiere decírmelo. Hay tantas cosas que no quiere decirme...

—Y sin embargo, lo amas.

—Desde el primer día que lo vi en el Puente.

—Estuviste bajo el paño turín cuando funcionaba, Hannah. Sabes que ese Odiseo estaba casado. Escuchamos cómo les hablaba a los otros aqueos de su esposa, Penélope, y de su hijo adolescente Telémaco. Hablaban en un lenguaje extranjero, pero de todos modos lo comprendíamos bajo el turín.

—Sí —Hannah bajó la cabeza.

En el Pozo, el bebé Setebos empezó a corretear de un lado a otro apoyándose en sus muchas manos rosadas. Cinco tentáculos subieron por el borde del Pozo y otras manos se enroscaron en la rejilla, tirando del metal hasta que pareció a punto de doblarse. Los muchos ojos amarillos de la cosa eran muy brillantes.

Daeman regresaba del bosque camino de la reunión de mediodía cuando vio al fantasma. Llevaba a la espalda una pesada bolsa de lona llena de leña. Hubiese deseado estar haciendo de centinela o cazando en vez de cortando y cargando madera. De repente una mujer salió del bosque, sólo a una docena de metros de él.

Al principio captó con su visión periférica apenas lo suficiente para saber que era un ser humano, femenino, y por tanto parte de la comunidad de Ardis, no un voynix. Continuó caminando unos segundos con el rifle en la mano derecha apuntando hacia abajo, con los ojos gachos y la pesada carga a la espalda; pero cuando se volvió hacia ella para saludarla, se detuvo.

Era Savi.

Se irguió y la enorme carga de madera de su mochila de lona improvisada casi lo hizo caer de espaldas. No hubiese sido una reacción exagerada. Se quedó mirándola.

Era Savi, pero no la Savi mayor de pelo gris que había visto morir a manos de Calibán en las cavernas del infierno orbital de Próspero casi un año antes. Era una Savi más joven, más pálida, más hermosa.

¿Una Savi resucitada? No.

«Un fantasma.» El pensamiento lo atravesó como una puñalada de miedo. Ni siquiera creía en los fantasmas ni tenía realmente una idea clara de lo que los fantasmas eran: nunca había oído mencionar a los fantasmas aparte de en el drama turín, ni había tampoco oído una historia de fantasmas hasta que empezó a sigleer los viejos libros de Ardis Manor el otoño anterior.

Pero aquello tenía que ser un fantasma.

La joven Savi no parecía completamente sustancial. Había un titilar en ella cuando lo vio, se volvió y caminó hacia él. Daeman advirtió que podía ver a través de ella, más aún de lo que había podido ver a través del holograma de Próspero en la isla orbital.

Sin embargo, de todos modos sabía que no era ningún holograma. Era algo... real, real y vivo, a pesar del suave y pálido brillo de todo su cuerpo y del hecho de que sus pies parecieran no estar tocando el suelo mientras caminaba por la alta hierba marrón hacia él. Llevaba una termopiel y nada más. Daeman sabía por experiencia que las termopieles (no mucho más gruesas que una capa de pintura) te hacían sentirte más desnudo que desnudo, y así parecía ella ahora mientras echaba a andar en su dirección. Desnuda. La termopiel era celeste pero dejaba ver cada músculo actuando mientras caminaba, recalcaba más que ocultaba el leve bamboleo de sus pechos. Daeman se había acostumbrado a ver a Savi con su termopiel, pero la Savi mayor tenía los pechos levemente caídos, los glúteos flojos y los muslos blandos. La aparición tenía los pechos altos, el estómago plano y músculos jóvenes y poderosos.

Liberó los brazos de las correas, soltó la carga de leña y agarró el rifle con ambas manos. Daeman distinguía la nueva empalizada interior, a más de doscientos metros de distancia, e incluso una cabeza oscura moviéndose por encima de la línea de troncos, pero no había nadie más a la vista. El fantasma y él estaban solos en aquel campo ventoso, en la linde del bosque.

—Hola, Daeman.

Era la voz de Savi. Más joven, aún más vibrante de vida que la voz hipnótica que él recordaba, pero decididamente de Savi.

