En el
campus
de ciento sesenta hectáreas de la pequeña ciudad de Bethesda, a menos de media hora del centro de la capital de los Estados Unidos, en un decorado campestre de céspedes, árboles centenarios y macizos de flores, se levantan los trece institutos nacionales encargados de salvaguardar la salud del pueblo norteamericano. Desde el instituto del cáncer hasta los del corazón y los pulmones, desde el instituto de los ojos hasta los de la gerontología, la diabetes, la artritis y las enfermedades de la piel, el conjunto comprende cuatro divisiones, once centros de investigación, mil cuatrocientos veinte laboratorios ultramodernos, un hospital de punta con quinientas cuarenta camas y la biblioteca médica más importante del mundo, con varios millones de volúmenes, más de dos mil quinientos periódicos internacionales y un banco electrónico de datos científicos que puede ser consultado, día y noche, por cualquiera de los cuatrocientos setenta mil médicos norteamericanos. Unas catorce mil personas trabajan allí a plena dedicación, entre ellas dos mil trescientos titulados superiores y unos mil médicos. Probablemente se trata de la concentración de materia gris más impresionante del mundo.
En aquel año de 1981, este prodigioso conjunto disponía de un presupuesto de unos seis mil millones de dólares; es decir, cuatro veces el de las Naciones Unidas. Una cuarta parte de este río de oro iba a manos de la organización que monopolizaba la lucha oficial contra
the dread disease
, el mal-terror de América: el cáncer. Desde que el presidente Richard Nixon hizo votar en 1971 una ley que tenía como objetivo la erradicación total de la plaga que mataba cada año a cerca de un millón de norteamericanos, el National Cancer Institute representaba la punta de lanza de esa movilización sin precedentes.
En sus propias instalaciones o en los laboratorios asociados, el NCI desarrollaba un formidable programa de investigaciones con vistas a descubrir las causas de la enfermedad y a definir su prevención, su diagnóstico y su terapéutica. Gracias a sus inagotables recursos financieros, proporcionaba a las universidades, a los hospitales, a los centros de investigación independientes y a toda clase de organismos públicos y privados, así como a los equipos médicos, los medios para realizar trabajos específicos. Ofrecía becas individuales y subvenciones a innumerables científicos, tanto norteamericanos como extranjeros. Colaboraba con multitud de asociaciones, industrias y organismos profesionales comprometidos en actividades de educación. El maná distribuido por el NCI ascendía cada año a varios cientos de millones de dólares, lo que convertía a este instituto americano en el primer animador y promotor mundial de la lucha contra dicha enfermedad. Con su banco de datos, que recogía, clasificaba, almacenaba y distribuía todos los resultados obtenidos cotidianamente en el mundo, el NCI desempeñaba, en resumidas cuentas, un papel primordial en la circulación de informaciones, lo cual permitía a los investigadores y a los médicos de todos los países estar informados permanentemente de los menores progresos.
Es cierto que, en el otoño de 1981, en el
campus
de Bethesda, no todo estaba siempre bañado en la serenidad. Las luchas de influencia, las rivalidades personales y las intervenciones políticas paralizaban muchos esfuerzos, desalentaban o enterraban muchas ambiciones. Las promesas de una victoria inminente y decisiva, regularmente lanzadas por los responsables, apenas se habían materializado, y el objetivo fijado en 1971 por el plan del presidente Nixon parecía, diez años después, una meta todavía lejana. El «mal-terror» continuaba inexorablemente llenando los cementerios. Sin embargo, se habían hecho inmensos progresos en el conocimiento de los mecanismos de la enfermedad y en la manera de tratarla, hasta el punto de que el Instituto Nacional del Cáncer tituló orgullosamente uno de sus folletos destinados a tranquilizar a una América perpetuamente inquieta: «1971-1981 — El decenio de los descubrimientos».
La epidemia de pústulas cancerosas en la piel de un número creciente de jóvenes homosexuales acababa de ensombrecer bruscamente la satisfacción de aquel final de decenio. Desde mediados de 1981 llegaban a la división de tratamientos del NCI llamadas de médicos que señalaban una multiplicación anormal de los casos de sarcoma de Kaposi y reclamaban con urgencia medios de acción. Las voces suplicantes de numerosos enfermos no tardaron en unirse al concierto de los SOS. Después de algunas vacilaciones, las autoridades de Bethesda acabaron tomando contacto, en septiembre, con el Centro de Control de Atlanta. El CDC propuso un encuentro de todos los médicos que estaban tratando a enfermos de cáncer de Kaposi o de neumocistosis infecciosa, las dos afecciones que acababan de revelar la extraña epidemia.
