Maestra en el arte de la muerte (5 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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—Será lo mejor, excelencia.

El prior continuó comiendo y disfrutando del verdor de la primavera y de los gorjeos de los pájaros como no lo había hecho desde hacía tiempo. Entretanto, trataba de evaluar la situación. Si bien aquellas personas eran, sin duda, poco respetables, también eran educadas. Ergo, no eran en absoluto lo que parecían ser. —Ella me salvó, maese Simón. ¿Aprendió a practicar esa operación en Salerno?

—Según creo, lo aprendió de los mejores médicos egipcios.

—Extraordinario. Decidme cuáles son sus honorarios.

—No aceptará que le pague.

—¿Cómo es posible? —El asombro del prior Geoffrey experimentaba un incesante aumento. El hombre que tenía delante y la mujer que lo había salvado no parecían tener un centavo—. Me insultó, maese Simón.

—Excelencia, os pido disculpas en su nombre. Me temo que entre sus habilidades no figuran los buenos modales para con los pacientes.

—No, en efecto —convino el prior. Y por lo que había visto, tampoco recurría a las artimañas propias de la seducción femenina—. Perdonad la impertinencia de un anciano, pero os lo pregunto para poder dirigirme correctamente a ella. ¿A quién de ustedes dos... le dedica su cariño?

—A ninguno de los dos, excelencia. —En lugar de sentirse ofendido, al mercachifle le había causado gracia la pregunta—. Mansur es su sirviente, un eunuco. Le ocurrió una desgracia. Por mi parte, tengo esposa e hijos en Nápoles. No nos une esa clase de relación, somos sólo aliados circunstanciales.

El prior, a pesar de no ser un hombre ingenuo, le creyó, y su curiosidad se avivó aún más. ¿Qué demonios harían en ese condado?

—No obstante, debo deciros que, cualquiera que sea vuestro propósito en Cambridge, se verá entorpecido por el hecho de que el grupo esté constituido de manera tan peculiar. La señora doctora debería contar con compañía femenina.

Ahora le llegó el turno a Simón de sorprenderse. El prior Geoffrey comprobó que verdaderamente aquel hombre no veía a su cormpañera más que como a una colega.

—Supongo que estáis en lo cierto —admitió Simón—. Tenía una acompañante cuando partimos para cumplir con esta misión, la niñera de su infancia, pero la anciana murió durante el viaje.

—Os aconsejo que busquéis a otra. —El prior hizo una pausa y luego continuó—: Habéis mencionado una misión. ¿Puedo preguntaros de qué se trata? — Simón parecía dudar—. Maese Simón, presumo que no habéis hecho la travesía desde Salerno tan sólo para vender panaceas. Si la vuestra es una misión delicada, podéis hablar impunemente de ella conmigo —propuso el prior, y como Simón seguía indeciso, chasqueó la lengua, indicando la obviedad de sus palabras—. Metafóricamente, maese Simón, me tenéis cogido de los testículos. ¿Cómo podría traicionar vuestra confianza sabiendo que estáis en posición de defenderos simplemente informando al pregonero de que yo, un canónigo de San Agustín, persona de cierta importancia en Cambridge y, me enorgullece decirlo, en todo el reino, no sólo dejé la parte más íntima de mi cuerpo en manos de una mujer, sino que también permití que introdujera en ella el tallo de una planta? Parafraseando al inmortal Horacio: «¿Qué ocurriría en Corinto?».

—¡Ah...! —exclamó Simón.

—Así es. Hablad con libertad, maese Simón, y saciad la curiosidad de un anciano. En consecuencia, Simón le contó que habían viajado a Inglaterra para descubrir al individuo que estaba asesinando y secuestrando a los niños de Cambridge. El objetivo de la misión no era usurpar las potestades de los funcionarios locales.

—Es sólo que en algunas ocasiones las investigaciones realizadas por quienes detentan la autoridad tienden a cerrar bocas en lugar de abrirlas, por lo que nosotros, anónimos e ignorados... —Simón hizo hincapié en que no se trataba de una intromisión. Sin embargo, dado que el descubrimiento del asesinato se había demorado... obviamente, se trataba de un asesino particularmente artero... deberían tomar precauciones especiales...—. Nuestros señores, aquellos que nos han enviado, parecen convencidos de que la señora doctora y yo poseemos las aptitudes adecuadas para resolver este asunto.

Al escuchar el relato, el prior Geoffrey comprendió que Simón de Nápoles era judío. Inmediatamente le invadió el pánico. En calidad de autoridad suprema de una gran orden monástica, sería responsable por el estado del mundo cuando tuviera que comparecer ante Dios, el día del Juicio, que no tardaría en llegar. ¿Qué respondería al Todopoderoso, que había ordenado que en él imperara la única y verdadera fe?

¿Cómo justificaría ante el trono de Dios la existencia de no conversos que infectaban lo que debía ser un cuerpo íntegro y perfecto? ¿Por qué motivo no había hecho nada?

Era una antigua lucha. Mientras se educaba en el seminario, el humanismo había sido tema de fervorosa discusión y sus argumentos se habían impuesto. ¿Qué podía hacer?

No estaba entre los que fomentaban el exterminio. No quería ver almas —si los judíos tenían alma— desamparadas, arrojadas al infierno. Además de dar su apoyo a los judíos de Cambridge, los protegía, aun cuando reprendía duramente a otros hombres de la Iglesia que al pedirles dinero en préstamo alentaban en ellos el pecado de la usura.

Ahora estaba en deuda con uno de ellos: le debía la vida. Y, en efecto, si ese hombre —judío o no— podía resolver el misterio que estaba causando tanto dolor en Cambridge, el prior Geoffrey estaría a su disposición. No obstante, ¿por qué había traído consigo a un médico, mejor dicho, a una mujer que ejercía la medicina?

Cuando el prior Geoffrey terminó de escuchar el relato de Simón, el desconcierto ocupó el lugar del asombro, en buena medida debido a la franqueza del hombre, una característica que hasta el momento no había encontrado en su raza. En lugar de palabras cautelosas o incluso arteras, había oído la verdad.

«¡Pobre tonto!», pensaba el prior. Unas pocas palabras persuasivas habían sido suficientes para que revelara sus secretos. Qué mente tan cándida. Carecía de astucia.

¿Quién habría enviado a ese pobre tonto?

Simón ya había contado su historia. Sólo se oía el canto de un mirlo, que llegaba desde un cerezo silvestre.

—¿Os han enviado los judíos para rescatar a los judíos?

—De ningún modo, excelencia. En verdad os digo que el principal interesado parece ser el rey de Sicilia, un normando, como bien sabéis. Incluso a mí me sorprende que así sea. Pero no puedo dejar de suponer que otras personalidades influyentes han intervenido también en este asunto. Nuestras credenciales no fueron cuestionadas en Dover, lo que me hace pensar que los funcionarios ingleses no ignoran nuestra misión. Puedo garantizaros que si se demostrara que los judíos de Cambridge son culpables de este horroroso crimen, me ofrecería voluntariamente para preparar la cuerda que los ahorque.

Bien. El prior le creía.

—Pero ¿puedo preguntar por qué, para, llevar a cabo la empresa, era necesario incluir a esa doctora? Seguramente, dado que se trata de una
rara avis,
despertaría una curiosidad indeseada si fuera descubierta.

—También yo tenía mis dudas al principio —declaró Simón.

No habían sido dudas, sino consternación. Nadie le había dicho nada acerca del sexo del médico que lo acompañaría hasta que la doctora y sus sirvientes abordaron el barco que los llevaría a Inglaterra. Para entonces, ya era tarde para protestar. De todos modos, lo había hecho. Gordinus el africano —el más grande de los médicos y el más ingenuo de los hombres— creyó que sus aspavientos eran ademanes de despedida, y los devolvió efusivamente mientras el navío se alejaba.

—Tenía mis dudas —prosiguió—. Sin embargo, ha demostrado ser modesta y capaz, y habla fluidamente inglés. Más aún... —sonrió Simón con deleite, acentuando las arrugas de su rostro, mientras distraía la atención del prior de un tema confidencial; ya tendría ocasión de revelar cuál era la peculiar habilidad de Adelia, pero aún no era el momento—, como diría mi esposa, el Señor tiene sus propios motivos. De otro modo, ¿cómo se explica su presencia en una situación tan crucial?

—El prior Geoffrey asintió suavemente con la cabeza; no había duda de ello. Él mismo ya se había arrodillado agradeciendo a Dios Todopoderoso haber puesto a esa mujer en su camino—. Sin embargo —continuó Simón—, nos sería de utilidad conocer cuantos detalles posea sobre la forma en que fue asesinado ese niño y las condiciones en que desaparecieron los otros dos antes de llegar al pueblo.

La frase quedó flotando en el aire.

—Los niños... —enunció por fin, pesadamente, el prior Geoffrey—. Debo deciros, maese Simón, que cuando partimos hacia Canterbury los desaparecidos ya no eran dos, como decís, sino tres. De hecho, de no haberlo prometido, no habría formado parte de esta peregrinación, pues me aterrorizaba que el número siguiera aumentando. Que Dios se apiade de ellos, todos tememos que los pequeños hayan tenido el mismo destino que el primer niño, Peter. Crucificado.

—No por los judíos, excelencia. Nosotros no crucificamos niños.

«Vosotros crucificasteis al hijo de Dios», pensó el prior. Pobre tonto, si revelaba que era un judío en el lugar al que se dirigía, lo descuartizarían. Y a su doctora con él.

«Maldición, tendré que intervenir en este asunto», se dijo.

—Debo advertiros, maese Simón, que nuestra gente está muy mal predispuesta hacia los judíos. Temen que otros niños sean secuestrados.

—Excelencia, ¿se ha hecho ya alguna investigación? ¿Qué pruebas permiten culpar a los judíos?

