Maestra en el arte de la muerte (44 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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—¿Allí murió nuestra Mary? ¿Allí abajo? ¿Quién lo hizo? —preguntó Hugh. Adelia le contó cuanto sabía.

Hugh permaneció inmóvil un instante. El farol que iluminaba su rostro desde abajo dibujaba sombras que lo distorsionaban. Oscilando entre la frustración y la indecisión, Rowley dejó a Ulf en brazos de Adelia. Necesitaba hombres para explorar los túneles. Ninguna de las mujeres estaba en condiciones de buscar refuerzos y no se atrevía a abandonarlas o enviar a Hugh.

—Alguien debe custodiar este túnel. Él está bajo esta maldita colina y tarde o temprano se asomará como un conejo, sé que en algún lugar hay otra salida.

Rowley le arrebató el farol a Hugh y se dispuso a recorrer la cima de la colina para encontrarla, aunque sabía, al igual que todos los que allí estaban, que era un intento inútil.

Adelia dejó a Ulf sobre la hierba, en el borde de la depresión, y con su capa le hizo una almohada. Luego se sentó junto a él y respiró el aire de la noche. ¿Cómo era posible que aún no hubiera amanecido? Olió el aroma del espino y del enebro. El dulce olor de la hierba le recordó que estaba mugrienta de sudor, sangre y orina, probablemente la suya propia, y del hedor del cuerpo de Rakshasa. Sabía que aunque pasara el resto de su vida bañándose, jamás podría desprenderse de aquel olor.

Se sentía consumida, como si sólo quedara de ella un saco de piel temblorosa.

A su lado, Ulf se incorporó y con los puños cerrados inspiró trabajosamente el vivificante aire. Miró a su alrededor: el paisaje, el cielo, Hugh, los perros, Adelia.

—¿Dónde estoy? ¿Fuera? —logró preguntar con dificultad.

—Fuera y a salvo —le respondió Adelia.

—¿Lo atraparon?

—Lo harán. —Dios quiera que así sea.

—Él nunca... me dio miedo —explicó Ulf, agitándose—. Luché con ese cabrón, le grité, no me dejé vencer.

—Lo sé. Usó un licor de adormidera para aplacaros. Sois demasiado valiente para él —repuso Adelia. Ulf comenzó a llorar y la doctora lo abrazó—. Ya no es necesario que seáis valiente.

El grupo esperaba a Rowley.

Un atisbo de gris en el cielo, hacia el este, reveló que la noche terminaba. Al otro lado del pozo la hermana Verónica, arrodillada, susurraba oraciones que se confundían con el ruido de las hojas.

Hugh tenía un pie apoyado en el último peldaño de la escalerilla. De ese modo podía percibir cualquier intento de huida. Su mano estaba sobre el cuchillo de caza que llevaba en el cinto. Tranquilizó a sus perros, llamándolos por sus nombres y diciéndoles que eran valientes. Luego miró a Adelia.

—Mis muchachos siguieron el olor de ese viejo perro mestizo durante todo el camino —relató Hugh. Los sabuesos lo miraron. Parecían comprender que los había mencionado—. Sir Rowley tuvo un raro presentimiento. «Ella ha ido a buscar al niño, y es muy probable que la maten por hacerlo», dijo. Estaba desesperado y dijo algunas cosas sobre usted. Pero yo le recordé que llevabais un perro viejo y apestoso y que mis muchachos seguirían el rastro. ¿Estaba con vos?

Adelia se irguió.

—Sí.

—Lo siento de verdad. Pero cumplió con su deber. La voz del cazador era mesurada, monótona. Bajo sus pies, la criatura que había destrozado a su sobrina corría por algún tramo de los túneles de cal.