Daeman no dijo nada hasta que ella se detuvo al alcance de su brazo. Su solidez fluctuó: un segundo estaba completa, al siguiente era transparente e insustancial. Cuando era sustancial, Daeman veía la areola de sus pezones levemente erectos. La joven Savi, advirtió, había sido preciosa.

Ella lo miró de arriba abajo con aquellos familiares ojos oscuros que él recordaba tan bien.

—Tienes buen aspecto, Daeman. Has perdido un montón de peso. Has ganado músculo.

Él siguió sin hablar. Todos los que salían al bosque llevaban consigo uno de los silbatos que habían rescatado de las ruinas. El suyo colgaba de un cordón alrededor de su cuello. Sólo tenía que soplarlo y una docena de hombres y mujeres armados acudirían corriendo en menos de un minuto.

Savi sonrió.

—Tienes razón. No soy Savi. No nos hemos visto nunca. Te conozco sólo por las descripciones y las grabaciones de vídeo de Próspero.

—¿Quién eres? —preguntó. Su voz le sonó ronca, tensa, forzada incluso a él.

La aparición se encogió de hombros como si su identidad fuera de poca importancia.

—Me llamo Moira.

El nombre no significaba nada para Daeman. Savi nunca había mencionado a nadie llamado así. Próspero tampoco. Durante un segundo de pánico Daeman se preguntó si Calibán no sería un cambiaformas.

—¿Qué eres? —dijo por fin.

—¡Ah! —La sílaba vino en forma de brusca risa—. Una pregunta maravillosamente inteligente. No «¿por qué te pareces a mi amiga muerta Savi?», sino «¿qué eres?». Próspero tenía razón. Nunca fuiste tan estúpido como parecías, ni siquiera hace un año.

Daeman agarró el silbato de su pecho y esperó.

—Soy una posthumana —dijo la aparición de Savi.

—Ya no hay posthumanos —respondió Daeman. Con la mano izquierda alzó levemente el silbato.

—No había posthumanos —dijo la mujer titilante—. Ahora los hay. Uno. Yo.

—¿Qué quieres?

Ella extendió lentamente la mano y le tocó el antebrazo derecho. Daeman esperaba que lo atravesara pero su contacto fue tan sólido y real como el de cualquiera de los supervivientes de Ardis. Notó la presión de sus largos dedos a través de la chaqueta. También sintió un cosquilleo casi eléctrico.

—Quiero asistir contigo a la discusión y luego la votación para ver si

Nadie puede llevarse vuestro sonie —dijo en voz baja.

«¿Cómo demonios sabe eso?», se preguntó él.

—Si apareces, probablemente no habrá ninguna discusión ni ninguna votación. Incluso Odis... Nadie, querrá saber quién eres, de dónde vienes, qué quieres.

Ella volvió a encogerse de hombros.

—Tal vez. Pero nadie más que tú me verá. Es un truquito que Próspero insertó en mis hermanas cuando se marcharon para convertirse en dioses y yo decidí guardármelo para mí. Viene bien de vez en cuando.

Él acarició el silbato con la mano izquierda, deslizó el dedo índice de la mano derecha en el gatillo del rifle y la miró mientras ella se desenfocaba levemente, se hacía transparente y luego volvía a enfocarse. Lo que acababa de decir era demasiado para que él pudiera formular siquiera las preguntas adecuadas. Intuía que lo mejor que podía hacer era tenerla cerca.

No podía explicarse qué sentido tenía eso.

—¿Por qué quieres asistir a la discusión? —preguntó—.

—Me interesa el resultado.

—¿Por qué? Ella sonrió.

—Daeman, si puedo ser invisible para las otras cincuenta y cinco personas, incluido Nadie, podría haber permanecido también invisible para ti. Pero quiero que sepas que estoy allí. Hablaremos después de la discusión y después de la votación.

—¿Hablar de qué? —Daeman había visto los cadáveres marrones y momificados de lo que Savi, Harman y él pensaron que eran los últimos posthumanos, allí arriba, en el fino y rancio aire del moribundo reino de Próspero. Todas mujeres. La mayoría comidas por Calibán hacía siglos. Daeman no tenía ni idea de si la aparición era lo que decía ser. Más le parecía una de las diosas del drama turín que había visto de vez en cuando: Atenea, quizá, o una Hera mucho más joven. No tan hermosa como los atisbos que había visto de Afrodita. De repente recordó que casi un año antes, en Cráter París, se había hablado de altares callejeros dedicados a los dioses del drama turín de la guerra de Troya.

