Los señores de la instrumentalidad (110 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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Más arriba se produjeron unos ruidos extraños.

Una voz estentórea reverberó en el conducto:

—¡Quedaos donde estáis! Policía. Policía. Policía.

Rod miró los cuerpos flotantes. Vio un pasillo horizontal. Manoteó en la barra y se deslizó hacia el corredor. Se sentó en el borde, sin alejarse del conducto. Aguzó la mente para audir. Mentes frenéticas y excitadas armaban alboroto a su alrededor, en busca de enemigos, lunáticos, criminales, alienígenas, cualquier cosa extraña.

Linguó suavemente, para el pasillo vacío y para sí mismo:

—Soy un gato tonto. Soy el mensajero G'rod. Debo llevar los libros al caballero de las estrellas. Soy un gato tonto. No sé demasiado.

Un robot con el reluciente blindaje ornamental de la Vieja Tierra se apeó en el corredor horizontal, miró a Rod y habló por el conducto.

—Amo, aquí hay uno. Un g'hombre con un paquete.

Un joven subjefe se asomó, los pies hacia delante, mientras se las ingeniaba para bajar por el conducto en vez de subir. