Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Suzdal cometió un crimen. Representa un orgullo para la Instrumentalidad permitir que sus oficiales cometan crímenes o errores o se suiciden. La Instrumentalidad hace por la humanidad lo que no pueden hacer las máquinas. La Instrumentalidad deja actuar al cerebro humano, la capacidad decisiva humana.
La Instrumentalidad transmite oscuros conocimientos a sus integrantes, cosas difíciles de comprender en el mundo habitado, conocimientos vedados a los hombres y mujeres corrientes porque los oficiales de la Instrumentalidad, los capitanes, subjefes y jefes, deben conocer su trabajo. Si no lo conocieran, toda la humanidad podría perecer.
Suzdal examinó su arsenal. Sabía lo que hacía. La Luna mayor de Aracosia era habitable. Vio que en ella ya había vegetación e insectos terráqueos. Los monitores le mostraban que los hombres-mujeres aracosianos no se habían molestado en colonizar el satélite. Hizo una angustiada pregunta a sus ordenadores y exclamó:
—¡Leedme su edad!
—Más de treinta millones de años —respondió la máquina. Suzdal disponía de extraños recursos. Tenía mellizos o cuatrillizos de casi todos los animales de la Tierra. Los animales de la Tierra viajaban en cápsulas diminutas no mayores que una cápsula médica, y consistían en el espermatozoide y el óvulo de los animales superiores, listos para el apareamiento, listos para la impresión; también contaba con pequeñas bombas vitales que podían rodear cualquier forma de vida dándole al menos una oportunidad de supervivencia.
Fue al banco y obtuvo gatos, ocho pares, dieciséis gatos de la Tierra,
Felis domesticus
, la clase de gato que todos conocemos, la clase de gato que criamos, a veces con finalidades telepáticas, a veces para que viajen a bordo de las naves y sirvan como armas auxiliares cuando la mente de los luminictores los arroja contra los peligros.
Codificó esos gatos. Los codificó con mensajes tan horrendos como los que habían convertido en monstruos a los hombres-mujeres de Aracosia.
Esto es lo que codificó:
Matad al reproduciros.
Inventad una química nueva.
Serviréis al hombre.
Civilizaos.
Aprended a hablar.
Serviréis al hombre.
Cuando el hombre llame, le serviréis.
Id atrás y venid adelante.
Servid al hombre.
Estas instrucciones no eran meramente verbales. Eran implantes en la estructura molecular de los animales. Eran cargas en la codificación genética y biológica de los gatos. Y luego Suzdal cometió la infracción contra todas las leyes de la humanidad.
Tenía un artefacto cronopático a bordo de la nave. Un distorsionador del tiempo que por lo general actuaba sólo un par de segundos para salvar la nave de la destrucción.
Los hombres-mujeres de Aracosia ya estaban abriendo un boquete en el casco.
Oía sus voces chillonas y agudas gritando de placer delirante, pues al fin se encontraban con uno de sus enemigos jurados, un monstruo de la Vieja Tierra. Formaba parte de esa población verdadera y maligna de la cual ellos, los hombres-mujeres de Aracosia, se vengarían.
Suzdal conservó la calma. Codificó los gatos genéticos. Los cargó en bombas vitales. Ajustó ilegalmente los controles de su máquina cronopático: en vez de un segundo para una nave de ochenta mil toneladas, programó dos millones de años para una carga de menos de cuatro kilos. Envió los gatos hacia la Luna sin nombre de Aracosia.
Y los lanzó hacia el pasado.
Y supo que no tendría que esperar.
No esperó.
Los gatos vinieron. Sus naves centellearon en el cielo desnudo de Aracosia. Los pequeños pilotos de combate atacaron. Los gatos, que no existían un instante antes, pero que habían tenido dos millones de años para cumplir un destino impreso en sus cerebros y en sus médulas espinales, grabado en la química de sus cuerpos y personalidades. Los gatos se habían convertido en cierto modo en personas, con lenguaje, inteligencia, esperanza, y una misión que consistía en atacar, rescatar a Suzdal, obedecer sus órdenes y vencer a Aracosia.
Las naves de los gatos emitieron sus advertencias de guerra inminente.
—Éste es el día del año de la era prometida. ¡Gatos, atacad!
Los aracosianos habían aguardado la batalla durante cuatrocientos años, y la tuvieron. Los gatos atacaron. Dos gatos reconocieron a Suzdal y lo saludaron.
—OH señor, oh Dios, oh hacedor de todas las cosas, oh comandante del tiempo, oh iniciador de la vida, hemos esperado desde que todo comenzó para servirte, para servir a tu nombre, para obedecer tu gloria. Viviremos por ti, moriremos por ti. Somos tu pueblo.
Suzdal envió su mensaje a todos los gatos.
—¡Perseguid a los klopts, pero no los matéis a todos! —Y repitió—: ¡Perseguid a los klopts y detenedlos hasta que yo logre huir!