Aquella mañana de finales de septiembre, el doctor Jim Curran se dirigía al encuentro que iba a reunir a los primeros testigos de la plaga que el mundo conocería muy pronto con el nombre de «sida». Pero aquella confrontación dejaría un recuerdo más bien amargo a un médico que ya estaba acostumbrado a la escasa experiencia de sus colegas en materia de epidemiología. «Mi objetivo era demostrarles que la epidemia de las neumocistosis infecciosas y la de los cánceres de piel eran las resultantes de una misma y única enfermedad —dice Curran—. Nadie quiso creerme. Por la sencilla razón de que los cancerólogos no tenían ninguna experiencia con las enfermedades infecciosas; y los especialistas de enfermedades infecciosas no tenían ninguna experiencia en el cáncer. Los unos y los otros se ignoraban. Era casi increíble: petrificados en su especialidad, se negaban a admitir que manifestaciones tan diferentes pudiesen tener su origen en una misma y única causa».
Aquella primera confrontación en el seno de la más alta autoridad en materia de investigación contra el cáncer no fue tan negativa como pareció. Sin embargo, Jim Curran no se hacía demasiadas ilusiones. Aunque el Instituto Nacional del Cáncer había entreabierto tímidamente las puertas, seguía estando sometido a la voluntad de numerosos comités que fijaban su política y la elección de sus compromisos científicos y médicos. Por el momento, nadie en el
campus
de Bethesda pensaba que tuviese que «mojarse en aquella lamentable pequeña epidemia», cuando había temas de estudio apremiantes, mucho más importantes, como el cáncer de mama y el de pulmón. También influían otras consideraciones más sutiles. ¿No se susurraba en algunos laboratorios que un alto personaje de Bethesda, homosexual, desarrollaba una activa campaña para que la prestigiosa institución no se mezclase para nada en el asunto?
Pero Jim Curran no era un hombre que se desanimase. Sabía que en los cubos de hormigón del complejo científico, diseminado entre bosquecillos de
dogwoods
y matas de azaleas, se encontraban unos cerebros capaces de resolver el misterio. Uno ce los edificios llevaba el número 37. Allí, en el sexto piso, en el centro de una cuadrícula de salas de experimentación, en el despacho 6A09, trabajaba un biólogo superdotado de ascendencia italiana y con perfil de emperador romano.
Robert Gallo era uno de los científicos más ambiciosos de la investigación médica norteamericana. Tenía sólo treinta y cinco años cuando fue nombrado, en 1972, jefe del Laboratory of Tumor Cell Biology (Laboratorio de Biología de Células Tumorales) del Instituto Nacional del Cáncer. Se encontraba hoy en el cenit de la gloria. Al identificar el primer retrovirus asociado a un tumor maligno humano, Robert Gallo había abierto sin duda un campo enteramente nuevo en el conocimiento de la acción de los agentes microscópicos que amenazan la vida de las personas. Su revolucionario descubrimiento era probablemente tan fundamental para el porvenir de la humanidad como lo fueron en su tiempo el de Pasteur al aislar el virus de la rabia y el de Koch al hallar el bacilo de la tuberculosis.
Jim Curran se preguntaba cómo podría convencer a aquel sabio eminente para que se jugase su reputación, y quizá hasta su carrera, en una peripecia que tantas autoridades se obstinaban en considerar como «una curiosa epidemia de maricas».
