Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
Simón había partido temprano para examinar las cuentas que había obtenido. Dejarlo con vida suponía arriesgarse a que descubriera quién tenía motivos pecuniarios para implicar a los judíos en los asesinatos. Su anfitrión había regresado del jardín después de comprobar que su cómplice estaba en camino.
La monja se había retirado de la fiesta temprano. Vio a las otras monjas en Grantchester más tarde, pero no a ella. No había duda. Y a la priora la vio un poco más tarde. Y entonces, ¿qué? La más amable y angelical de las monjas habría dicho: «Está muy oscura la noche para caminar tan lejos, maese Simón, puedo llevaros en bote hasta vuestra casa si me lo permitís. Hay espacio suficiente para vos, y me agradará contar con vuestra compañía».
Adelia vio la imagen del tramo del Cam donde los altos sauces impiden el paso de la luz y una delgada figura con muñecas fuertes como el acero hundiendo el mástil en el agua, presionando con él a un hombre como si pescara un pez con un arpón mientras Simón luchaba por mantenerse a flote y finalmente se hundía.
—Él le ordenó que matara a Simón y le robara la cartera —explicó Adelia—. Ella hizo exactamente lo que le pidió, era su esclava. En el pozo tuve que quitarle a Ulf, creo que pensaba matarlo para que no la delatara.
—¿Acaso creéis que no lo sé? —preguntó Gyltha, aun cuando sus manos se movían expresando su rechazo—. ¿Acaso no me ha contado Ulf lo que ella hizo? Y también lo que ambos le habrían hecho si el buen Dios no os hubiera enviado para detenerlos. Lo mismo que les hicieron a los otros... —Gyltha entrecerró los ojos y se puso de pie—. Vayamos a su habitación para asfixiarla con una almohada.
—No. Todos deben saber lo que ella hizo, y lo que él hizo.
Rakshasa había logrado huir de la justicia. Su terrible final... —Adelia cerró su mente a aquella espantosa escena que se dibujaba contra el cielo del amanecer— no había sido justicia. Eliminar a esa criatura del mundo había impedido poner en uno de los platillos de la balanza la pila de pequeños cadáveres que había sembrado en su trayecto desde Tierra Santa. Aunque lo hubieran capturado, llevado ante los tribunales, juzgado y ejecutado, la balanza no habría estado en equilibrio para aquellos a quienes arrebató a sus hijos, pero al menos la gente habría sabido lo que el asesino había hecho y habría visto el castigo. Los judíos habrían sido públicamente exonerados. Más importante aún, la ley, que transforma el caos en orden, que distingue a la civilización humana de los animales, habría sido respetada.
Mientras Gyltha la ayudaba a vestirse, Adelia hacía examen de conciencia para cerciorarse de que sus objeciones contra la pena de muerte seguían intactas. Así era. Los locos debían ser controlados, ciertamente, pero no asesinados por orden judicial. Rakshasa había escapado de los procedimientos legales; no debía suceder lo mismo con su cómplice. Sus acciones debían darse a conocer para restablecer en alguna medida el equilibrio del mundo.
—Debe ser juzgada —repuso Adelia.
—¿Creéis que irá a juicio?
Golpearon la puerta. Era el prior Geoffrey.
—Mi querida niña, mi pobre y querida niña. Doy gracias al Señor por vuestro coraje y decisión.
Adelia pasó por alto sus plegarias.
—Prior, la monja... Fue cómplice en todo. Es tan asesina como él. Ella mató a Simón de Nápoles sin titubear. ¿Creéis lo que os digo?
—Me temo que debo creerlo. He oído el relato de Ulf, que, aunque confuso debido al soporífero que le administró, no deja dudas acerca de que ella lo secuestró conduciéndole a ese lugar donde su vida corrió peligro. He escuchado también los testimonios de sir Rowley y el cazador. Esta misma noche he visitado el pozo con ellos.
—¿Habéis ido a Wandlebury?
—Sí —confesó el prior, con desgana—. Hugh me llevó hasta allí y debo confesar que nunca he estado tan cerca del infierno. Por Dios, qué elementos encontramos. Mi único regocijo es saber que el alma de sir Joscelin arderá durante toda la eternidad. Joscelin... —el énfasis con que hablaba el prior reforzaba su convicción—, un chico de este lugar... al que pensaba proponer como futuro alguacil del condado. —Una chispa de indignación animó los cansados ojos del prior—. Incluso acepté una donación para nuestra nueva capilla de esas manos abyectas.
—Dinero de los judíos —adivinó Adelia—. Les debía dinero a los judíos. El prior suspiró.
—Lo supuse. Bueno, por fin nuestros amigos de la torre han sido absueltos.
—¿Y sabrá la ciudad que han sido exculpados? —Olvidando sus modales, Adelia señaló con el pulgar la habitación donde se alojaba la monja—. ¿Será llevada a juicio? —añadió algo molesta. Había intuido cierta reserva, algo nebuloso en las respuestas del prior.
El religioso se dirigió hacia la ventana y abrió un poco el postigo.
