Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
—He cargado las naves con vida.
—¿Vida?
—Vida. No sé qué es el gran dolor, pero en mis experimentos descubrí que, cuando enviaba gran cantidad de animales o plantas, los que situaba en el centro del grupo vivían más tiempo. Construí naves pequeñas, desde luego, y las lancé al espacio con conejos, monos...
—¿Bestias?
—Sí. Bestias pequeñas. Y las Bestias volvieron indemnes. Volvieron porque las paredes de las naves estaban cubiertas de vida. Probé con muchas otras especies, y al fin encontré un tipo de vida que vive en el agua. Ostras. Lechos de ostras. Las ostras situadas en la capa más externa murieron en el gran dolor. Las del interior sobrevivieron. Los pasajeros llegaron ilesos.
—Pero ¿eran Bestias?
—No sólo Bestias. Yo mismo.
—¡Usted!
—Atravesé el espacio solo. Lo que ustedes llaman el arriba-afuera, solo. Despierto y durmiendo. Estoy bien. Si no me cree, pregunte a los hermanos observadores. Venga a ver la nave por la mañana. Me gustaría verlo allí con los demás observadores. Haré una demostración ante los jefes de la Instrumentalidad.
—¿Vino aquí solo? —insistió Martel.
—Sí, solo —replicó Adam Stone con fastidio—. Si no me cree, mire el registro de los observadores. No me colocaron en un cilindro para cruzar el espacio.
A Martel se le iluminó la cara.
—Ahora le creo. Es verdad. No habrá más observadores. No habrá más hábermans. No habrá más
cranch
.
Stone miró la puerta con un gesto. Martel no entendió la insinuación.
—Bien, quiero decirle...
—Me lo dirá por la mañana. Ahora disfrute del
cranch
. ¿No se supone que resulta agradable? Médicamente lo conozco bien, pero no en la práctica.
—Es agradable. La normalidad... de forma temporal. Pero escuche: los observadores han jurado acabar con usted y destruir su trabajo.
—¿Cómo?
—Se han reunido, han votado y jurado. Dicen que usted los hará innecesarios. ¡Usted revivirá las antiguas guerras, si desaparece la observación y los observadores viven en vano!
Adam Stone se puso nervioso, pero no perdió la compostura.
—Usted es un observador. ¿Va a matarme? ¿Intentará matarme?
—No. He traicionado a la hermandad. Llame a los guardianes cuando yo me vaya. Rodéese de guardianes. Intentaré detener al asesino.
Martel vio un borrón en la ventana. Antes de que Stone se volviera, ya le habían arrebatado el alambre. El borrón cobró definición y reveló a Parizianski.
Martel reconoció el estado de Parizianski:
Alta velocidad.
Sin pensar en el
cranch
, se llevó la mano al pecho y sintonizó también
Alta velocidad.
Oleadas de fuego lo inundaron de pies a cabeza, semejantes al gran dolor pero más ardientes. Trató de mantener la expresión legible mientras se plantaba delante de Parizianski e indicaba:
Emergencia máxima.
Parizianski habló mientras Stone se alejaba de ellos con la lentitud de una nube impulsada por el viento.
—Apártate. Estoy cumpliendo una misión.
—Lo sé. Te detengo aquí y ahora. Detente. Detente. Stone tiene razón.
Martel apenas atinaba a leer los labios de Parizianski desde el otro lado de esa niebla dolorosa. (Pensó:
¡Dios, Dios de los antiguos! ¡Dame fuerzas! ¡Permite que viva un tiempo en sobrecarga!)
—Apártate —exigía Parizianski—. ¡Por orden de la hermandad, apártate! —E indicó:
¡Solicito ayuda en nombre del deber!
Martel se asfixiaba en aquel aire almibarado. Hizo un último intento:
—Parizianski, amigo, amigo mío, mi amigo. Detente. Detente.
(Ningún observador había matado nunca a otro observador.)
Parizianski indicó:
Estás incapacitado y me hago cargo.
Martel pensó:
¡Por primera vez en la historia del mundo!
Y tendió la mano hacia la caja cerebral de Parizianski.
Sobrecarga
. Los ojos de Parizianski titilaron de terror y comprensión. Su cuerpo se derrumbó.
Martel atinó a tocarse la caja del pecho. Mientras caía en estado de háberman, o tal vez en la muerte, redujo la velocidad. Trató de hablar, de decir:
—Llamad a un observador, necesito ayuda, llamad a un observador...
Pero la oscuridad creció y el silencio se cernió sobre él.
Martel despertó y vio la cara de Lucí. Abrió más los ojos y descubrió que oía: oía el feliz llanto de Lucí, la respiración de su esposa.
—¿Todavía estoy en
cráneo
¿Estoy vivo? —preguntó débilmente.
En las sombras borrosas, junto al rostro de Lucí, asomó otra cara. Era Adam Stone. La profunda voz atravesó inmensidades de espacio antes de llegar a Martel. Martel intentó leer los labios de Stone, pero no los distinguía bien. De nuevo oyó la voz:
—¿Entiendes? ¡No estás en
cranch!
