Los señores de la instrumentalidad (108 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Rod se quedó de pie, sin esperar nada.

Había perdonado a su último enemigo.

Se había perdonado a sí mismo.

La puerta se abrió de golpe y apareció el Maestro Gatuno con una sonrisa sabia y tranquila.

—Puedes salir, señor y propietario McBan; y si hay algo que te interese en esta habitación, puedes cogerlo.

Rod salió despacio. No sabía cuánto tiempo había permanecido en la SALA DEL ODIO.

Cuando salió, la puerta se cerró.

—Gracias, amigo. Es muy amable de tu parte, pero no necesito gran cosa, y será mejor que regrese a mi propio planeta.

—¿Nada? —dijo el Maestro Gatuno, con su atenta y serena sonrisa.

—Me gustaría audir y linguar, pero no es muy importante.

—Esto es para ti —le ofreció el Maestro Gatuno—. Póntelo en el oído y déjalo allí. Si te pica o se ensucia, sácalo, lávalo y pomelo de nuevo. No es un aparato raro, pero por lo visto no lo tienen en tu planeta. —Le dio un objeto del tamaño de una pepita.

Rod lo cogió sin fijarse mucho, dispuesto a ponérselo en el bolsillo y no en el oído, pero vio que el atento y sonriente Maestro Gatuno no le quitaba los ojos de encima. Se puso el aparato en el oído. Era frío.

—Ahora te llevaré a G'mell —dijo el Maestro Gatuno—, quien te guiará hacia tus amigos del Abajo-abajo. Será mejor que lleves contigo este sello postal de dos peniques del Cabo de Buena Esperanza. Diré a Jestocost que se perdió mientras yo intentaba copiarlo. En cierto modo es cierto, ¿verdad?

Rod iba a darle las gracias. De pronto se estremeció.

Con piel de gallina en el cuello, la espalda y los brazos, advirtió que el Maestro Gatuno no había movido los labios, no había inhalado, no había turbado el aire con la presión del ruido. El Maestro Gatuno había linguado, y Rod había audido.

Pensando con cuidado y claridad, pero cerrando los labios y sin emitir sonidos, Rod pensó:

—Digno y grácil Maestro Gatuno, te agradezco el antiguo tesoro que significa este viejo sello postal de la Tierra. Te agradezco aún más el aparato para audir y linguar que ahora estoy probando. Si estás audiendo, por favor extiende la mano derecha para que la estreche.

El Maestro Gatuno avanzó un paso y extendió la mano.

Hombre y subhombre se miraron con una bondad y una gratitud tan intensas que rayaban en la pesadumbre.

Pero ninguno de los dos lloró.

Se dieron la mano sin hablar ni linguar.

Todos aman el dinero

Mientras Rod McBan sufría su ordalía en la Gran Tienda de los Deseos del Corazón, otras personas continuaban interesadas en él y su destino.

Delito de opinión pública

Una mujer madura, con un vestido que le sentaba mal, se sentó sin que la hubiesen invitado a la mesa de Pablo, un hombre verdadero que había conocido a G'mell.

Pablo no le prestó atención. En esos días abundaban las excentricidades. Ser maduro era cuestión de gusto, y muchos seres humanos, después del Redescubrimiento del Hombre, vieron que permitirse la imperfección era un modo de vida mejor que el anterior, que consistía en dejar que la mente envejeciera en un cuerpo condenado a la perpetua perfección de la juventud.

—He pasado la gripe —dijo la mujer—. ¿Alguna vez has tenido gripe?

—No —respondió Pablo sin mayor Interés.

—¿Estás leyendo un periódico? —Ella miró el periódico, que tenía de todo menos noticias.

Pablo admitió que estaba leyendo el periódico.

—¿Te gusta el café? —preguntó la mujer, mirando la taza de café que Pablo tenía delante.

—¿Lo pediría si no me gustara? —replicó Pablo con brusquedad, preguntándose cómo se las había ingeniado aquella mujer para encontrar una tela tan desagradable para el vestido. Tenía girasoles amarillos sobre un fondo rojizo.

La mujer se desconcertó, pero sólo por un momento.

—Llevo una faja —declaró—. Las pusieron en venta la semana pasada. Son muy antiguas y muy auténticas. Ahora que la gente puede ser gorda si lo desea, las fajas hacen furor. También hay botines para hombres. ¿Te has comprado botines?

—No —respondió Pablo, pensando en dejar el café y el periódico.

—¿Qué piensas hacer con ese hombre?

—¿Qué hombre? —preguntó Pablo, cortés y fatigosamente.

—El hombre que compró la Tierra.

—¿De verdad lo hizo?

—Claro —aseguró la mujer—. Ahora tiene más poder que la Instrumentalidad. Puede hacer lo que desee. Puede darnos lo que le pidamos. Si quisiera, podría regalarme un viaje de mil años por el universo.

—¿Eres funcionaria? —preguntó Pablo.

—No —contestó la mujer, un poco intimidada.

—Entonces ¿cómo sabes estas cosas?

—Todos
las saben. Todos —declaró con firmeza, frunciendo la boca.

—¿Qué harás con ese hombre? ¿Asaltarlo? ¿Seducirlo? —ironizó Pablo. Había tenido un desdichado idilio que aún recordaba, una excursión hasta el Abbadingo por Alpha Ralpha Boulevard, algo que nunca repetiría. Tenía muy poca paciencia con los estúpidos que nunca se habían atrevido a sufrir,.

La mujer se sonrojó de furia.

—Todos iremos a su hotel a las doce de hoy. Vamos a gritar hasta que salga. Luego formaremos una fila y le obligaremos a escuchar nuestras peticiones.

—¿Quién lo ha organizado? —preguntó con aspereza.

—No lo sé. Alguien.

—Eres un ser humano —indicó Pablo con solemnidad—. Tienes educación. ¿Cuál es la Decimosegunda Regk?

La mujer palideció un poco pero recitó de memoria:

—«Todo hombre o mujer que descubra que hace surgir o comparte opiniones no autorizadas con una gran cantidad de personas se presentará de inmediato ante el subjefe más próximo para una terapia.» Pero eso no se refiere a mí...

—Esta noche estarás muerta o te habrán borrado el cerebro. Ahora lárgate y déjame leer el periódico.

La mujer lo fulminó con la mirada, entre la rabia y el llanto. Poco a poco la dominó el miedo.

—¿De veras crees que estaba diciendo algo ilegal?

—Estoy seguro —respondió Pablo.

Ella se apoyó las regordetas manos en la cara y sollozó.

—Por favor... ayúdame a encontrar un subjefe. Me parece que necesito ayuda. ¡He soñado tanto, he tenido tantas esperanzas! Un hombre de las estrellas. Pero tienes razón. No quiero morir ni quiero que me borren la memoria. ¡Ayúdame, por favor!

Impulsado por la impaciencia y la compasión, Pablo dejó el periódico y el café. El camarero robot se apresuró a recordarle que no había pagado. Pablo caminó hasta la acera, donde había dos toneles llenos de dinero para las personas que deseaban entretenerse con los juegos de la civilización antigua. Escogió el billete más grande que encontró, se lo dio al camarero, esperó el cambio, dio una propina, recibió las gracias y arrojó la vuelta, sólo monedas, al tonel de dinero metálico. La mujer lo había esperado pacientemente, con tristeza en la cara congestionada.

Cuando Pablo le ofreció el brazo a la antigua manera francesa, ella aceptó. A cien metros había un visífono público. Ella moqueaba y murmuraba mientras caminaba junto a él con sus incómodos y antiguos zapatos de tacón alto.

—Yo tenía cuatrocientos años. Era esbelta y hermosa. Me gustaba hacer el amor y no pensaba mucho en nada, porque no era muy inteligente. Había tenido muchos esposos. Luego se produjo este cambio, y me sentí inútil, y decidí convertirme en lo que yo quería ser: gorda, desaliñada, madura y aburrida. Y vaya si lo conseguí, como han dicho dos de mis esposos. Y ese hombre de las estrellas tiene todo el poder. Puede cambiar las cosas.

Pablo sólo respondía con asentimientos comprensivos.

Se quedó ante el visífono hasta que un robot apareció en la pantalla.

—Un subjefe —pidió—. Cualquier subjefe.

La imagen tembló y apareció la cara de un hombre muy joven. Atendió con expresión amable e intensa mientras Pablo recitaba su número, grado, asignación neonacional, número de domicilio y ocupación. Tuvo que especificar dos veces el problema: «Delito de opinión pública.»

El subjefe replicó, con cierta cortesía:

—Entra y te repararemos.

Pablo se molestó tanto ante la idea de que él era sospechoso de una opinión pública delictiva, «cualquier opinión compartida con gran número de personas, salvo que sea material divulgado y aprobado por la Instrumentalidad y el gobierno de la Tierra», que empezó a linguar su protesta ante la máquina.

—¡Vocaliza, hombre y ciudadano! Estas máquinas no son transmisoras telepáticas.

Cuando Pablo terminó de explicarse, el joven de uniforme lo miró crítica pero agradablemente.

—Ciudadano —dijo—, tú también has olvidado algo.

—¿Yo? —jadeó Pablo—. Yo no he hecho nada. Esa mujer se sentó junto a mí
y...

—Ciudadano —interrumpió el subjefe—, ¿cuál es la última mitad de la Quinta Regla para Todos los Hombres?

Pablo reflexionó un instante y respondió:

—«Los servicios de toda persona estarán disponibles, sin demora y sin cargo, para cualquier ser humano verdadero que corra peligro o perjuicio.» —Abrió los ojos y preguntó—: ¿Quieres que lo haga yo?

—¿Qué opinas? —dijo el subjefe.

—Puedo hacerlo —murmuró Pablo.

—Desde luego. Eres normal. Recuerdas los tratamientos cerebrales.

Pablo asintió.

El subjefe lo saludó con el brazo y la imagen desapareció de la pantalla.

La mujer lo había visto todo. Ella también estaba preparada. Cuando Pablo hizo los gestos hipnóticos tradicionales, ella fijó la mirada en las manos. Reaccionó como correspondía. Cuando él terminó de borrarle el cerebro en plena calle, la mujer echó a andar por la acera sin saber por qué le rodaban lágrimas por las mejillas. No recordaba a Pablo.

Durante un momento de exaltación, Pablo pensó en cruzar la ciudad para echar un vistazo al maravilloso hombre de las estrellas. Miró alrededor y recapacitó. Distinguió la alta magnificencia de Alpha Ralpha Boulevard, que se elevaba sin soportes en el firmamento, desde un terreno lejano hasta la mitad de Terrapuerto: se acordó de sí mismo y de sus problemas personales. Volvió a leer su periódico y tomar el café. Esta vez recogió dinero del tonel antes de entrar en el restaurante.

En un yate frente a Meeya Meefla

Ruth bostezó mientras se incorporaba para contemplar el océano. Había dedicado todos sus esfuerzos a ese joven rico.

El falso Rod McBan, en realidad Eleanor reconstruida, le dijo:

—Esto es agradable.

Ruth sonrió lánguida y seductoramente. No sabía por qué Eleanor reía en voz alta.

El señor William No-de-aquí subió a la cubierta. Traía dos jarras heladas de plata en las manos.

—Me alegra —dijo melosamente— ver a dos jóvenes felices. Os traigo julepes de menta, una bebida muy antigua.

Eleanor bebió el suyo y sonrió.

Él también sonrió.

—¿Te gusta?

Eleanor siguió sonriendo.

—¡Vaya! ¡Es mejor que lavar platos! —exclamó enigmáticamente «Rod McBan».

El señor William empezó a pensar que ese joven rico era realmente extravagante.

Antecámara de la campana y el banco

—¡Que venga Jestocost! —ordenó el Señor Crudelta.

El Señor Jestocost ya entraba en la habitación.

—¿Qué ha ocurrido con ese joven?

—Nada, Señor y Mayor.

—Tonterías. Pamplinas. Patrañas —masculló el viejo—. Nada es algo que no ocurre. Tiene que estar en alguna parte.

—El original está con el Maestro Gatuno, en la Gran Tienda.

—¿Ese lugar es seguro? —preguntó el Señor Crudelta—. Podría ser demasiado listo y escabullirse. De nuevo estás tramando un plan, Jestocost.

—Nada que no te haya dicho ya, Señor y Mayor. ¡Puedes creerme!

El viejo frunció el ceño.

—De acuerdo. En efecto, me lo has contado. Continúa. ¿Qué hay de los otros?

—¿Quiénes?

—Los simulacros.

El Señor Jestocost soltó una carcajada.

—Nuestro colega, el Señor William, casi ha desposado a su hija con la criada de McBan, quien es provisionalmente un «Rod McBan». Todos se divierten sin que nadie sufra daño. Los robots, los ocho que sobrevivieron, se pasean por la ciudad de Terrapuerto. Lo pasan tan bien como puede pasarlo un robot. Se reúnen multitudes para pedirles milagros. Bastante inofensivo.

—¿Y la economía de la Tierra? ¿Acaso se está desequilibrando?

—He puesto los ordenadores a trabajar —respondió el Señor Jestocost— para que encuentren impuestos para todos. Llevamos varios megacréditos de ventaja.

—Dinero TAL.

—Dinero TAL, Señor.

—¿No arruinarás a McBan? —preguntó el Señor Crudelta.

—En absoluto, Señor y Mayor —exclamó el Señor Jestocost—. Soy un hombre bondadoso.

El viejo sonrió obscenamente.

—Conozco tu bondad, Jestocost, y preferiría la enemistad de mil mundos antes que tu amistad. Eres perverso, peligroso y astuto.

Jestocost, muy halagado por el comentario, dijo en tono formal:

—Estás cometiendo una gran injusticia con un funcionario honesto, Señor y Mayor.

Los dos hombres sonrieron: se conocían muy bien.

Diez kilómetros bajo la superficie de la tierra

El A'telekeli se apartó del atril ante el cual estaba rezando.

Su hija lo miraba desde la puerta, inmóvil.

—¿Qué ocurre, hija mía? —linguó él.

—Le vi la mente, padre, la vi por un instante cuando salió de la tienda del Maestro Gatuno. Es un joven rico de las estrellas, pero es un muchacho agradable. Ha comprado la Tierra, pero no es el hombre de la Promesa.

—Esperabas demasiado, A'lamelanie —linguó el padre.

—Esperaba la esperanza. ¿Es la esperanza un crimen entre las subpersonas? Lo que predijo Juana, lo que prometió el copto... ¿dónde está, padre? ¿Nunca veremos la luz del día ni conoceremos la libertad?

—Los hombres verdaderos tampoco son libres —linguó el A'telekeli—. También tienen penas, miedo, nacimiento, vejez, amor, muerte, sufrimiento y las herramientas de su propia ruina. La libertad no es algo que nos vaya a ser concedido por un hombre maravilloso venido de las estrellas. La libertad es lo que haces tú, querida, y lo que hago yo. La muerte es un asunto muy privado, hija mía, y la vida, si lo miras bien, es casi igualmente privada.

—Lo sé, padre —contestó ella—. Lo sé. Lo sé. Lo sé. —Pero en realidad no lo sabía.

—Acaso lo ignores, querida —continuó el gran hombre-pájaro—, pero mucho antes de que estas gentes construyeran ciudades, hubo otros habitantes en la Tierra, los que vinieron después de la caída del mundo antiguo. Trascendieron las limitaciones de la forma humana. Conquistaron la muerte. No tenían enfermedades. No necesitaban el amor. Procuraban ser abstracciones al margen del tiempo. Y desaparecieron, A'lamelanie, tras muertes terribles. Algunos se convirtieron en monstruos que buscaban sus presas entre los vestigios de los hombres verdaderos, por razones que los hombres normales ni siquiera podían comprender. Otros eran como ostras, envueltos en su propia santidad. Habían olvidado que la humanidad es imperfección y corrupción, que lo perfecto se escapa a la comprensión. Nosotros tenemos los fragmentos del Verbo, y somos más fieles a las profundas tradiciones humanas que los humanos mismos, pero nunca debemos cometer la necedad de buscar la perfección en esta vida ni de creer que nuestros poderes nos harán muy diferentes de lo que somos. Tú y yo somos animales, querida, ni siquiera personas verdaderas, pero éstas no comprenden la enseñanza de Juana: todo lo que
parece
humano es
humano.
Despertamos por la palabra, no por la forma, la sangre ni la textura de la carne, el pelo o el plumaje. Y existe ese poder que tú y yo no nombramos, pero que amamos entrañablemente porque lo necesitamos más que las personas de la superficie. Las grandes creencias siempre nacen en las cloacas de las ciudades, no en las torres de los zigurats. Más aún, somos animales de desecho, inútiles. Todos nosotros, aquí abajo, somos la escoria que la humanidad ha tirado y olvidado. Tenemos en ello una gran ventaja, porque sabemos desde el principio de nuestra vida que no valemos nada. ¿Y por qué no valemos nada? Porque lo dice una ley más alta y una verdad superior: la ley convencional y las costumbres no escritas de la humanidad. Pero nosotros nos queremos, hija mía. Sabemos que todo lo que ama tiene un valor en sí mismo, y que por lo tanto no es cierto que el subpueblo carezca de valor. Estamos obligados a mirar, más allá del minuto y la hora, hacia el lugar donde no funcionan los relojes ni amanecen los días. Hay un mundo al margen del tiempo, y a él apelamos. Sé que amas la vida devota, hija mía, y me parece admirable, pero sólo una fe mezquina esperaría viajeros de paso o creería que un par de milagros pueden rectificar la naturaleza de los hechos. Las personas de la superficie creen que han superado los viejos problemas porque no tienen los edificios que ellos llaman iglesias o templos, y han eliminado a los religiosos profesionales de sus comunidades. Pero un poder superior y problemas mayores aguardan aún a todos los hombres, les guste o no. Hoy, creer es una afición ridícula para la humanidad, y la Instrumentalidad la tolera porque los creyentes son insignificantes y débiles, pero la humanidad tiene momentos de gran pasión que retornarán y que nosotros compartiremos. No esperes, pues, a tu héroe de las estrellas. Si alimentas una buena vida devota en tu interior, ya está aquí, esperando a que la irrigues con lágrimas y la cultives con duros y claros pensamientos. Y si no tienes una vida devota, hay buenas vidas allá fuera.

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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