Lanzó su crucero al no-espacio y escapó. No lo siguió ningún gato, ningún aracosiano.
Y ésa es la historia, pero la tragedia es que Suzdal regresó. Y los aracosianos todavía están allí, junto a los gatos. Quizá la Instrumentalidad sepa dónde están, o quizá lo ignore. La humanidad no quiere averiguarlo. Va contra toda norma crear una forma de vida superior al hombre. Quizá los gatos sean superiores. Quizás alguien sepa si los aracosianos ganaron y mataron a los gatos, y sumaron la ciencia gatuna a la suya propia y ahora nos están buscando en alguna parte, tanteando como ciegos entre las estrellas para hallar a los seres humanos verdaderos, para descubrirnos, odiarnos, matarnos. O tal vez ganaron los gatos.
Quizá los gatos estén impulsados por una extraña misión, por la impensada aspiración de servir a hombres que no conocen. Quizá creen que todos somos aracosianos y deben servir sólo a un comandante de crucero a quien nunca volverán a ver. No verán a Suzdal, pues todos sabemos lo que le sucedió.
Suzdal compareció a juicio sobre un gran estrado, en público. El juicio se grabó. Había ido adonde no debía. Había buscado a los aracosianos sin esperar ni pedir consejo ni refuerzos. ¿Por qué debía inmiscuirse para aliviar una angustia de siglos? ¿Por qué?
Y luego, los gatos. Estaban las grabaciones de la nave para demostrar que algo había salido del satélite. Naves espaciales, criaturas que hablaban, criaturas que se podían comunicar con la mente humana. Ni siquiera estamos seguros de que hablaran el idioma de la Tierra, pues transmitían directamente a los ordenadores receptores. Quizá lo hacían mediante una especie de telepatía directa. Pero el crimen consistía en que
Suzdal había triunfado.
Al arrojar a los gatos dos millones de años hacia el pasado, al codificarlos para la supervivencia, al modificarlos para que desarrollaran una civilización, al imbuirles que debían acudir al rescate, había creado todo un mundo nuevo en menos de un segundo de tiempo objetivo.
Su artefacto cronopático había arrojado las pequeñas bombas vitales al húmedo suelo de la gran Luna de Aracosia y en menos tiempo del que se tarda en grabarlo, las bombas habían vuelto como una flota construida por una especie, una especie terráquea, aunque de origen gatuno, de dos millones de años.
El tribunal privó a Suzdal de su nombre.
—Ya no te llamarás Suzdal —declaró. El tribunal privó a Suzdal de su rango.
—Ya no serás comandante de esta o ninguna otra armada, sea imperial o de la Instrumentalidad. El tribunal privó a Suzdal de su vida.
—Ya no vivirás más, ex comandante, y ex Suzdal. Y el tribunal privó a Suzdal de su muerte.
—Irás al planeta Shayol, el lugar de absoluta vergüenza del cual nadie regresa. Irás allí con el odio y el desprecio de la humanidad. No te castigaremos. No deseamos saber nada más sobre ti. Seguirás viviendo, pero para nosotros habrás dejado de existir.
Ésta es la historia. Es una historia triste y maravillosa. La Instrumentalidad trata de animar a las diversas especies de humanidad diciendo que no es cierto, que sólo se trata de una leyenda.
Quizá las grabaciones existan. Quizá los locos klopts de Aracosia tengan en alguna parte sus hijos varones y los den a luz, siempre por cesárea, los alimenten siempre con biberón, generaciones de hombres que han conocido padres y no tienen ni idea de lo que significa la palabra
madre
. Y quizá los aracosianos pasen sus locas vidas en incesante batalla con gatos inteligentes que están sirviendo a una humanidad que quizá no regrese jamás.
Ésta es la historia.
Además, no es cierta.
La agresión empezó muy lejos.
La guerra con Raumsog se desencadenó veinte años después del gran escándalo gatuno que por un tiempo amenazó con privar al planeta Tierra de la imprescindible droga santaclara. Fue una guerra breve y amarga.
La corrupta, sabia y fatigada Vieja Tierra luchó con armas ocultas, pues sólo las armas secretas podían mantener una hegemonía tan antigua, una soberanía que desde hacía mucho tiempo era un título puramente nominal entre las comunidades humanas. La Tierra ganó y los demás perdieron, porque los dirigentes de la Tierra nunca anteponían otras consideraciones a la supervivencia. Y esta vez, pensaron, la amenaza era muy seria.
El público nunca se enteró de la guerra contra Raumsog salvo cuando renacieron viejas y pintorescas leyendas acerca de naves doradas.
En la Tierra se reunieron los Señores de la Instrumentalidad. El presidente de la reunión miró alrededor y dijo:
—Bien, caballeros, todos nosotros hemos sido sobornados por Raumsog. Nos han comprado a todos. Yo mismo recibí seis onzas de
stroon
puro. ¿Hizo alguno de vosotros mejor negocio?
Los demás consejeros dieron a conocer la cuantía de sus respectivos sobornos.
El presidente se volvió al secretario.
—Haz constar los sobornos en el acta y luego archívala como «extraoficial».
Los demás asintieron gravemente.
—Ahora debemos luchar. El soborno no es suficiente. Raumsog amenaza con atacar la Tierra. Permitir sus amenazas ha resultado barato, pero obviamente no le permitiremos que las lleve a cabo.
—¿Cómo piensas detenerlo, Señor presidente? —gruñó un huraño y anciano consejero—. ¿Utilizando las naves doradas?
—En efecto —respondió el presidente con toda seriedad. Todos suspiraron. Las naves doradas se habían usado contra formas de vida no humanas muchos siglos atrás. Estaban escondidas en alguna parte del no-espacio y sólo unos pocos oficiales de la Tierra sabían con certeza cómo funcionaban. Ni siquiera los consejeros de la Instrumentalidad sabían exactamente qué eran.
—Una nave —dijo el presidente a los Señores de la Instrumentalidad— será suficiente. Lo fue.
El dictador Raumsog supo la diferencia semanas después, en su planeta.
—No puedes hablar en serio —saltó—. No es posible. No hay naves de este tamaño. Las naves doradas son sólo un cuento. Nadie ha visto jamás una foto de estos artefactos.
—Aquí tienes una foto, señor —dijo el subordinado. Raumsog la miró.
—Es un truco. Un truco fotográfico. Distorsionaron el tamaño. Las dimensiones están mal. Nadie tiene una nave de ese tamaño. Es imposible construirla, y en caso de que existiera, sería imposible manejarla. No existe tal cosa... —Siguió divagando hasta que advirtió que sus hombres examinaban la foto en vez de mirarlo a él. Se calmó. El más audaz de sus oficiales habló.
—Esta nave tiene ciento cincuenta millones de kilómetros de longitud, alteza. Brilla como el fuego, pero se mueve tan deprisa que resulta imposible acercarse a ella. Penetró en el centro de nuestra flota casi tocando a nuestras naves, permaneció allí veinte o treinta milésimas de segundo. Allí estaba. Notamos que había vida a bordo: los haces de luz oscilaban; nos examinaron y luego, como era de esperar, se sumergió nuevamente en el no-espacio. Ciento cincuenta millones de kilómetros, alteza. La Vieja Tierra aún conserva algunos golpes ocultos, y no sabemos lo que hace esa nave.
Los oficiales miraron a su Señor con ansiosa confianza. Raumsog suspiró.
—Si hemos de luchar, lucharemos. También podemos destruir la nave. A fin de cuentas, ¿qué significa el tamaño en los espacios interestelares? ¿Qué diferencia hay entre quince kilómetros, quince millones o ciento cincuenta millones? —Suspiró de nuevo—. Aun así, admito que ciento cincuenta millones de kilómetros es un tamaño asombroso para una nave. No sé lo que harán con ella.
Y no lo sabía.
Es extraño —extraño y temible— lo que el amor por la Tierra puede hacer a los hombres. Tedesco, por ejemplo.
La reputación de Tedesco era de todos conocida. Aun entre los capitanes de viaje, que rara vez se fijaban en estas cosas, Tedesco era célebre por sus atuendos, la elegancia con que lucía el manto de oficial y las insignias enjoyadas. Tedesco también era célebre por sus modales lánguidos y su sibaritismo. Cuando llegó el mensaje, Tedesco se encontraba en su estado habitual.
Flotaba en la corriente de aire con los centros cerebrales del placer conectados a la electricidad. Estaba tan absorto en el placer que había olvidado los manjares, las mujeres, la ropa y los libros de sus aposentos. Había olvidado todos los placeres salvo el placer de la electricidad al actuar en el cerebro.
Tan grande era el placer, que hacía veinte horas consecutivas que Tedesco estaba conectado a la corriente, en abierta desobediencia de la norma que establecía como máximo seis horas de placer.
Sin embargo, cuando llegó el mensaje —retransmitido al cerebro de Tedesco a través del minúsculo cristal instalado allí para comunicar mensajes tan secretos que incluso el pensamiento era vulnerable a la intercepción de los mismos— Tedesco abandonó una capa tras otra de júbilo e inconsciencia.
Las naves de oro, las naves doradas, ya que la Tierra está en peligro.
Tedesco luchó.
La Tierra está en peligro.
Con un suspiro de júbilo hizo un esfuerzo para pulsar el botón que interrumpía la corriente eléctrica. Y con un suspiro de fría realidad echó un vistazo al mundo que le rodeaba y se puso manos a la obra. Se preparó de inmediato para servir a los Señores de la Instrumentalidad.
El presidente del consejo de la Instrumentalidad puso al almirante Tedesco al mando de la nave dorada. La nave, más grande que la mayoría de las estrellas, era una monstruosidad increíble. Siglos antes había intimidado a agresores no humanos de un rincón olvidado de las galaxias.