Los señores de la instrumentalidad (98 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—Tiene algo que ver con el lenguaje, ¿verdad? ¿Y con la longevidad? Nunca he prestado mucha atención a las noticias de otros mundos, a menos que fueran inventos técnicos o grandes batallas. Creo que algunas personas de Vieja Australia del Norte están profundamente interesadas en la Vieja Tierra. ¿De qué se trata, de todo modos?

—La Instrumentalidad al fin se embarcó en un gran proyecto. La Tierra no ofrecía peligros, esperanzas ni recompensas, ningún futuro salvo la perpetuidad. Todos tenían una probabilidad de mil contra uno de vivir los cuatrocientos años asignados a las personas que se merecían el período completo con su actividad...

—¿Por qué no lo conseguían todos? —interrumpió Rod.

—La Instrumentalidad se encargaba de los menos longevos de un modo bastante justo. Les ofrecía deliciosos y excitantes vicios cuando llegaban a los setenta. Experiencias que combinaban estímulos electrónicos, drogas y sexo en la mente subjetiva. Quien no tenía un trabajo que hacer terminaba por aplicarse dosis de júbilo hasta que moría de pura diversión. ¿Quién quiere tener tiempo para renovaciones de apenas cien años pudiendo disfrutar de cinco o seis mil años de orgías y aventuras cada noche?

—Me parece espantoso —exclamó Rod—. Nosotros tenemos nuestras Salas de la Risa, pero la gente muere en seguida, y nunca entre sus vecinos. Imagina la horrenda interacción que uno mantendría con los normales.

La pena y la furia enturbiaron la cara del doctor Vomact. Desvió la mirada y contempló las incesantes llanuras marcianas. La querida y azul Tierra colgaba amigablemente en el cielo. Miró hacia la estrella de la Tierra como si la odiara. Le dijo a Rod, sin mirarlo:

—Es verdad, McBan. Mi madre era una persona de vida corta. Cuando ella desistió, padre también la siguió. Y yo soy normal. Creo que nunca conseguiré recuperarme del efecto. No eran mis padres verdaderos, desde luego, pues en mi familia no se llegó a tal obscenidad, pero fueron mis padres adoptivos definitivos. Siempre había pensado que los norstrilianos eran bárbaros ricos y dementes, pues mataban a los adolescentes por no saltar bien u otras estupideces, pero admito que sois bárbaros limpios. No os obligáis a convivir con el dulzón y morboso tufo de la muerte en. vuestros apartamentos...

—¿Qué es un apartamento?

—El lugar donde vivimos.

—Una casa —dijo Rod.

—No, un apartamento forma parte de una casa. Doscientos mil apartamentos forman a veces una gran casa.

—¿Quieres decir que hay doscientas mil familias en un enorme salón? La habitación tendrá kilómetros de longitud.

—¡No, no, no! —rió el doctor—. Cada apartamento tiene su propio salón, con cuartos para dormir que salen de las paredes, una sección para comer, un lavabo para ti y para los visitantes que deseen bañarse contigo, una sala—jardín, un estudio, y una sala de personalidad.

—¿Qué es una sala de personalidad?

—Un cuartito donde hacemos cosas que no queremos compartir con nuestra familia.

—Nosotros lo llamamos cuarto de baño —dijo Rod.

El doctor dejó de caminar.

—Por eso resulta tan difícil explicaros lo que está haciendo la Tierra. Sois fósiles. Conserváis el viejo idioma inglés, mantenéis vuestro sistema familiar y vuestros apellidos, habéis disfrutado de una vida ilimitada...

—Ilimitada no —corrigió Rod—. Sólo larga. Tenemos que trabajar por ella y pagarla con pruebas.

El doctor pareció compungido.

—No pretendía criticaros. Sois diferentes. Muy diferentes de lo que ha sido la Tierra. La Tierra os habría parecido inhumana. Los apartamentos de que te hablaba, por ejemplo. Dos tercios de ellos vacíos. Subpersonas que se mudan al subsuelo. Registros perdidos; trabajos olvidados. Si no fabricáramos tan buenos robots, todo se habría venido abajo al mismo tiempo. —Escrutó la cara de Rod—. Veo que no me entiendes. Tomemos un ejemplo. ¿Puedes imaginarte matándome?

