Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
La digresión en medio del discurso del rey se produjo tan rápidamente que pasaron unos instantes antes de que el prior Geoffrey se levantara y cruzara la sala hacia la ventanilla, como un sonámbulo. Como algo natural, una mujer le alcanzó un cuenco humeante. Lo cogió, regresó y se lo ofreció al rey con una rodilla en el suelo.
En el ínterin, el rey se había dedicado a conversar con la priora Joan.
—Esperaba ir a cazar verracos esta noche. ¿Será demasiado tarde? ¿Habrán regresado a su guarida?
La priora pareció confusa, pero estaba encantada.
—Todavía no, excelencia. Si me permitís una sugerencia, vuestros sabuesos pueden guiaros hacia los bosques de Babraham donde... —Su voz se fue apagando a medida que comprendió su error—. Sólo repito lo que he oído, excelencia. No tengo tiempo para cazar.
—¿De verdad, señora? —Enrique parecía muy sorprendido—‐. He oído que sois famosa, una asidua Diana.
Una emboscada, pensó Adelia. Advirtió que estaba presenciando un ejercicio que, más allá de que resultara exitoso, llevaba la astucia al terreno del arte.
—Entonces... —prosiguió el rey, masticando—. Gracias, prior. Entonces pregunté a Aarón: «¿Dónde demonios encontraremos un experto en el arte de la muerte?». Y él dijo: «No es necesario ir muy lejos, excelencia. En Salerno». A nuestro Aarón le agrada bromear. Aparentemente, en la excelente escuela de medicina de Salerno se enseña esa misteriosa ciencia. De modo que, para abreviar un poco esta larga historia, escribí al rey de Sicilia... —El rey dirigió una mirada fulminante a la priora—. Es mi primo, como sabéis. Le escribí para solicitarle los servicios de Simón de Nápoles y de un experto en la muerte. —Enrique había tragado demasiado rápido y comenzó a toser. Hubert Walter le dio unas palmadas en la espalda—. Gracias, Hubert —dijo secándose los ojos—. Bien. Dos cosas salieron mal. Por una parte, yo estaba fuera de Inglaterra combatiendo a los malditos Lusignan cuando Simón de Nápoles llegó a este país. Por otra, parece que en Salerno las mujeres estudian medicina. ¿Pueden creerlo, señorías? Y algún idiota incapaz de distinguir a Adán de Eva en lugar de enviar a un experto en el arte de la muerte mandó una experta. Allí está. —Sólo el rey se dignó mirar a Adelia. Los demás continuaron con los ojos fijos en él—. Por lo que me temo, señorías, que no podremos ahorcarla, aunque fuera nuestro deseo. No nos pertenece, es una súbdita del rey de Sicilia y mi primo Guillermo querrá que se la devolvamos en buenas condiciones. —El rey había bajado de la mesa, caminaba por la sala hurgándose los dientes, sumido en profunda meditación—. ¿Qué podéis decir, señorías? ¿Creéis que, teniendo en cuenta que esta mujer y un judío parecen haber evitado que más niños tuvieran una muerte horrenda en manos de un caballero cuya cabeza ahora se conserva en un barril de salmuera del castillo... —Enrique suspiró desconcertado y meneó la cabeza—, podemos atrevernos a azotarla? —Nadie habló. No se esperaba que lo hicieran—. De hecho, señorías, me atrevo a asegurar que mi primo Guillermo no verá con buenos ojos que alguien importune a la señora Adelia pretendiendo acusarla de brujería o conducta indebida.
—La voz del rey se había convertido en un látigo—. Como tampoco lo haré yo.
«Os serviré el resto de mis días», pensó Adelia, llena de gratitud y admiración.
«Pero, incluso vos, el gran Plantagenet, ¿lograréis que esta monja sea juzgada?».
Rowley había llegado a la sala. Hizo una reverencia al monarca, mucho menos alto que él, y le entregó algunas cosas.