Pero todos los de Cráter París estaban muertos, incluida su madre. Asesinados y devorados por Calibán. La ciudad enterrada por la masa de hielo azul de Setebos. Si la gente de su ciudad natal había rezado alguna vez a los dioses y diosas del turín, no les había servido para nada. Si aquella diosa procedía del drama, estaba seguro de que no le serviría de nada tampoco.

—Podemos hablar de dónde está tu amigo Harman —dijo la figura espectral que se hacía llamar Moira.

—¿Dónde está? ¿Cómo está? —Daeman se dio cuenta de que había gritado.

Ella sonrió.

—Podemos hablar después de la votación.

—Al menos dime por qué esta votación es tan importante como para que hayas venido de... de donde sea que hayas venido para verla —protestó Daeman, la voz tan dura como duro se había hecho él durante aquel último año.

Moira asintió.

—He venido a escuchar porque es importante.

—¿Por qué? ¿Para quién? ¿Cómo?

Ella no dijo nada. Su sonrisa había desaparecido. Daeman soltó el silbato.

—¿Es importante que le demos el sonie a Nadie o es importante que no se lo prestemos?

—Sólo quiero mirar —dijo el fantasma de Savi que se hacía llamar

Moira—. No votar.

—No he preguntado eso.

—Lo sé —dijo la mujer con la voz de Savi.

Sonó la campana de la asamblea. La gente empezó a reunirse en torno al cobertizo central, la tienda y las cocinas.

Daeman no tenía prisa. Sabía que no sería aconsejable dejar entrar a un voynix vivo en el campamento. También sabía que tenía muy poco tiempo para tomar una decisión.

—Si puedes ver la reunión sin que te vea nadie, ¿por qué te has revelado a mí? —preguntó en voz baja.

—Ya te lo he dicho, ha sido decisión mía. O quizá soy como un vampiro: sólo puedo entrar en un lugar si me invitan.

Daeman no sabía lo que era un vampiro, pero no le pareció que tuviera importancia en aquel momento.

—No —dijo—. No voy a invitarte a entrar en nuestra zona segura a menos que me des una razón de peso para hacerlo.

Moira suspiró.

—Próspero y Harman dijeron también que eres testarudo, pero no imaginaba que lo fueras tanto.

—Hablas como si hubieras visto a Harman —dijo Daeman—. Dime algo de él, cómo está, dónde está, algo que me convenza de que lo has conocido.

Moira continuó mirándolo y a Daeman le pareció que el aire alrededor de sus miradas enzarzadas humeaba.

La campana dejó de sonar. La reunión había empezado. Daeman permaneció inmóvil, silencioso.

—De acuerdo —dijo Moira, sonriendo de nuevo levemente—. Tu amigo Harman tiene una cicatriz en el vello púbico, justo por encima del pene. No le he preguntado cómo se la hizo, pero tuvo que ser después de su último Veinte. Los tanques de curación de la isla de Próspero nunca la habrían dejado ahí.

Daeman no parpadeó.

—Nunca he visto a Harman desnudo —dijo—. Tendrás que decirme algo más.

Moira se echó a reír.

—Mientes. Cuando Próspero y yo le dimos a Harman la termopiel que lleva ahora, nos dijo que sabía cómo ponérsela (son difíciles de colocar, ya sabes) y que él y tú las habíais llevado durante semanas allá arriba, en la isla. Dijo que una vez tuvisteis que desnudaros delante de Savi para poneros vuestras termopieles. Lo has visto desnudo y la cicatriz se nota muy bien.

—¿Por qué lleva Harman una termopiel ahora? —preguntó Daeman—. ¿Dónde está?

—Llévame a la reunión. Te prometo que te contaré todo lo de Harman después.

—Deberías hablar con Ada —dijo Daeman—. Están... casados. —La extraña palabra todavía se le trababa.

Moira sonrió.

—Te lo diré a ti y tú podrás decírselo a Ada si crees que es adecuado.

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