—No —respondió Rod—. Me resultas simpático.

—No me refiero a eso. No a mí en particular. Supongamos que no sabes quién soy y me sorprendes molestando a tus ovejas o robando tu
stroon.

—No podrías robar mi
stroon.
Mi gobierno se encarga de procesarlo y tú no te podrías acerca a él.

—De acuerdo, que no sea
stroon.
Supongamos que llego a tu planeta sin un permiso. ¿Cómo me matarías?

—Yo no te mataría. Lo denunciaría a la policía.

—Supongamos que te amenazo con un arma.

—En tal caso —contestó Rod—, te denunciaría, te clavaría un cuchillo en el corazón o te arrojaría una minibomba.

—¡Ahí tienes! —sonrió el doctor.

—¿Qué?

—Sabéis cómo matar a la gente, en caso necesario.

—Todos los ciudadanos lo saben —bufó Rod—, pero eso no significa que lo hagan. No estamos alardeando todo el día de nuestra fuerza, como por lo visto creen algunas personas de la Tierra.

—Precisamente. Y esto es lo que la Instrumentalidad procura hoy para la humanidad. Hacer la vida lo bastante peligrosa e interesante para que vuelva a ser real. Tenemos enfermedades, peligros, luchas, riesgos. Ha sido maravilloso.

Rod miró hacia el grupo de cobertizos que habían dejado atrás.

—No veo indicios de ello en Marte.

—Esto es una colonia militar. Ha sido excluida del Redescubrimiento del Hombre hasta que se hayan estudiado mejor los efectos. En Marte aún vivimos vidas perfectas de cuatrocientos años. Sin peligros, cambios ni riesgos.

—¿Por qué tienes un apellido, entonces?

—Me lo dio mi padre. Era un oficial, un héroe de los mundos fronterizos que regresó y murió joven. La Instrumentalidad permitía que este tipo de personas tuvieran apellidos, antes de extender el privilegio a todo el mundo.

—¿Qué haces aquí?

—Trabajo.

El doctor reanudó la marcha. Rod no se sentía tímido a su lado. Era una persona tan desvergonzadamente locuaz, como al parecer eran la mayoría de los hombres de la Tierra, que resultaba difícil no estar a sus anchas con él. Rod asió suavemente el brazo de Vomact.

—Hay algo más...

—Lo sabes —se sorprendió Vomact—. Eres muy perceptivo. No sé si contarte...

—¿Por qué no?

—Eres mi paciente. Quizá no sea justo contigo.

—Adelante —le animó Rod—, has de saber que soy fuerte.

—Soy un criminal —dijo el doctor.

—Pero estás vivo —exclamó Rod—. En mi mundo matamos a los criminales, o los enviamos fuera del planeta.

—Yo estoy fuera del planeta. Este no es mi mundo. Para la mayoría de los que vivimos en Marte, esto es una cárcel, no un hogar.

—¿Qué hiciste?

—Es demasiado horrendo... —murmuró el doctor—. Yo mismo me avergüenzo de ello. Mi sentencia es doblemente condicional.

Rod le echó una rápido vistazo. Ese hombre parecía abrumado por el desconcierto y la pesadumbre.

—Me rebelé —continuó el médico—. Sin saberlo. La gente puede decir lo que quiere en la Tierra, y puede imprimir hasta veinte ejemplares de lo que necesite divulgar, pero más allá de eso es comunicación masiva. Va contra la ley. Cuando llegó el Redescubrimiento del Hombre, me encomendaron trabajar en el idioma español. Yo investigaba concienzudamente para publicar
La Prensa.
Bromas, diálogos, anuncios imaginarios, informes de lo que había ocurrido en el mundo antiguo. Pero luego se me ocurrió una idea brillante. Fui a Terrapuerto y obtuve noticias de las naves que llegaban. Qué ocurría aquí y allá. ¡No tienes ni idea, Rod, de lo interesante que es la humanidad! Y las cosas que hacemos... tan extrañas, tan cómicas, tan lamentables. Las noticias llegan incluso en máquinas, todas marcadas con «uso oficial exclusivo». No presté atención y publiqué un número que sólo contenía verdades. Un número real, con datos.