Un rumor hizo que Hugh cogiera el cuchillo que llevaba en el cinto. Tan sólo era un búho que emprendía el vuelo en su última incursión nocturna. Se oyeron trinos somnolientos. Los pájaros despertaban. Podía distinguirse a Rowley, no sólo la luz de su farol: una silueta grande y atareada que usaba su espada como báculo para hollar el terreno. Tarea inútil, pues los arbustos de esa superficie accidentada e irregular tamizaban la luz de la luna, creando sombras capaces de ocultar cualquier figura sinuosa que se escabullera.

Hacia el este el cielo era extraordinario, rojo, tempestuoso y amenazante, con un ribete negro y dentado.

—Una advertencia para los pastores —anunció Hugh—. El demonio está presente al rayar el alba.

Adelia observó el cielo con apatía. Junto a ella, Ulf demostró la misma indiferencia.

«Está perturbado», pensó Adelia, «igual que yo. Hemos tenido experiencias más allá de lo imaginable que nos han contaminado. Tal vez yo pueda soportarlo, pero ¿podrá él? Él, que ha sido el engañado».

Ese pensamiento le devolvió la energía. Con gran esfuerzo se puso de pie y caminó por el borde del pozo hacia el otro lado, donde Verónica estaba de rodillas, con las manos alzadas en oración. El resplandor del amanecer la iluminaba. Con la cabeza hacia abajo, rezaba con el mismo fervor con que Adelia la había visto por primera vez.

—¿Hay otra salida? —le preguntó.

La monja no se movió. Sus labios se detuvieron un instante. Luego siguió susurrando un padrenuestro.

Adelia le dio un puntapié.

—¿Hay otra salida?

Hugh carraspeó en señal de protesta.

La mirada de Ulf, que había seguido a Adelia, traspasó a la monja. Su voz resonó en todo Wandlebury Ring.

—Fue ella —exclamó señalando a Verónica—. Malvada, es una mujer malvada.

—Silencio, muchacho —murmuró Hugh, impresionado.

Las lágrimas rodaban por la cara de Ulf, pero había recuperado su inteligencia, su entusiasmo y su amarga desazón.

—Fue ella. Ella puso esa cosa sobre mi cara y me llevó. Ella estaba aquí con él.

—Lo sé —afirmó Adelia—. Fue ella quien me arrojó al pozo. Los ojos de la monja se posaron suplicantes en Adelia.

—El diablo era demasiado fuerte para mí —explicó—. Me torturaba, lo habéis visto. Nunca quise hacerlo. —Sus ojos enrojecieron, reflejando la luz del alba.

Hugh y Ulf se habían girado súbitamente hacia el este. Adelia se dio la vuelta. El cielo refulgía salvajemente, como si todo un hemisferio se iluminara amenazando con envolverlos. Y allí, como por arte de magia, distinguieron al propio demonio, una oscura silueta recortada contra el cielo, desnudo y corriendo como un venado. Rowley, que se había alejado unas cincuenta yardas, salió a la carrera para interceptarlo. La figura dio un brinco y cambió de dirección. Hasta ellos llegó el aullido de Rowley.

—¡Hugh, se escapa, Hugh! El cazador se arrodilló y habló en voz baja con sus perros. Luego los soltó. Con la gracia con que se balancean los caballos de madera comenzaron la cacería en dirección al sol naciente.

El demonio corría, corría como un poseído, pero la silueta de los sabuesos ya se recortaba contra el horizonte.

En ciertos aspectos la escena semejaba la ilustración de una miniatura del infierno en un manuscrito iluminado: sobre un fondo rojo brillante destacaba en negro el contorno de los perros que trotaban y del hombre con las manos en alto, como si quisiera trepar al cielo, antes de que la jauría cayera sobre sir Joscelin de Grantchester y lo hiciera pedazos.

Capítulo 15

Rowley ayudó a Adelia y al chico a subir a uno de los caballos con los que habían llegado. Hugh alzó a la monja hasta la otra montura. Los hombres tomaron las riendas y bajaron por la colina, sorteando los tramos más accidentados para evitar que Adelia sufriera las sacudidas.

Avanzaron en silencio.