—Siento haberos hecho esperar, excelencia. —Ambos se miraron y Rowley asintió. Eran aliados.
Rowley caminó en dirección al prior Geoffrey. Su capa se veía más oscura, mojada por la lluvia, y olía a aire fresco. Eso era él, aire fresco, y Adelia se sintió súbitamente colmada de felicidad por llevar un vestido con corsé y la cabeza descubierta como una ramera. Podía haberse desnudado nuevamente para él. «Seré vuestra ramera todas las veces que lo deseéis, estoy orgullosa de serlo».
Le vio comentar algo. El prior dio instrucciones al hermano Gilbert, que salió de la sala.
El rey había vuelto a ocupar su lugar sobre la mesa. Se dirigió a la más gorda de las tres monjas que estaban en el centro del refectorio.
—Hermana, sí, vos, venid aquí.
La priora Joan miraba con desconfianza a Walburga, que, recelosa, se acercaba al rey. Los ojos de Verónica seguían mirando hacia abajo y sus manos no se habían movido en ningún momento.
Con más amabilidad, pero con el mismo audible tono de voz, el rey la interrogó: —Decidme, hermana, ¿qué hacéis en el convento? Hablad con franqueza, os prometo que nada os sucederá.
Lo hizo, las palabras surgieron entrecortadas al principio, pero pocas personas podían resistirse a Enrique cuando era amable, y Walburga era una de ellas. —Medito sobre la palabra del Señor, excelencia, como las demás, rezo las oraciones de la fundadora de nuestra orden y voy en bote a llevar provisiones a las anacoretas... —En ese punto hubo un atisbo de duda.
Adelia comprendió que Walburga, con su escaso dominio del latín, estaba tan desconcertada por el desarrollo de los acontecimientos que no había comprendido la mayor parte de lo dirimido.
—Y así pasamos los días, casi siempre...
—¿Os alimentáis bien? ¿La comida es abundante?
—Oh, sí, excelencia. —Walburga podía hablar sobre ese tema y se sentía más segura—. La madre Joan siempre nos trae algunas de las liebres que caza y mi tía prepara la manteca y la crema. Nos alimentamos muy bien.
—¿Qué más hacéis?
—Lustro el relicario del pequeño Peter y hago trabajos de cestería que los peregrinos compran como recuerdo y...
—Apuesto a que sois la mejor tejedora del convento —opinó Enrique, muy jovial.
—Bueno, no debería decirlo, pero lo hago muy bien, aunque tal vez la hermana Verónica y la pobre hermana Agnes podrían igualarme.
—Supongo que cada una tiene su propio estilo. —Walburga parpadeó. Enrique comprendió que debía formular la pregunta de otro modo—. Si quisiera elegir un recuerdo entre una pila de ellos, ¿podríais decirme cuál fue hecho por vos, por Agnes o por Verónica?
Por Dios. Adelia sintió un escalofrío. Miró a Rowley, pero él no le devolvió la mirada. Walburga se rió tímidamente.
—No es necesario, excelencia. Puedo hacer uno para vos, gratis. El rey sonrió.
—Vaya, ya le he pedido a sir Rowley que traiga algunos. —El monarca cogió uno de los pequeños objetos de la pila de figuras y esteras que el recaudador de impuestos le había entregado—. ¿Habéis hecho éste?
—Oh, no. Ése lo hizo la hermana Odilia antes de morir.
—¿Y éste?
—Magdalene.
—¿Y este otro?
—Verónica.
—Prior —llamó. El hermano Gilbert había regresado. El prior Geoffrey traía otros objetos para que Walburga los observara—. ¿Y éstos, niña? ¿Quién los hizo?
Estaban en la palma de su mano, como estrellas hechas con tallos, bella e intrincadamente entretejidos con la forma de un quincucio.
Walburga disfrutaba del juego.
—Ésos también los hizo la hermana Verónica.
—¿Estáis segura?