—Ellos dijeron que llovería. El amanecer fue una verdadera advertencia para los pastores. Bueno, los jardines lo necesitan después de una primavera tan seca. —El prior cerró el postigo—. Sí, los altos tribunales, que gracias al Cielo aún siguen aquí, harán una proclama declarando la inocencia de los judíos. Pero en cuanto a la... mujer... He convocado a todos aquellos que están preocupados por llegar a la verdad del asunto. Están llegando en este momento.
—¿Un consejo? ¿Por qué no un juicio? ¿Y por qué durante la noche? Como si Adelia no hubiera hablado, el prior continuó.
—Esperaba que se realizara en el castillo, pero los miembros de los altos tribunales creyeron conveniente que el interrogatorio se realizara aquí para evitar que se confunda con los procesos legales. Después de todo, aquí es donde los niños están sepultados. En fin, ya veremos... Un hombre tan bueno, su primer amigo en Inglaterra, y aún no le había dado las gracias.
—Excelencia, os debo mi vida. Si no me hubierais regalado el perro, pobre criatura... ¿Habéis visto lo que le hicieron?
—Lo vi. —El prior Geoffrey meneó la cabeza. Luego esbozó una sonrisa—. He dado instrucciones para que sus restos sean entregados a Hugh, de quien el hermano Gilbert sospecha que entierra a sus perros en el cementerio del priorato a escondidas.
Salvaguarda
bien puede yacer junto a otros seres menos leales. —En medio de tanto dolor, la muerte de
Salvaguarda
era un hecho menor. No obstante, había sido motivo de pena. Adelia se sintió reconfortada—. Sin embargo —continuó el prior—, como vos y yo sabemos, también le debéis la vida a alguien que detenta más derechos y, en parte, estoy aquí respondiendo a su petición.
Pero la mente de Adelia estaba nuevamente ocupada con la monja. Iban a dejarla en libertad. Nadie la había visto matar. Ni Ulf, ni Rowley, ni siquiera ella. Era una monja, la Iglesia temía el escándalo. La dejarían libre.
—No lo consentiré, prior —exclamó.
El prior Geoffrey, que había pronunciando palabras obviamente lisonjeras, se quedó boquiabierto. Parpadeó.
—Una decisión algo precipitada, Adelia.
—Todos deben saber lo que ocurrió. Ella debe ser juzgada aunque sea considerada demasiado enferma para recibir una sentencia. Por los niños, por Simón, por mí. Encontré su guarida y a punto estuve de morir allí. Es necesario, forzosamente, hacer justicia. No se trata de ser sanguinario o de buscar venganza. Pero si todo esto no tiene su debida conclusión las pesadillas de muchas personas no tendrán fin. —De pronto se detuvo, como si acabara de comprender algo de lo que el prior había dicho—. Os pido disculpas, excelencia, estabais diciendo que...
El prior Geoffrey suspiró y volvió a comenzar.
—Antes de que me viera obligado a regresar al tribunal, no sé si sabéis que el rey ha llegado, él vino a verme. A falta de nadie más, parece considerarme
in loco parentis...
—¿El rey? —Adelia no lograba seguir el hilo de sus palabras.
El prior suspiró una vez más.
—Sir Rowley Picot. Sir Rowley me ha pedido que venga a veros para —en verdad, sus gestos sugerían que era un asunto ya resuelto— pedir vuestra mano.
Era lo que completaba ese día extraordinario. Había caído en el infierno y había sido rescatada de él. Un hombre había muerto destrozado. En la habitación contigua había una asesina. Había perdido su virginidad, una pérdida gloriosa, y el hombre que se la había llevado optaba por la etiqueta, utilizando los buenos oficios de un sucedáneo de padre para pedir su mano.
—Debo agregar —explicó el prior Geoffrey— que la proposición tiene un coste. Durante las sesiones de los tribunales, el rey ha ofrecido a sir Rowley el obispado de St Albans, y yo mismo he oído que Picot rechazaba la oferta con el argumento de que quería tener libertad para casarse. —¿La quería hasta tal punto?—. El rey Enrique no se sintió complacido —prosiguió el prior—. Tiene un particular interés en designar a nuestro buen recaudador para dicha diócesis, y ciertamente no está acostumbrado a que frustren sus planes. Pero sir Rowley fue inflexible.
En esa ocasión la boca de Adelia permaneció inmóvil, incapaz de pronunciar la respuesta que debía dar.
Junto con el arrebato del amor llegó el miedo a decir que sí, a aceptar que era lo que más quería, porque esa mañana Rowley había ahuyentado el daño causado a su mente y la había purificado. Lo cual, por supuesto, era peligroso. Si se había sacrificado tanto por ella, ¿no era correcto y hermoso que hiciera un sacrificio similar por él?
Sacrificio.
El prior Geoffrey alegó: —Aunque haya desilusionado al rey Enrique, el pretendiente me ha encargado que os diga que sigue siendo una figura estimada y elegida para ocupar una alta posición, de modo que la unión no será para vos desventajosa. —Viendo que Adelia aún no respondía, continuó—: A decir verdad, yo estaría feliz de veros unida a él. — Unida—. Adelia, querida. —El prior Geoffrey le cogió la mano—. El hombre merece una respuesta.
La merecía. Y se la dio.
La puerta se abrió y el hermano Gilbert permaneció en el umbral, malinterpretando la escena que tenía delante —el superior de su congregación con dos mujeres en un dormitorio—, qué indecoroso.
—Los señores están reunidos, prior.
—Entonces debemos atenderlos. —El prior le cogió la mano a Adelia y se la besó. Pero lo decididamente indecoroso fue el guiño que Gyltha y él intercambiaron.
Las dignidades convocadas se habían reunido en el refectorio del monasterio. De ese modo los monjes podían utilizar la iglesia en sus horas de vigilia, como hacían habitualmente. Por su parte, ellos no interrumpirían el consejo, dado que ya habían cenado y faltaban horas para el desayuno.
Quizás nunca supieran que se había realizado, pensó Adelia.
El denominado consejo era, de hecho, un juicio. No se juzgaba a la joven mujer que estaba convenientemente escoltada por la priora y la hermana Walburga, con la cabeza algo inclinada y las manos mansamente cruzadas.
La acusada era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar, una extranjera —quien, a petición de la priora Joan, había sido obligada a abandonar el lecho donde convalecía— por haber formulado una acusación injustificada, obscena, demoníaca, contra un miembro inocente y piadoso de la santa orden de Santa Radegunda, y debía ser castigada por ello.
Adelia estaba de pie en el centro de una sala. Los diablillos que tachonaban las vigas del artesonado le sonreían. La larga mesa y sus bancos habían sido trasladados hacia uno de los extremos. Contra la pared se alineaban las sillas de los jueces. Esas variaciones habían alterado las bellas proporciones del salón, aumentando la crispación de Adelia, fruto de la incredulidad, la ira y, por qué no decirlo, el decidido terror, puesto que frente a ella estaban tres de los muchos jueces ambulantes llegados a Cambridge para las sesiones de los altos tribunales, los obispos de Norwich y Lincoln, y el abad de Ely. Eran los representantes de la autoridad legal de Inglaterra. Podían cerrar sus puños enjoyados y aplastar a Adelia. También ellos parecían disgustados por verse privados de su merecido sueño —después de un largo día dictaminando— y haber tenido que ser trasladados en medio de la noche y la tormenta desde el castillo hasta San Agustín para sentarse frente a ella. Adelia sentía que la hostilidad que emanaba de esos hombres era suficiente para que a su paso las ramas que estaban en el suelo se hicieran trizas y formaran pilas.
El más hostil era el archidiácono de Canterbury. No era juez, pero se consideraba —y evidentemente los demás coincidían con su apreciación— la voz del finado y mártir Tomás Becket, y todo indicaba que cualquier ataque a un miembro de la Iglesia —en este caso, la denuncia de Adelia contra la hermana Verónica de Santa Radegunda— era para él comparable con la actitud de los caballeros de Enrique II que habían desparramado los sesos de Becket en el suelo de su catedral.
El prior Geoffrey se sorprendió de que todos fueran hombres de la Iglesia.
—Señorías, esperaba también la asistencia de algunos seculares.
—Este asunto atañe exclusivamente a la Iglesia —respondieron. El prior se vio obligado a callar. Ellos eran sus superiores.
Un joven, entendido con todo ese procedimiento, los acompañaba, aunque a juzgar por su vestimenta no era clérigo. Traía una escribanía para tomar notas. Adelia supo su nombre cuando alguien se dirigió a él: Hubert Walter.
Detrás de las sillas se alineaban varias personas que trabajaban para los tribunales, dos secretarios —uno de ellos dormía de pie—, un hombre armado que había olvidado quitarse el gorro de dormir antes de ponerse el yelmo, y dos alguaciles con esposas en el cinto y sendas mazas.
Adelia estaba sola y alejada de ellos, Mansur no había sido autorizado a quedarse a su lado más que un momento.
—¿Qué es... eso, prior?
—Es el sirviente de la señora Adelia, su señoría.
—¿Un sarraceno?
—Un distinguido doctor árabe, su señoría.
—Ella no necesita doctor o sirviente, y tampoco nosotros. Mansur fue expulsado de la sala.
El prior Geoffrey permaneció de pie junto al alguacil Baldwin en uno de los extremos de la fila de sillas; detrás se distinguía al hermano Gilbert.
Aquel bendito había hecho todo lo posible. Había contado la horrenda historia, explicando la participación de Simón y Adelia, había dado a conocer los hallazgos de maese Simón y las circunstancias de su muerte, había referido las pruebas que había visto con sus propios ojos al descender por el pozo de Wandlebury Ring, concluyendo con la acusación contra la hermana Verónica.
Había tenido la precaución de no comentar que Adelia había examinado los cadáveres de los niños y la calificación con que contaba para hacerlo. Ella agradecía a Dios que lo hubiera pasado por alto. Su situación ya era suficientemente complicada como para añadirle además una acusación por actos de brujería.