—¡Pero oigo! ¡Siento! —quiso decir Martel. Los otros comprendieron el sentido, aunque no las palabras. Adam Stone habló de nuevo:
—Volviste del estado de háberman. Yo te he hecho volver. No sabía si daría resultado en la práctica, pero la teoría era correcta. No creerás que la Instrumentalidad prescindirá de los observadores, ¿verdad? Has vuelto a la normalidad. Dejamos morir a los hábermans, a medida que arriban las naves, pues ya no es preciso que vivan. Pero estamos reparando a los observadores. Tú eres el primero. ¿Entiendes? Tú eres el primero. Ahora descansa.
Adam Stone sonrió. Martel creyó ver, entre la bruma, el rostro de uno de los jefes de la Instrumentalidad detrás de Stone. Ese rostro también le sonrió, y luego los dos desaparecieron, alejándose.
Martel trató de levantar la cabeza, de examinarse. No pudo. lucí le contemplaba tranquila, pero con una expresión de afectuosa perplejidad.
—¡Querido mío! ¡Has vuelto otra vez, y para siempre! Martel insistía en tratar de ver la caja. Al fin se pasó una torpe mano por el pecho. No tenía nada. El instrumental había desaparecido. Había vuelto a la normalidad, pero aún vivía.
En la débil y honda calma de la mente de Martel surgió otro pensamiento inquietante. Intentó escribir con el dedo, como quería Lucí, pero no tenía la uña afilada ni la tablilla de observador. Tenía que hablar. Entonces hizo acopio de fuerzas y susurró:
—¿Los observadores?
—Sí, querido, ¿qué?
—¿Los observadores?
—Los observadores. Sí, querido, están bien. Hubo que arrestar a algunos que escaparon a
Alta velocidad
. La Instrumentalidad detuvo a todos los que estaban en tierra, y ahora son felices. —lucí rió—. Algunos no querían volver a la normalidad, pero Stone y los jefes los convencieron.
—¿Vomact?
—Vomact también se encuentra bien. Ahora está en
cranch
, hasta que puedan modificarlo. Ha hablado para que asignen nuevas tareas a los observadores. Todos seréis jefes comisionados del espacio. ¿No es maravilloso? Pero Vomact logró que lo nombraran jefe del espacio. Todos seréis pilotos, para que la hermandad y el gremio puedan continuar como hasta ahora. En este momento están modificando a tu amigo Chang. Lo verás pronto.
Lucí puso cara de tristeza. Miró a Martel intensamente.
—Será mejor que te lo diga ahora. De lo contrario te preocuparás. Se ha producido un accidente. Sólo uno. Cuando tú y tu amigo visitasteis a Adam Stone, tu amigo estaba tan contento que olvidó observarse y se dejó morir en
Sobrecarga.
—¿Cuando visitamos a Stone?
—Sí. ¿No recuerdas? Con tu amigo. Martel parecía sorprendido.
—Parizianski —explicó Lucí.
1Este cuento fue escrito en colaboración con Genevieve Linebarger (el manuscrito aclara «por Genevieve Linebarger y P. M. A.»), quien terminó un cuento inconcluso de Smith después de la muerte del esposo y ahora está trabajando en otro. «Spieltier» en alemán significa simplemente «animal de juegos». (N. de J. J. Pierce.)
La historia contaba... ¿qué contaba la historia? Todos conocían el nombre de Helen América y el Señor Ya-no-cano, pero nadie sabía los detalles con precisión. Ambos nombres estaban engarzados en las relucientes y atempérales gemas de la leyenda. A veces los comparaban con Eloísa y Abelardo, cuya historia habían encontrado entre los libros de una biblioteca sepultada tiempo atrás. Otras épocas los compararían con la extraña, cautivante y desagradable historia del capitán Taliano y la Dama Dolores OH.
Dos cosas destacaban: el amor de ambos y la imagen de las grandes velas, alas de metal con las cuales, por fin, los cuerpos de las personas se habían remontado entre los astros.
Si unos mencionaban a Ya-no-cano, otros la conocían a ella. Cuando alguien mencionaba a Helen, siempre había alguien que lo conocía a él. Ya-no-cano fue el primer navegante que volvió de las estrellas, y ella fue la Dama que llevó
El Alma.
Era una suerte que el retrato de ambos se hubiera perdido. El romántico héroe era un hombre muy joven, prematuramente envejecido y todavía bastante enfermo cuando comenzó la historia. Helen América era rara pero agradable: una morena menuda, solemne y triste que había nacido haciendo reír a la humanidad. No era la alta y confiada heroína que las actrices interpretaron después.
Sin embargo, era una maravillosa navegante. Eso sí era verdad. Y amó al Señor Ya-no-cano con cuerpo y alma, manifestando una devoción que los siglos no pueden superar ni olvidar. La historia puede borrar la pátina de los nombres y el aspecto físico, pero incluso la historia no puede sino realzar el amor de Helen América y el Señor Ya-no-cano.
No olvidemos que ambos eran navegantes.
La niña jugaba con un spieltier. Se hartó de que fuera gallina y lo devolvió a su anterior estado de animalito velludo. Cuando ella le estiró las orejas hasta su tamaño óptimo, el animalito adquirió un aspecto verdaderamente raro. Una brisa ligera tumbó al animal-juguete, pero el spieltier se enderezó pacientemente y se puso a mordisquear la alfombra.
La niña aplaudió y preguntó
:
—Mamá, ¿qué es un navegante?
—Hubo navegantes, querida, hace mucho tiempo. Eran hombres valientes que llevaban las naves a las estrellas, las primeras naves que transportaron gente más allá de nuestro sistema solar. Y tenían unas velas descomunales. No sé cómo funcionaban, pero las impulsaba la luz, y la gente tardaba un cuarto de vida en hacer un viaje de ida y vuelta. En aquellos tiempos la gente sólo vivía ciento sesenta años, querida, y el viaje de ida o de vuelta duraba cuarenta años, pero ahora ya no necesitamos navegantes.
—Claro que no —exclamó la niña—, podemos ir en un instante. Tú me llevaste a Marte y también a Nueva Tierra, ¿no es cierto, mamá? Y pronto iremos a cualquier otro sitio, pero en sólo una tarde podemos hacer todo eso.
—Es porque tenemos la planoforma, nena. Pero los hombres tardaron mucho tiempo en descubrirla. Y no podían viajar como nosotros, así que construyeron unas velas enormes, tan grandes que no las podían fabricar en la Tierra. Tenían que desplegarlas a medio camino entre la Tierra y Marte. Y sucedió algo curioso... ¿Te hablaron de la época en que se congeló el mundo?
—No, mamá. ¿Qué fue eso?
—Bien, hace mucho tiempo, una de esas velas se soltó, y los hombres intentaron recuperarla, pues les había costado mucho trabajo. Pero la vela era tan grande que se interpuso entre la Tierra y el Sol. Y no hubo más luz del Sol, sólo una noche constante. Y hacía mucho frío en la Tierra. Las plantas de energía atómica trabajaban día y noche, y el aire tenía un olor raro. La gente estaba preocupada y al cabo de pocos días quitaron la vela de en medio. Y volvió la luz del Sol.
—Mamá, ¿hubo alguna vez mujeres navegantes? Una expresión rara cruzó la cara de la madre.
—Hubo una. Ya te contarán cosas de ella cuando seas mayor. Se llamaba Helen América, y llevó El Alma a las estrellas. Fue la única mujer que lo hizo. Y es una historia maravillosa.
La madre se enjugó las lágrimas con un pañuelo.
—Mamá, mamá —dijo la niña—, cuéntamelo ahora. ¿Cómo es la historia?
La madre reaccionó con firmeza.
—Querida —dijo—, aun no tienes edad para saber ciertas cosas. Cuando seas mayor te lo contaré todo.
La madre era una mujer sincera. Reflexionó un momento y añadió
:
—...a menos que te enteres de ello por ti misma, leyéndolo.
Helen América iba a tener un lugar destacado en la historia de la humanidad, pero empezó mal. El nombre mismo ya era una desgracia.
Nadie supo nunca quién fue su padre. Los funcionarios se pusieron de acuerdo para no hablar del asunto. No había ninguna duda sobre su madre. Su madre fue la célebre varona Mona Muggeridge, una mujer que había intervenido en cientos de campañas en pro de esa causa perdida de la completa identidad de los dos géneros. Fue una feminista más allá de cualquier límite, y cuando Mona Muggeridge, la mismísima y única
señorita
Muggeridge, anunció a la prensa que iba a tener un bebé, fue toda una noticia.
Mona Muggeridge no se detuvo allí. Anunció haber llegado a la firme convicción de que no convenía identificar al progenitor. Proclamó que ninguna mujer debería tener hijos consecutivos con el mismo hombre y aconsejaba a las mujeres que eligieran diversos padres para sus hijos ya que así diversificarían y embellecerían la especie. Terminó anunciando que ella, la señorita Muggeridge, había seleccionado al padre perfecto y que iba a tener, inevitablemente, a la criatura perfecta deseada.
La señorita Muggeridge, una rubia huesuda y ostentosa, declaró que evitaría la tontería del matrimonio y de los nombres de familia y que, por lo tanto, si el bebé era varón se llamaría John América, y si era niña, Helen América.
Y así fue como ocurrió que la pequeña Helen América nació con los corresponsales de prensa esperando junto a la sala de partos. Las pantallas de los informativos mostraron la imagen de un hermoso bebé de tres kilos.
—Es una niña.
—El bebé perfecto.
—¿Quién es el padre?
Eso fue sólo el principio. La señorita Muggeridge era belicosa. Aun después de que fotografiaran al bebé por milésima vez, insistía en decir que era la criatura más perfecta jamás nacida. Señalaba las perfecciones del bebé. Manifestaba la tonta ternura de una madre chocha, pero entendía que ella, la defensora de las grandes causas, era la descubridora de esa ternura.