Los señores de la instrumentalidad (39 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Esto sucedía en la Tierra Originaria, la Cuna del Hombre, donde Terrapuerto se yergue entre nubes huracanadas más altas que las montañas.

An-fang quedaba cerca de una ciudad, la única ciudad que aún tenía un nombre preatómico. Ese encantador y absurdo nombre era Meeya Meefla, donde antiguas carreteras, no holladas por ninguna rueda durante miles de años, corrían paralelas a las tibias, brillantes y claras playas del Viejo Sudeste.

El cuartel general del programador de personas estaba en An-fang, y allí se cometió el error:

El rubí tembló. Dos redes de turmalina no atinaron a corregir el haz de láser. Un diamante advirtió el error. Tanto el error como la corrección se transmitieron al ordenador general.

El error asignaba a la cuenta general de nacimientos de Fomalhaut III la profesión «terapeuta lego, sexo femenino, capacidad intuitiva para la corrección de la fisiología humana con recursos locales». En algunas de las primeras naves llamaban
brujas
a estas personas, porque realizaban curaciones inexplicables. Los terapeutas legos eran de inestimable valor para los pioneros; en las sociedades posriesmannianas establecidas, se convirtieron en un estorbo. Las enfermedades desaparecieron al mejorar las condiciones, los accidentes se redujeron hasta desaparecer casi por completo, el trabajo médico se institucionalizó.

¿Quién quiere una bruja, ni siquiera una bruja buena, cuando un hospital de mil camas espera con médicos ansiosos de experiencia clínica y sólo siete de esas camas están ocupadas por pacientes reales? (Las camas restantes estaban ocupadas por robots de forma humana donde el personal podía practicar, para no desmoralizarse. Claro que podían haber trabajado en subpersonas-animales con forma de seres humanos que se encargaban del trabajo pesado y duro y que permanecían como el
caput mortuum
de una economía muy perfeccionada pero era ilegal que los animales, aunque fueran subpersonas, ingresaran en un hospital humano. Cuando las subpersonas enfermaban, la Instrumentalidad se hacía cargo de ellas, en los mataderos. Era más fácil producir subpersonas nuevas que reparar a las enfermas. Además, los tiernos y afectuosos cuidados de un hospital podían imbuirles ocurrencias raras. Como la idea de que eran personas. Esto habría sido perjudicial desde el punto de vista hegemónico. Así que los hospitales humanos permanecían casi vacíos mientras que una subpersona que estornudara cuatro veces o vomitara se iba para no enfermar ya más. Las camas vacías estaban ocupadas por pacientes robot que sufrían incesantes repeticiones de los modelos humanos de lesión o enfermedad. Esto dejaba sin trabajo a las brujas entrenadas y adiestradas.

Pero el rubí había temblado; el programa había cometido un error; se había ordenado un número de nacimiento para un «terapeuta lego, general, sexo femenino, uso inmediato» para Fomalhaut III.

Mucho después, cuando todo quedó consumado hasta el último detalle histórico, se investigaron los orígenes de Elena. Cuando el láser tembló, tanto la orden original como la corrección entraron simultáneamente en la máquina, que reconoció la contradicción y al instante remitió ambos documentos al supervisor humano, un hombre verdadero que había hecho ese trabajo durante siete años.

Estudiaba música, y se aburría. Estaba tan cerca del final de su período que ya contaba los días que le faltaban para quedar en libertad. Entretanto, ideaba nuevos arreglos para dos canciones populares. Una era
El gran bambú
, una pieza primitiva que intentaba evocar la magia original del hombre. La otra,
Elena, Elena
, versaba acerca de una muchacha a quien la canción pedía que no causara penas a su galán. Ninguna de las canciones era importante, pero ambas influyeron en la historia, al principio ligeramente y después en gran medida.

El músico tenía tiempo de sobra para practicar. En sus siete años de trabajo nunca se había enfrentado a una emergencia seria. A veces la máquina presentaba informes y el músico le respondía que corrigiera sus propios errores, y la máquina lo hacía sin una duda.

El día en que se produjo el accidente de Elena, el músico intentaba perfeccionar su digitación con la guitarra, un antiquísimo instrumento que presuntamente se remontaba al período pre espacial. Estaba tocando «El gran bambú» por centésima vez.

La máquina anunció su error con un campanilleo musical.

El músico había olvidado todas las instrucciones que había memorizado fatigosamente siete años atrás. La alarma en realidad no importaba, porque la máquina invariablemente corregía sus propios errores, estuviera el supervisor o no.

Como el campanilleo no recibió respuesta, la máquina pasó a la segunda fase de la alarma. Desde un altavoz instalado en la pared de la habitación chilló con voz aguda, clara y humana, la voz de un empleado que había muerto miles de años atrás:

—¡Alerta, alerta! Emergencia. Se requiere corrección. Se requiere corrección.

La máquina recibió una respuesta que nunca había oído, aunque era muy vieja. Los dedos del músico tañían febril y alegremente las cuerdas de la guitarra mientras él cantaba con fervor un mensaje desconcertante para una máquina:

¡Bate, bate el Gran Bambú!

¿Bate, bate, bate el Gran Bambú por mí...!

La máquina puso a trabajar sus bancos de memoria y sus ordenadores, buscando el código correspondiente a «bambú» y tratando de situar esa palabra en el contexto. No había ninguna referencia. La máquina molestó al hombre de nuevo.

—Instrucciones erróneas. Instrucciones erróneas. Por favor, corrección.

—Cállate —ordenó el hombre.

—Imposible obedecer —declaró la máquina—. Por favor, enunciar y repetir; por favor, enunciar y repetir; por favor, enunciar y repetir.

—Cállate de una vez —exclamó el hombre, pero sabía que la máquina no le obedecería. Sin pensar, pasó a su segunda melodía y cantó dos veces los dos primeros versos:

¡Elena, Elena,

ve a curar la pena!

¡Elena, Elena,

ve a curar la pena!

La repetición estaba programada como protección en la máquina, partiendo del supuesto de que ningún hombre verdadero repetiría un error. El nombre «Elena» no correspondía a un código numérico correcto, pero el cuádruple énfasis confirmaba la necesidad de un «terapeuta lego, sexo femenino»— La máquina registró que un nombre verdadero había corregido la tarjeta de situación presentada en una emergencia.

—Aceptado —dijo la máquina.

Demasiado tarde, esta palabra arrancó al supervisor de su éxtasis musical.

—¿Aceptado qué? —preguntó.

No hubo respuesta. No se produjo ningún sonido salvo el susurro del aire tibio y ligeramente húmedo que llegaba por los ventiladores.

El supervisor miró por la ventana. Vio una parte, roja como sangre reseca, de la plaza de la Paz de An-fang; más allá se extendía el mar, siempre bello y siempre monótono.

El supervisor suspiró. Era joven. «Supongo que no importa», pensó cogiendo la guitarra.

(Treinta y siete años después descubrió que sí importaba. La dama Goroke, una de las jefas de la Instrumentalidad, encargó a un subjefe de la Instrumentalidad que indagara los orígenes de P'Juana. Cuando el hombre descubrió que la bruja Elena formaba parte de la raíz del problema, la dama le encargó que averiguara cómo había aparecido Elena en un universo ordenado. Encontraron al supervisor. Todavía era músico. No recordaba el episodio. Lo hipnotizaron. Ni siquiera así recordaba nada. El subjefe invocó una emergencia y administró al músico la Droga Policial Cuatro «aclaración de memoria». El músico pronto recordó aquella tonta escena, pero insistió en que no era importante. El caso se remitió a la dama Goroke, quien ordenó a las autoridades que contaran al músico la terrible y bella historia de P'Juana de Fomalhaut —la historia que estáis leyendo ahora— y él sollozó. No se le infligió otro castigo, pero la dama Goroke ordenó que estos recuerdos se le dejaran en la mente para toda la vida).

El hombre cogió la guitarra, pero la máquina continuó con su trabajo.

Seleccionó un embrión humano fertilizado, lo designó con el extravagante nombre «Elena», introdujo en el código genético grandes aptitudes para la brujería y marcó la tarjeta de esa persona para que recibiera educación médica, transporte por velero a Fomalhaut III y licencia para prestar servicios en ese planeta.

Elena nació sin que fuera necesaria, sin que nadie lo quisiera, sin una aptitud que ayudara o hiriera a un ser humano de su época. Entró en la vida condenada a la inutilidad.

No es raro que naciera por error. Los errores ocurren, a fin de cuentas. Lo raro es que se las ingeniara para sobrevivir sin ser alterado, corregida o eliminada por los dispositivos de seguridad que la humanidad ha instalado en la sociedad para protegerse.

Desdeñada e inútil, vagó a lo largo de los tediosos meses y los inservibles años de su existencia. Recibió buena alimentación, espléndida ropa, diversas viviendas. Disponía de máquinas y robots que la servían, subpersonas que la obedecían, gente que la protegía contra otros o contra sí misma en caso necesario. Pero no encontraba trabajo; sin trabajo, no tenía tiempo para el amor; sin trabajo ni amor, perdía todas las esperanzas.

SÍ hubiera tropezado con los expertos adecuados o las autoridades adecuadas, la habrían alterado o reeducado. Esto la habría convertido en una mujer aceptable; pero no se topó con la policía, ni la policía dio con ella. No tenía modo de corregir su propia programación. Se le había impuesto en An-fang mucho tiempo atrás: en An-fang, donde todo comienza.

El rubí tembló, la turmalina falló, el diamante pasó inadvertido. Así nació una mujer condenada.

2

Mucho después, cuando la gente compuso canciones sobre el extraño caso de la muchacha-perra P'Juana, los trovadores y juglares intentaron imaginar cómo se sentía Elena, y escribieron
La canción de Elena.
No es auténtica, pero muestra cómo se veía Elena antes de dar origen a la extraña historia de P'Juana:

Las demás mujeres me odian.