»Publiqué noticias verdaderas.

»Rod, se armó un revuelo. Todas las personas que estaban recondicionadas para el español fueron sometidas a pruebas de estabilidad. Me preguntaron si conocía la ley. Respondí que la conocía. Nada de comunicaciones masivas excepto dentro del gobierno. La noticia es la madre de la opinión, la opinión provoca la ilusión colectiva, la ilusión es el origen de la guerra. La ley era tajante y yo no le di importancia. Pensé que era sólo una vieja ley.

»Me equivocaba, Rod, me equivocaba. No me acusaron de violar la ley de noticias. Me acusaron de rebelión contra la Instrumentalidad. Me sentenciaron a muerte instantánea. Luego hicieron condicional la sentencia. La condición era que me fuera del planeta y observara una buena conducta. Cuando llegué aquí, la hicieron doblemente condicional. La segunda condición era que mi acto no tuviera malas consecuencias.
\Pero no lo puedo averiguad
Puedo volver a la Tierra en cualquier momento. Eso no constituye un problema. Si piensan que mi fechoría aún tiene efectos, me someterán a castigos de sueño o me enviarán a ese planeta horrendo. Si piensan que todo ha pasado, me devolverán la ciudadanía con una carcajada. Pero ellos no saben lo peor. Mi subhombre aprendió español y el subpueblo continúa publicando el periódico clandestinamente. Ni siquiera puedo imaginar qué harán conmigo si averiguan lo sucedido y se enteran de que yo lo empecé. ¿Crees que me equivoco, Rod?

Rod lo miró fijamente. No estaba acostumbrado a juzgar a los adultos, y menos a que se lo pidieran. En Vieja Australia del Norte la gente mantenía cierta distancia. Había un modo correcto de hacer cada cosa, y una de las cosas más correctas consistía en tratar sólo con gente de tu misma edad.

Trató de ser justo, de pensar como un adulto.

—Claro que creo que te equivocas, señor y doctor Vomact —respondió—. Pero no demasiado. Ninguno de nosotros debería jugar con la guerra.

Vomact aferró el brazo de Rod. Era un gesto histérico y desagradable.

—Rod —susurró con urgencia—, tú eres rico. Vienes de una familia importante. ¿Podrías llevarme a Vieja Australia del Norte?

—¿Por qué no? Puedo pagar por todos los visitantes que quiera.

—No, Rod, no así. Como inmigrante.

Rod se puso tenso.

—¿Inmigrante? —exclamó—. La pena por la inmigración es la muerte. Matamos a nuestra propia gente para impedir que aumente la población. ¿Cómo podríamos permitir que se instalen forasteros entre nosotros? Y el
stroon.
¿Qué pasaría con eso?

—Olvídalo, Rod —suspiró Vomact—. No volveré a molestarte. No lo mencionaré de nuevo. Resulta cansado vivir muchos años con la muerte acechando tras cada puerta, en cada llamada, sobre cada página del archivo de mensajes. No me he casado. ¿Cómo podría hacerlo? —Cambió repentinamente de humor, y dijo jovialmente—: Tengo un medicamento, Rod, un medicamento para médicos, y también para rebeldes. ¿Sabes qué es?

—¿Un tranquilizante? —Rod aún estaba atónito ante la indecencia de alguien que le mencionaba la inmigración a un norstriliano. Le costaba pensar con claridad.

—Trabajo —sonrió el menudo Vomact—, ése es mi medicamento.

—El trabajo siempre es bueno —afirmó Rod, sintiéndose solemne ante la generalización. La tarde había perdido su magia.

