Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
Allí estaba la adivinanza;
Los mininos de Mamá Hitton.
La mujer, la madre inquisitiva, regresaba del mar. Benjacomin se acarició la manga de la chaqueta y extrajo la segunda inyección, un veneno muy diluido que sólo se podía detectar tras días o semanas de trabajo de laboratorio. Lo aplicó directamente al cerebro del niño, clavando la aguja en la nuca. El cabello ocultó el pequeño pinchazo. La aguja increíblemente dura se deslizó bajo la base del cráneo. El niño murió.
El asesinato estaba consumado.
Benjacomin borró el secreto de la arena con aire distraído. La mujer se acercó. Él la llamó, la voz transida de simpática preocupación:
—señora, venga aquí. Creo que su hijo se ha desmayado por el calor.
Entregó el cuerpo del hijo a la madre. Ella se alarmó. Estaba asustada e inquieta. No sabía cómo reaccionar.
Por un temible instante lo miró a los ojos.
Doscientos años de entrenamiento surtieron efecto: ella no descubrió nada. El asesino no revelaba el asesinato. El halcón se escondió bajo la paloma. La expresión adiestrada ocultó el sentimiento.
Benjacomin Bozart se relajó con serenidad profesional. Se había preparado para acabar también con ella, aunque ignoraba si tenía suficiente habilidad para matar a una norstriliana adulta.
—Quédese con él —se ofreció servicialmente—. Yo correré al hotel y pediré ayuda. Me daré prisa.
Dio media vuelta y corrió. Un camarero de la playa lo vio y corrió hacia él.
—El niño se ha mareado —gritó Benjacomin. Se acercó a la madre a tiempo para verle el asombro y la tragedia pintados en la cara. Y algo más que la tragedia: la duda.
—No está enfermo —dijo ella—. Está muerto.
—No es posible —exclamó Benjacomin, alerta. Impuso un aire de compasión a todo su ademán, a cada músculo de la cara—. No es posible. Yo estaba hablando con él hace un momento. Escribíamos adivinanzas en la arena.
La madre habló con voz quebrada y hueca, como si nunca más pudiera encontrar la modulación correcta para el lenguaje humano, como si fuera a repetir eternamente los ruidos discordantes de la congoja imprevista.
—Ha muerto. Usted lo vio morir y creo que yo también. No entiendo qué ha sucedido. El niño estaba lleno de santaclara. Tenía mil años de vida por delante pero ahora está muerto. ¿Cómo se llama usted?
—Eldon —dijo Benjacomin—. Eldon, el viajante, señora. Vengo aquí muy a menudo.
—¡Los mininos de Mamá Hitton! ¡Los mininos de Mamá Hitton!
Esta estúpida frase lo obsesionaba. ¿Quién era Mamá Hitton? ¿Y madre de quién? ¿Qué eran los mininos? ¿Simples gatitos? ¿O eran otra cosa?
¿Había matado a un imbécil por una respuesta imbécil?
¿Cuántos días más tendría que quedarse allí con esa mujer suspicaz y entristecida? ¿Cuántos días tendría que observar y esperar? Quería volver a Viola Sidérea; transmitir el secreto, por impreciso que fuera, para que su gente lo estudiara. ¿Quién era Mamá Hitton?
Salió del cuarto y bajó.
La grata monotonía de un gran hotel era tal que los demás huéspedes lo miraban con interés. Él era el hombre que había presenciado la muerte del niño en la playa.
Algunos amantes del escándalo que se alojaban allí insinuaban que él había matado al niño. Otros rechazaban los rumores, diciendo que sabían muy bien quién era Eldon. Él era Eldon, el viajante. Aquellas habladurías eran ridículas.
La gente no había cambiado mucho, aunque las naves susurraran entre las estrellas con los capitanes de viaje sentados en su corazón, aunque la gente viajara de un planeta a otro —cuando contaba con el dinero para pagar el billete— como hojas arrastradas por vientos suaves y juguetones. Benjacomin se enfrentaba a un dilema trágico. Sabía muy bien que cualquier intento de descifrar la respuesta chocaría contra los dispositivos de protección de los norstrilianos.
Vieja Australia del Norte era inmensamente rica. A lo largo y a lo ancho de las estrellas se sabía que había contratado mercenarios, espías, agentes secretos y dispositivos de alerta.
Aun la Cuna del Hombre —la Madre Tierra misma, a la que ninguna suma podía comprar— estaba sobornada por la droga de la vida. Unos veinticinco gramos de la droga santaclara, reducida, cristalizada y llamada
stroon
podía dar de cuarenta a sesenta años de vida. El
stroon
llegaba a los otros planetas por gramos y kilos, pero en Australia del Norte se refinaba por toneladas. Con un tesoro así, los norstrilianos poseían un mundo inimaginable cuyos recursos excedían todos los límites concebibles. Podían comprar cualquier cosa. Podían pagar con las vidas de otros.
Durante siglos habían usado fondos secretos para comprar servicios extranjeros en defensa de su propia segundad.
Benjacomin se detuvo en el vestíbulo:
Los mininos de Mamá Hitton.