—La acusación se produjo casi inmediatamente —explicó el prior Geoffrey— y tengo motivos para temer que... Los poderosos acudían a Simón Menahem de Nápoles porque conocían bien sus capacidades. Su talento como agente, investigador, mediador, interrogador y espía hacía que la gente lo tomara por quien parecía ser. Ninguna persona podría creer que aquel hombrecillo insignificante, nervioso, entusiasta, incluso ingenuo, que divulgaba información fidedigna, fuera capaz de superarla en inteligencia. Sólo cuando el trato estaba hecho, la alianza sellada o el fondo del asunto descubierto, comprendían que Simón había logrado exactamente lo que sus amos querían. «Pero es un tonto», se dirían.

Y era a ese tonto —que había analizado la personalidad del religioso y había descubierto que se sentía profundamente en deuda— a quien el sutil prior le estaba refiriendo cuanto deseaba saber.

Todo había acontecido aproximadamente un año antes. El último viernes de Cuaresma, Peter, un niño de ocho años que vivía en Trumpington, una aldea al suroeste de Cambridge, había ido a recoger, por encargo de su madre, ramas de sauce, que en Inglaterra reemplazan a las de olivo para la celebración del Domingo de Ramos.

Peter no había hecho caso de los sauces que crecían cerca de su casa y había corrido hacia el norte, a lo largo del Cam, recolectando ramas del árbol que estaba a orillas del río, en la zona vecina al convento de Santa Radegunda. Se decía que era un árbol sagrado porque lo había plantado la propia santa.

—Como si una santa germana de los tiempos oscuros hubiera venido hasta Cambridgeshire para plantar un árbol —ironizó con amargura el prior, interrumpiendo su relato—. Pero esa arpía... —añadió refiriéndose a la priora de Santa Radegunda—, eso se lo calla.

Ese mismo día, el último viernes de Cuaresma, algunos de los judíos más importantes y ricos de Inglaterra se habían reunido en Cambridge, en la casa de Chaim Leonis, con motivo del casamiento de su hija. Peter vislumbró el festejo desde el otro lado del río mientras recogía las ramas. Y en lugar de regresar por el mismo camino, tomó la ruta más corta, por la judería. Cruzó el puente y pasó por la ciudad para contemplar de cerca los carruajes y las ornamentadas monturas de los caballos de los invitados, guarecidos en el establo de Chaim.

—El tío de Peter era el mozo de cuadra de Chaim.

—¿Aquí se permite que los cristianos trabajen para los judíos? —preguntó Simón como si no conociera la respuesta—. ¡Santo Cielo! —Oh, sí. Los judíos son patrones muy serios. Y Peter visitaba regularmente el establo, e incluso la cocina, donde la cocinera de Chaim, también judía, solía darle dulces, un hecho que perjudicaría a la familia, porque más tarde se consideraría que los habían utilizado como señuelo.

—Adelante, excelencia, os escucho.

—El tío de Peter, Godwin, estaba tan ocupado con esa cantidad inusual de caballos que no podía prestar atención al niño y le pidió que regresara a su casa. Y allí creyó que estaría hasta que, esa noche, ya tarde, la madre de Peter llegó hasta el pueblo preguntando por él. Hasta ese momento nadie se había dado cuenta de que el niño había desaparecido. Se dio alerta a la guardia y también a las autoridades que vigilaban el río. Era probable que el cuerpo hubiera caído en las aguas del Cam. Al amanecer rastrearon la ribera. Nada.

Nada al cabo de una semana. La gente de la ciudad y los aldeanos que el Viernes Santo llegaban de rodillas hasta la cruz dirigían sus oraciones a Dios Todopoderoso rogando por el regreso de Peter de Trumpington.

El lunes siguiente, sus preces tuvieron la más espantosa respuesta. El cuerpo de Peter fue hallado en el río, cerca de la casa de Chaim, atrapado debajo de un embarcadero.

—No obstante, la culpa no recayó en los judíos —prosiguió el prior encogiéndose de hombros—. Los niños suelen dar volteretas y pueden caer al río, dentro de un pozo o en una zanja. Pensábamos que había sido un accidente hasta que se presentó Martha, la lavandera. Martha vive en Bridge Street, y Chaim Leonis es uno de sus clientes. Dijo que la noche en que el pequeño Peter desapareció ella había dejado una canasta con ropa limpia en la puerta trasera de la casa de Chaim. Como la puerta estaba abierta, entró en la casa...

—¿Entregó la ropa limpia tan tarde? —preguntó sorprendido Simón. El prior Geoffrey ladeó la cabeza.

—Creo que debemos aceptar que Martha sentía curiosidad. Nunca había visto una boda judía. Al igual que ninguno de nosotros, por supuesto. En cualquier caso, entró en la casa. La parte de atrás estaba desierta, los invitados se habían trasladado al jardín delantero. En el corredor, una puerta que daba a una de las habitaciones estaba medio abierta...

—Otra puerta abierta —recalcó Simón, que aparentemente volvía a sorprenderse.

—¿Os estoy contando algo que ya sabéis? —preguntó el prior mirándolo a la cara.

—Mis disculpas, excelencia. Continuad con vuestro relato, os lo ruego.

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