Bethesda, USA — Invierno de 1982
Un genio de aspecto salvaje
Es posible envidiarle, o incluso odiarle, pero siempre se acaba sucumbiendo a su encanto. Con su irresistible sonrisa, su mandíbula de gran animal cazador, su pelambrera ligeramente gris, su pantalón informe y su corbata descuidadamente anudada, el doctor Robert C. Gallo más parece un eterno estudiante que un príncipe de la ciencia de cuarenta y cinco años. Este hijo de inmigrantes italianos es uno de los personajes más fascinantes del
campus
de Bethesda y quizá de toda la comunidad científica americana. Detrás de los gruesos cristales de sus gafas sin montura, su mirada es sucesivamente traviesa, risueña o súbitamente capaz de una seriedad que puede hipnotizar al interlocutor más aburrido. Pero lo que más impresiona en este seductor de imprevisibles repentes es la sensación que da siempre de seguir varios hilos de pensamiento a la vez. Temido y adulado por la pequeña camarilla de científicos internacionales que se apretujan a su alrededor, ha convertido su unidad de investigación sobre los tumores experimentales en uno de los faros de la ciencia virológica norteamericana y mundial. Los que tienen la suerte de pertenecer a esa unidad publican más artículos en las grandes revistas científicas que los equipos de la mayor parte de los demás laboratorios. Trabajar con Robert Gallo brinda la oportunidad de hallarse en la fuente del descubrimiento, de bañarse en un flujo ininterrumpido de ideas originales, de sumergirse en el centro de un hervidero de hipótesis de intuiciones al que acuden regularmente a lustrarse algunos de los más grandes cerebros del planeta.
Este científico de genio posee la fuerza y la originalidad de tener las puertas abiertas sobre el mundo, de conocer personalmente a centenares de otros investigadores y de acoger ante los microscopios y las centrifugadoras de sus salas de experimentación a los visitantes y a veces a los tránsfugas más productivos de otros laboratorios. Su afición a la publicidad, aliada a una capacidad inigualable para ponerse al alcance del más inculto de los periodistas, le ha convertido en el niño mimado de los medios de comunicación. Su soltura hollywoodiana ante las cámaras de la televisión, sus dotes para vulgarizar los más complejos fenómenos biológicos con demostraciones infantiles y su arte consumado de obtener el favor de las publicaciones científicas hacen de él un caso aparte en el ambiente de la investigación médica de nuestra época. Pero todos esos talentos no habrían bastado para singularizarle tanto si no hubiese aportado, en este fin de siglo, al patrimonio del conocimiento médico y científico, el descubrimiento fundamental que le hizo merecer la prestigiosa distinción del Lasker Award en noviembre de 1982.
Una tragedia fue el origen de su carrera. Su hermana menor, a la que él adoraba, murió enferma a la edad de trece años.
«Yo no sabía que Judith estaba enferma —relata—. Nadie me había informado de ello. Su enfermedad se había declarado durante nuestras vacaciones de verano en la orilla del mar. Se manifestó con escalofríos, fiebre y una gran fatiga. Mis padres creyeron que se trataba de una simple gripe. Una tarde, al volver del colegio, me precipité en su habitación. Judith no estaba allí. Mis padres la habían llevado al hospital universitario de Boston, donde se experimentaban entonces nuevos medicamentos. El domingo siguiente me llevaron a verla. Yo nunca había entrado en un hospital. Una multitud de médicos se sucedían en su cabecera, la palpaban, la examinaban como a un auténtico cobaya. Se le transfundía sangre gota a gota. Le administraban también interminables perfusiones de sustancias químicas cuyas virtudes curativas se estaban experimentando. Aquellas sustancias le causaban tales náuseas que ya no podía tragar nada. Su rostro estaba cada día más chupado. Lo más impresionante era el color amarillo que su piel había adquirido. Acabó pareciendo una lúgubre máscara de teatro. Sin embargo, su estado mejoró y los médicos autorizaron a mis padres a llevársela a casa. El domingo siguiente fuimos todos juntos a buscarla. Después, tuvo una recaída.
»Un día, cuando entré en su habitación, hizo un esfuerzo para incorporarse y tenderme los brazos. Pero, agotada, volvió a caer en seguida sobre su almohada. Quiso hablarme. Sus labios comenzaron a temblar. Una oleada de sangre salió de su boca. El tratamiento químico había destruido las plaquetas de su sangre y las hemorragias se producían unas tras otras. Más adelante supe que había sido la tercera o cuarta enferma en todo el mundo que fue tratada con quimioterapia. Y en aquella época no se disponía de plaquetas sanguíneas en forma concentrada para remediar los daños causados por aquella nueva terapéutica. La niña murió unas semanas después. El día de su muerte, cuando todos llorábamos alrededor de su cuerpo exangüe, oí por primera vez el nombre del mal que la había matado. Mi hermanita Judith había sido víctima de la leucemia. Fue el primer choque de mi vida y el final de mi juventud».