Esta frase encerraba la sabiduría y la riqueza de mil mundos, pero Benjacomin Bozart no se atrevía a preguntar qué significaba.
De pronto se le iluminó la cara.
Se sintió como alguien que hubiera pensado en un juego divertido, un grato pasatiempo para entretenerse, una compañía para recordar, un plato nuevo para saborear. Había tenido una ocurrencia muy feliz.
Había una fuente que no hablaría. La biblioteca. Al menos podía confirmar los datos obvios y simples, y averiguar qué formaba parte del conocimiento público en el secreto que había arrancado al niño.
No habría arriesgado su seguridad en vano, ni habría desperdiciado la vida de Johnny, si podía encontrar la clave de cualquiera de las palabras de la frase.
Mamá, Hitton, mininos.
Aún podía conseguir el botín de Norstrilia.
Dio media vuelta de buen humor. Caminó ligera y alegremente hacia la sala de billar, después de la cual estaba la biblioteca. Entró.
El hotel era caro y anticuado. Incluso tenía libros hechos de papel, con encuadernaciones auténticas, Benjacomin cruzó la sala. Vio que tenían la
Enciclopedia galáctica
en doscientos volúmenes. Tomó el volumen que señalaba «Hi-Hi». Lo hojeó desde atrás, buscando el apellido Hitton. Ahí estaba. «Hitton, Benjamín (10719 - 17123 d.C.): pionero de Vieja Australia del Norte. Se le considera inventor de parte del sistema de defensa.» Eso era todo. Benjacomin se paseó entre los libros. La palabra «mininos» no figuraba en ninguna parte con una acepción fuera de la normal, ni en la enciclopedia ni en ninguna lista de la biblioteca. Salió y subió a la habitación.
Tal vez el niño se hubiera equivocado.
Corrió un riesgo. La madre, medio ciega de desconcierto y dolor, estaba sentada en una silla del porche. Las otras mujeres le hablaban. Sabían que el marido de la australiana llegaría pronto. Benjacomin se acercó a presentarle sus respetos. Ella no lo vio.
—Debo partir, señora. Seguiré mi viaje hacia el próximo planeta, pero volveré dentro de dos o tres semanas subjetivas.
Dejaré mi domicilio a la policía local, por si usted me necesitara para un interrogatorio urgente.
Benjacomin se despidió de la afligida madre.
Benjacomin se despidió del apacible hotel. Consiguió un billete prioritario.
La parsimoniosa policía de Sunvale no presentó objeciones cuando él solicitó de pronto un permiso de partida. A fin de cuentas, tenía una identidad, disponía de sus propios fondos, y no era costumbre en Sunvale contradecir a los turistas. Benjacomin subió a la nave. Cuando se dirigía hacia la cabina donde descansaría unas horas, un hombre se le acercó. Un hombre joven, con raya al medio, estatura baja, ojos grises.
Ese hombre era el agente local de la policía secreta de Norstrilia.
Benjacomin, pese a su experiencia como ladrón, no reconoció al policía, Jamás pensó que la biblioteca misma estaba preparada y que la palabra «mininos» activaba una señal en ciertas circunstancias. Al buscarla había disparado una pequeña alarma. Había dado la alerta.
El forastero saludó. Benjacomin devolvió el saludo.
—Soy un viajante que espera entre un destino y otro. No me ha ido muy bien. ¿Cómo andan sus negocios?
—No hago negocios. Soy un técnico. Mi nombre es Liverant.
Benjacomin estudió al sujeto. Sin duda era un técnico. Se dieron la mano sin mayor entusiasmo.
—Me reuniré con usted en el bar un poco más tarde —dijo Liverant—. Primero descansaré un poco.
Ambos se acostaron y hablaron muy poco mientras el primer relámpago de planoforma atravesaba la nave. El relámpago pasó. Por los libros y las lecciones sabían que la nave brincaba hacia delante en dos dimensiones mientras de algún modo la furia del espacio se desviaba hacia los ordenadores, que a la vez eran manejados por el capitán de viaje que controlaba la nave.
Sabían estas cosas pero no las sentían. Sólo experimentaban la punzada de un ligero dolor.
El aire tenía un sedante, disuelto en el sistema de ventilación. Ambos sabían que se embriagarían un poco.
El ladrón Benjacomin Bozart estaba adiestrado para resistir la falta de reflejos y el desconcierto. Cualquier indicio de que un telépata trataba de leerle la mente se habría topado con una resistencia tenaz y animal, implantada en su inconsciente en los primeros años del entrenamiento. Bozart no estaba preparado contra el engaño de un presunto técnico; la Liga de Ladrones de Viola Sidérea jamás sospechó que su gente tendría que enfrentarse a embaucadores. Liverant ya había estado en contacto con Norstrilia: Norstrilia, cuyo dinero cruzaba las estrellas; Norstrilia, que había alertado a cien mil mundos contra la mera idea de una intrusión.
—Ojalá pudiera ir más lejos —comentó Liverant—. Ojalá pudiera ir a Olimpia. En Olimpia se puede comprar cualquier cosa.
—He oído comentarios —dijo Bozart—. Es un extraño planeta comercial sin demasiadas oportunidades para los hombres de negocios, ¿verdad?
Liverant rió. Su risa sonaba alegre y auténtica.
—¿Comercial? Ellos no comercian, birlan. Toman el botín robado en mil mundos, lo revenden, lo camuflan, lo pintan y lo marcan. Ése es su negocio. Los habitantes son ciegos. Es un mundo extraño, y sólo hay que ir allá para conseguir lo que uno quiere —explicó Liverant—. ¡Qué no haría yo con un año en ese lugar! Todos ciegos, excepto yo y un par de turistas. Y se encuentran todas las riquezas que todos creyeron perdidas, la mitad de las naves náufragas, las colonias olvidadas, pues las han limpiado todas. Y todo va a Olimpia.
Olimpia no valía tanto y Liverant ignoraba por qué tenía la misión de guiar allá al asesino. Sólo sabía que tenía un deber y que su misión consistía en desviar al intruso.
Muchos años antes del nacimiento de ambos hombres, la palabra clave se había colocado en guías, libros, cajas de embalaje y facturas: «mininos». Era el nombre en clave de la luna exterior de la defensa norstriliana. El uso de esa clave activaba una furiosa alerta, con nervios sistémicos tan calientes y veloces como un alambre de tungsteno incandescente.
Cuando decidieron ir al bar a beber un refresco, Benjacomin casi había olvidado que era el desconocido quien había sugerido Olimpia en vez de otro destino. Tenía que ir a Viola Sidérea en busca de los créditos necesarios para emprender el viaje de la riqueza, para ganar el mundo de Olimpia.
Bozart fue recibido con una apacible pero muy sincera acogida en su mundo natal.
Los ancianos de la Liga de Ladrones le dieron la bienvenida. Lo felicitaron.
—¿Quién más podría haber llevado a cabo tu misión, muchacho? Es la apertura de un nuevo ajedrez. Nunca antes hubo un gambito como éste. Tenemos un nombre, tenemos un animal. Lo intentaremos aquí mismo.
El Consejo de los Ladrones consultó su propia enciclopedia. Buscaron el nombre «Hitton», y luego hallaron la referencia «minino» en su acepción norstriliana. Ninguno de ellos sabía que se trataba de una pista falsa colocada por un agente infiltrado en su mundo.
El agente, a su vez, había sido seducido años antes, corrompido en medio de su carrera, obligado a una honestidad provisional, sobornado y enviado a casa. Durante muchos años había esperado una temida contraseña —una contraseña que, sin que él lo supiera, era una extensión del espionaje norstriliano—, sin soñar que podría pagar de forma tan simple su deuda con el mundo exterior. Sólo le habían mandado una página para que la añadiera a la enciclopedia. Él la añadió y se fue a casa, débil de agotamiento. Los años de miedo y espera habían sido agobiantes para el ladrón. Bebía en exceso para no suicidarse. Entretanto, las páginas permanecieron en orden, incluyendo la nueva, ligeramente alterada para sus colegas. La enciclopedia aclaraba que la modificación era una corrección habitual, aunque todo el artículo era nuevo y falso:
Debajo de este pasaje una corrección, fechada el año 24 de la segunda edición.
Los «mininos» de Norstrilia sólo aluden al uso de medios orgánicos para inducir la enfermedad en ovejas terráqueas mutadas, que a su vez producen un virus, de cuyo refinamiento se obtiene la droga santaclara. El vocablo «mininos» gozó de difusión durante algún tiempo como término de referencia para aludir tanto a la enfermedad como al potencial destructivo de la enfermedad en caso de ataque exterior. Se cree que esto se relaciona con la carrera de Benjamín Hitton, uno de los pioneros originales de Norstrilia.
El Consejo de Ladrones lo leyó y el presidente del Consejo declaró:
—Tengo tus papeles preparados. Ahora puedes ponerlos a prueba. ¿Por dónde quieres ir? ¿A través de Nueva Hamburgo?
—No —dijo Benjacomin—. Pensaba intentarlo en Olimpia.
—Olimpia está bien —aceptó el presidente—. Ten cuidado. Hay una sola probabilidad entre mil de que fracases. Pero sí no tienes éxito, quizá tengamos que pagar por ello.
Sonrió arteramente y entregó a Benjacomin una hipoteca en blanco por toda la mano de obra y las propiedades de Vila Sidérea. El presidente rió.
—Sería bastante duro para nosotros que tuvieras que pedir tanto dinero en ese planeta como para obligarnos a volvernos honrados... y luego perdieras de todos modos.
—No temáis —dijo Benjacomin—. Me encargaré de que no sea así.
Hay mundos donde todos los sueños mueren, pero Olimpia de las nubes cuadrangulares, no es uno de ellos. Los ojos de los hombres y las mujeres brillan en Olimpia, pues no ven nada.
«El brillo tenía el color del dolor —dijo Nachtigall— cuando podíamos ver. Si tu ojo te ofende, arráncate a ti mismo, pues la culpa no está en el ojo sino en el alma.»