El doctor también sentía lo mismo. Suspiró.

—Te mostraré los viejos cobertizos que construyeron los primeros colonos de la Tierra. Luego iré a trabajar. ¿Sabes cuál es mi trabajo principal?

—No —respondió Rod cortésmente.

—Tú —explicó el doctor Vomact, con una de sus sonrisas tristes, alegres y maliciosas—. Estás bien, pero tengo que lograr que estés mejor que bien. Tengo que hacerte invulnerable.

Habían llegado a los cobertizos.

Las ruinas eran antiguas, pero no muy imponentes. Se parecían a las casas de las fincas más modestas de Norstrilia.

Mientras regresaban, Rod preguntó como por casualidad:

—¿Qué harás conmigo, señor y doctor?

—Lo que desees —respondió Vomact sin darle importancia.

—¿De verdad? ¿Qué?

—Bien, el Señor Dama Roja envió un cubo con sugerencias. Mantener tu personalidad. Mantener tus imágenes retínales y cerebrales. Cambiar tu aspecto físico. Modificar a tu criada para darle el aspecto de un varón joven que se ajuste a tu descripción.

—No le puedes hacer eso a Eleanor. Es ciudadana.

—No aquí, no en Marte. Ella forma parte de tu equipaje.

—¿Y sus derechos legales?

—Esto es Marte, Rod, pero forma parte del territorio de la Tierra. Bajo la jurisdicción de la Tierra. Bajo el control directo de la Instrumentalidad. Podemos hacer estas cosas. La parte difícil es: ¿aceptarías hacerte pasar por un subhombre?

—¿Cómo voy a saberlo? Nunca he visto ninguno.

—¿Soportarías la vergüenza?

Por toda respuesta, Rod se echó a reír.

—Los norstrilianos sois raros —suspiró Vomact—. Yo preferiría morir antes que me confundieran con un subhombre. ¡Es una humillación, una vergüenza! Pero el Señor Dama Roja dijo que llegarías a la Tierra libre como una alondra si te hacíamos pasar por un hombre-gato. De paso, Rod, tu esposa ya está aquí.

Rod se paró en seco.

—¿Esposa? No tengo esposa.

—Tu esposa-gato —explicó el doctor—. Claro que no es un matrimonio verdadero. Al subpueblo no se le permite el matrimonio. Pero se le permite una relación que se parece al matrimonio y a veces cometemos el desliz de llamarlos marido y mujer. La Instrumentalidad ya ha enviado a una muchacha-gato para que se haga pasar por tu esposa. Viajará contigo desde Marte a la Tierra. Seréis un par de gatos afortunados que ha presentado números de danza y acrobacia para el aburrido personal de nuestra estación.

—¿Y Eleanor?

—Supongo que alguien la confundirá contigo y la matará. Para eso la has traído, ¿no? ¿No eres lo bastante rico?

—No, no, no —exclamó Rod—. Nadie es tan rico. Tenemos que pensar en otra solución.

Mientras caminaban, hicieron nuevos planes para proteger tanto a Eleanor como a Rod.

Cuando entraron en el cobertizo y se quitaron los cascos, Rod dijo:

—¿Puedo ver a mi esposa?

—La verás aunque no mires —dijo Vomact—. Es impetuosa como el fuego y aún más bella.

—¿Tiene nombre?

—Claro que sí. Todos lo tienen.

—¿Cómo se llama?

—G'mell.

Hospitalidad y acechanzas

La gente esperaba, aquí y allá. Si hubiera habido cobertura informativa, la población habría convergido en Terrapuerto con curiosidad, pasión o codicia. Pero hacía tiempo que las noticias estaban prohibidas; la gente sólo podía conocer sucesos de interés personal; los centros de la Tierra no sufrieron disturbios. Aquí y allá, mientras Rod viajaba de Marte a la Tierra, había expectativas, pero en general el mundo de la Vieja Tierra permanecía tranquilo, excepto por el perenne burbujeo de los problemas internos.

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