—Completamente segura, excelencia. Es su diversión. La pobre hermana Agnes decía que no debía hacerlos, porque tenían un aspecto pagano, pero no hacían ningún daño. —Ningún daño —coreó suavemente el rey—. ¿Prior?
El prior Geoffrey se puso frente a los jueces.
—Señorías, estos recuerdos estaban sobre los cadáveres de los niños cuando los encontraron en Wandlebury. Esta monja acaba de identificarlos. Ha dicho que son obra de la religiosa acusada.
Adelia contuvo la respiración. No era suficiente. Ella podría dar cientos de excusas. Era ingenioso, pero no constituía una prueba.
Sin embargo, lo fue para la priora Joan, que miró a su protegida con desesperación.
Lo fue para Verónica. Durante un instante permaneció serena. Luego gritó, levantó la cabeza y sacudió las manos.
—Protegedme, señorías. Creéis que fue devorado por los perros, pero está allí arriba. Allí arriba.
Todos los ojos miraron, junto con ella, las vigas donde las gárgolas se reían desde las sombras y luego se dirigieron a Verónica. La monja se había tirado al suelo y se retorcía como una posesa.
—Os hará daño. Me hace daño cuando no le obedezco. Me hace daño cuando entra dentro de mí. Él hace daño. Oh, salvadme del diablo.
El aire de la sala se enrareció volviéndose tórrido y pesado. Los hombres estaban cabizbajos, las bocas inexpresivas, los cuerpos rígidos. Verónica giraba entre la paja del suelo, levantándose el hábito, señalando su vagina y gritando que el diablo había entrado por allí.
Los objetos hechos por la monja, livianos como plumas, resultaron ser una prueba de tanto peso que todas las mentiras quedaron a la vista. Se había abierto una puerta por la que salía toda la pestilencia.
—Le rogué a la madre... sálvame, sálvame María... pero él me clavó su cuerno aquí, aquí. Me hizo mucho daño... Tenía una cornamenta... Yo no podía... Dulce hijo de María, me obligó a ver las cosas que hacía... cosas horribles, horribles... había sangre, mucha sangre. Ansiaba la sangre del Señor, pero era esclava del diablo... él hace daño... me mordió los pechos... aquí, me desnudó... me pegó... puso su cuerno en mi boca... Rogué que Jesús me ayudara... pero él es el príncipe de la oscuridad... oigo su voz, me dijo que hiciera cosas... tenía miedo... detenedlo... no lo dejéis marchar...
Ruegos, humillaciones. Una y otra vez.
«Ésa fue su alianza con la bestia», pensó Adelia. Una y otra vez. Durante meses le había procurado un niño tras otro, había observado la tortura, y no había intentado liberarse. Eso no era esclavitud.
Además de exponer su alma, Verónica también exponía su joven cuerpo. Se había recogido la falda por encima de las pantorrillas. Sus pequeños pechos asomaban entre las rasgaduras de su hábito.
Era una actuación. Culpaba al demonio. Había matado a Simón. Estaba disfrutando. Era sexo, sólo eso.
Los jueces estaban más que embelesados. El obispo de Norwich apoyaba la cabeza en su muleta. El anciano archidiácono resoplaba. Hubert Walter babeaba. Incluso Rowley se pasó la lengua por los labios.
Cuando Verónica hizo una pausa para recuperar el aliento, un obispo dijo casi reverentemente: —Está poseída por el demonio. Jamás he visto un caso tan claro.
Los demonios lo habían hecho. Una vez más el príncipe de la oscuridad intentaba socavar los cimientos de la Santa Madre Iglesia. Un incidente lamentable pero comprensible, parte de la lucha entre el pecado y la santidad. Sólo el demonio era culpable. Adelia miró el rostro del único hombre de la sala que contemplaba el espectáculo con irónica admiración.
—Ella mató a Simón de Nápoles —afirmó Adelia.
—Lo sé. —Ella participó en el asesinato de los niños.
—Lo sé.
Verónica se arrastraba por el suelo, en dirección a los jueces. Se aferró a las zapatillas del archidiácono y su cabellera suave y oscura cayó sobre los pies del religioso.
—Salvadme, mi señor, no dejéis que me obligue otra vez. Ansío reunirme con el Señor, llevadme con mi Redentor. Apartad al demonio.
La inocencia había desaparecido de la enajenada y desmelenada Verónica y el atractivo sexual había ocupado su lugar, más viejo y magullado que aquello que reemplazaba, pero aun así atractivo.
El archidiácono se agachó hacia ella.
—Ya está bien, niña.
La mesa se sacudió cuando Enrique saltó de ella.
—¿Criáis cerdos, señor prior?
El prior Geoffrey miró hacia otro lado.
—¿Cerdos?
—Cerdos. Que alguien ayude a esta mujer a ponerse de pie.
Se dieron instrucciones. Dos hombres armados levantaron a Verónica, que quedó colgando entre ambos.
—Ahora, señora —le dijo Enrique—, podréis ayudarnos.
Verónica levantó sus párpados para mirarlo. La expresión de sus ojos era calculadora.
—Llevadme con mi Redentor. Dejad que lave mis pecados en la sangre del Señor.
—La redención está en la verdad y, por lo tanto, nos contaréis cómo mató el demonio a los niños. Debéis mostrarnos de qué manera lo hizo.
—¿Es lo que el Señor quiere? Había sangre, mucha sangre.
—Insisto en ello. —El rey levantó una mano. Era una advertencia para los jueces, que se habían puesto de pie—. Ella lo sabe. Lo vio. Nos lo mostrará.
Hugh entró con un lechón, que mostró al rey. El monarca lo aprobó. Cuando el cazador pasó junto a ella camino de la cocina, Adelia, desconcertada, vio un hocico pequeño y redondeado. Olía a granja.
Uno de los hombres armados pasó arrastrando a Verónica en la misma dirección, seguido por el otro, que llevaba ceremoniosamente, en sus manos abiertas, un puñal con la hoja tallada, un puñal de piedra, el puñal.
¿Eso es lo que quiere que suceda? Dios, sálvanos.
Todos, los jueces, Walburga —parpadeando—, se apretujaron rumbo a la cocina. La priora Joan trató de mantenerse alejada, pero el rey la cogió por el codo y la llevó consigo.
—Ulf no debe ver esto —replicó Adelia cuando Rowley pasó a su lado.
—Lo envié a casa con Gyltha.
Luego, él también salió en dirección a la cocina. Adelia permaneció en el refectorio vacío.
¿Acaso era todo aquello una maniobra del rey? No se trataba sólo de probar la culpabilidad de Verónica: Enrique estaba vengándose de la Iglesia, que lo había condenado por el asesinato de Tomás Becket.
También eso era horrible. Una trampa tendida por un rey artero no sólo para que cayera una criatura que —dado que la trampa era tan artera como él— no tenía más alternativa que caer en ella, sino para que su mayor enemigo comprobara su propia debilidad.
Sin embargo, aunque la criatura que cayera en ella fuera vil, una trampa era siempre una trampa.
A causa de las idas y venidas la puerta del claustro estaba abierta. Amanecía y los monjes cantaban. No habían dejado de cantar en ningún momento. Mientras escuchaba esas voces acompasadas y armoniosas, sintió que el aire nocturno enfriaba las lágrimas que corrían por sus mejillas. No las había notado.
Escuchó la voz del rey desde la cocina.
—Ponedlo en la tabla del carnicero. Muy bien, hermana. Mostradnos lo que él hizo.
Luego pusieron el puñal en la mano de Verónica.
—No es necesario que lo utilicéis. Sólo decidnos cómo lo hizo.
Las palabras de la monja se oían nítidamente a través de la ventanilla.