En la mano que tenía libre, Rowley llevaba un fardo hecho con su capa. En él había un objeto redondo que atraía a los perros. Hugh tuvo que apartarlos. Adelia le echó un vistazo y ya no volvió a mirarlo.

La lluvia que había auspiciado el cielo del amanecer comenzó a caer cuando llegaron al camino. Los campesinos que pasaban rumbo a sus tareas los saludaban quitándose las capuchas y observando de reojo la pequeña procesión seguida por los perros con los belfos rojos.

Al atravesar una zona cenagosa, Rowley apuró el caballo para hablar con Hugh, que se apartó del camino y regresó con un puñado de musgo de la ciénaga.

—¿Es éste el lodo que aplicáis sobre las heridas?

Adelia asintió, escurrió el agua de una de las esponjas de turba y se la aplicó en su brazo.

No tenía sentido morir ahora a causa de la gangrena, cuando ni siquiera era capaz de preguntarse por qué debía ser así.

—Sería bueno que lo aplicarais también en el ojo —le aconsejó Rowley. Sólo entonces Adelia advirtió que tenía otra herida y que su ojo izquierdo se estaba cerrando.

El caballo de la monja los había alcanzado. Adelia observó con interés que la joven se cubría la cara con la capa. Hugh la había envuelto para conservar el decoro.

Rowley observó su aspecto.

—¿Podemos continuar? —preguntó, como si ella hubiera exigido que se detuvieran, y tiró de las riendas sin esperar respuesta.

Adelia se irguió.

—No os he dado las gracias —comenzó y sintió la presión de la mano de Ulf en su hombro—. Los dos queremos agradeceros...

No había palabras para expresarlo.

—¿Qué demonios creíais que estabais haciendo? ¿Sabéis cómo he sufrido?

—Lo siento —balbuceó Adelia.

—¿Eso es todo? ¿Eso es una disculpa? ¿Os estáis disculpando? ¿Tenéis mera idea de...? Debo haceros saber que por la gracia de Dios pude abandonar los tribunales temprano. Partí hacia la casa del viejo Benjamín porque estaba muy apenado por vuestro sufrimiento. ¿Sufrimiento? María, Madre de Dios, ¿qué puedo decir de mi sufrimiento cuando descubrí que os habíais marchado?

—Lo siento —repitió Adelia. En algún lugar muy profundo, en medio de su agotamiento, sintió un diminuto estremecimiento, una burbuja en movimiento.

—Matilda B. sugirió que probablemente estuvierais rezando en la iglesia. Pero yo sabía muy bien que aguardabais a que el maldito río os contara algo. Se lo dije a Matilda: ha salido a buscar al bastardo como la estúpida mujer que es.

La burbuja se hizo más grande y se unió a otras. Adelia oyó que Ulf resoplaba, como solía hacerlo cuando algo le entretenía.

—Veréis... —intentó decir.

Pero Rowley continuó implacable, reprochándole su insensatez. Al oír el cuerno de Hugh en la otra orilla, había vadeado el maldito río para alcanzarlo. Inmediatamente, el cazador le propuso rastrear a Adelia por el olor de
Salvaguarda.
—Hugh me contó que el prior Geoffrey os adjudicó el maldito animal precisamente con ese propósito, porque había temido por vuestra seguridad en una ciudad extranjera y ningún otro perro tenía un hedor tan fétido. Siempre me pregunté por qué os acompañaba a todas partes. Al menos tenía sentido, dejaba una huella, más de lo que vos hicisteis.

«Pobrecito, qué enfadado estaba». Adelia miró al recaudador de impuestos y suspiró, fascinada.

Le refirió cómo se había precipitado hacia la casa del viejo Benjamín y había subido a la habitación de Adelia. De allí había tomado la estera donde dormía
Salvaguarda
regresando rápidamente con los sabuesos de Hugh para que la olieran. Obtuvieron los caballos arrebatándoselos a inocentes e indignados jinetes que se cruzaron en su camino.