Los hombres nunca me tocan,

Soy demasiado yo.

¡Seré una bruja!

Mamá nunca me mimó.

Papá nunca me gruñó.

Los niñitos me fastidian.

¡Seré una perra!

Nadie nunca me nombró.

Ningún perro me orinó.

¡Ay, es que soy tan yo!

¡Seré una bruja!

Todos escaparán.

Nunca me perseguirán.

Acaso me aturdirán?

¡Seré una bruja!

Todos pueden atacarme.

Sólo podrán avergonzarme.

Yo puedo descuartizarme

¡Seré una bruja!

Las demás mujeres me odian.

Los hombres nunca me tocan.

Soy demasiado yo.

¡Seré una bruja!

La balada exagera. Las mujeres no odiaban a Elena; simplemente la ignoraban. Los hombres no escapaban de Elena; ni siquiera reparaban en ella. En Fomalhaut III no podría haber conocido a niños humanos, pues los hogares infantiles eran subterráneos para que no sufrieran radiaciones accidentales ni las inclemencias del tiempo. La balada sugiere que Elena creía que no era humana, sino una subpersona, y que al nacer era un perro. Esto no ocurrió al principio de la historia, sino hacia el final, cuando el caso de P'Juana ya circulaba entre las estrellas y adquiría todos los nuevos giros de la tradición y la leyenda. Nunca enloqueció.

(La «locura» es la rara condición de una mente humana que no se conecta bien con el medio. Elena se acercó a ella antes de conocer a P'Juana. Elena no era el único caso, pero era un elemento raro y genuino. Su vida se había replegado, aislada de todo intento de crecimiento, y su mente se había refugiado en la única seguridad que podía conocer, la psicosis. La locura es siempre mejor que X, y para cada paciente X es individual, personal, secreto y abrumadoramente importante. Elena había enloquecido por necesidad; le habían implantado una carrera equivocada. Los «terapeutas legos, sexo femenino» estaban destinados a trabajar resuelta, autónoma y expeditivamente, siguiendo su propia autoridad. Estas condiciones de trabajo eran imprescindibles en los planetas nuevos. No consultaban a nadie para codificar a otras personas, pues en la mayoría de esos sitios no habría a quién consultar. Elena hizo aquello para lo cual la habían programado en An-fang, hasta el último detalle químico de su líquido cefalorraquídeo. Era un error, pero no lo sabía. La locura era mucho más tolerable que el conocimiento de que no era ella misma, que no tenía que haber vivido, y que era a lo sumo un error cometido entre un rubí tembloroso y un guitarrista negligente.)

Conoció a P'Juana y los mundos giraron.

El encuentro se produjo en un sitio apodado «el borde del mundo», donde la subciudad encontraba la luz del día. Esto era inusitado; pero Fomalhaut III era un planeta inusitado e incómodo, donde el clima desapacible y el capricho del hombre inspiraban a los arquitectos ideas estrafalarias y construcciones grotescas. Elena caminaba por la ciudad, secretamente loca, buscando a gente enferma a quien ayudar. Estaba marcada, destinada, diseñada y educada para un trabajo que realmente no existía.

Era una mujer inteligente. Los cerebros brillantes sirven a la locura tan bien como a la cordura: es decir, muy bien. Elena nunca pensó en abandonar su misión.

Los pobladores de Fomalhaut III, como los habitantes de la Tierra, la Cuna del Hombre, son casi uniformemente apuestos; es sólo en los mundos muy remotos, casi inalcanzables, donde la especie humana, agotada por el mero esfuerzo de sobrevivir, se afea, se fatiga y se diversifica. Ella no se diferenciaba mucho del resto de personas inteligentes y hermosas que llenaban las calles. Su cabello era negro, y era alta. Tenía las extremidades largas, el torso bajo. Llevaba el cabello estirado hacia atrás sobre la frente alta, estrecha y cuadrada. Sus ojos brillaban con un raro y profundo color azul. Su boca podría haber sido bonita, pero nunca sonreía, así que nadie podía saber si era hermosa o no. Caminaba con orgullo y altivez, al igual que el resto de sus conciudadanos. Su boca parecía rara en su inexpresividad, y movía los ojos de aquí para allá como los antiguos radares, buscando a los enfermos, los necesitados, los desdichados a quienes deseaba servir apasionadamente.

¿Cómo podía ser desgraciada? Nunca había tenido tiempo para ser feliz. Le resultaba fácil creer que la felicidad era algo que desaparecía en el fin de la infancia. A veces, aquí y allá, cuando una fuente murmuraba al sol o cuando las hojas estallaban en la asombrosa primavera de Fomalhaut, le intrigaba que otras personas —personas tan responsables como ella por la edad, el grado, el sexo, la educación y la identificación de carrera— fueran felices cuando al parecer ella no tenía tiempo para la felicidad. Pero siempre descartaba este pensamiento y recorría rampas y calles hasta que le dolían los pies, buscando un trabajo inexistente.

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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