Galoparon a lo largo del camino de sirga. Siguieron el rastro por el Cam, luego por el Granta. Casi lo perdieron al cruzar la llanura...

—Y si ese perro vuestro no hubiera apestado, Dios sabe qué habría sido de vos. Habría cargado con eso durante años, arpía descabellada. ¿Sabéis cuánto he sufrido?

Ulf soltó una carcajada. Adelia apenas podía respirar; daba gracias a Dios Todopoderoso por ese hombre.

—Os amo, Rowley Picot —logró decir.

—Eso no viene al caso —refunfuño—. Y no es divertido.

El sopor comenzó a embargarla. La presión de Ulf en sus hombros la mantenía sobre la montura. No podía rodearla con los brazos para no causarle dolor.

Más tarde recordaría que al pasar por los grandes portones del priorato de Barnwell le vino a la memoria la primera vez que ella, Simón y Mansur entraron allí en su carro de trashumantes, ignorantes de lo que les esperaba, como recién nacidos.

«Pero ahora todos lo sabrían, Simón. Todos».

Luego el sueño la sumió en una larga inconsciencia en la que sólo tuvo una vaga noción de la voz de Rowley, que resonaba como un tambor dando explicaciones, y de las órdenes del prior Geoffrey, que aunque desconcertado, daba instrucciones. Estaban pasando por alto lo más importante y Adelia se despertó lo suficiente como para decir: «Quiero bañarme», antes de volver a dormirse. —Y en nombre de Dios, no os mováis de ahí —le ordenó Rowley y dio un portazo.

Ella y Ulf estaban solos en una cama. Adelia observaba las vigas de madera y el familiar artesonado del techo de la habitación; recordaba haberlo visto. Velas. ¿Velas?

¿No era de día? Sí, pero los postigos estaban cerrados para evitar que la lluvia las apagara.

—¿Dónde estamos?

—En la casa de huéspedes del prior —dijo Ulf.

—¿Qué sucede?

—No lo sé.

Ulf estaba sentado junto a ella con las rodillas flexionadas y la mirada perdida.

¿Qué estaba mirando? Adelia le rodeó con su brazo sano y lo estrechó contra ella. Era su único compañero y lo mismo podía decir él de ella. Los dos habían sobrevivido a las circunstancias más penosas que un ser humano podía imaginar. Sólo ellos sabían cuan grande era la distancia recorrida, cuánto tiempo les había llevado y, en efecto, cuan lejos se habían visto obligados a llegar. Por haber estado expuestos a la oscuridad más extrema habían descubierto cosas que no deberían saber, no sólo acerca de sí mismos.

—¿Me lo contaréis?

—No hay nada que contar. Ella llegó con su bote hasta el lugar donde yo estaba pescando y dijo: «Oh, Ulf, creo que el bote está haciendo agua». Dulce como la miel. Después puso esa cosa sobre mi cara y me dormí. Desperté en el pozo. —Ulf echó la cabeza hacia atrás y en la habitación resonó un grito incrédulo, que mostraba la inocencia de su infancia hecha trizas—. ¿Por qué?

—No lo sé.

El chico la miró desesperado.

—Ella era pura. Él era un cruzado.

—Eran monstruos. Sus semblantes engañaban, pero eran dos monstruos que se encontraron. Ulf, son muchas más las personas como nosotros, no como ellos. Infinitamente más. Aferraos a esa idea.

Adelia trataba de seguir su propio consejo. Los ojos de Ulf se fijaron en los suyos.

—Vinisteis a buscarme.

—No iba a dejaros en sus manos.

El chico meditó un momento y en su pequeño y poco agraciado rostro resurgió algo de su antigua personalidad.

—Os oí. Chica, no ahorrasteis insultos. Jamás había oído semejantes burradas, ni siquiera de los soldados.

—No se lo contaréis a nadie, o volveréis al pozo.

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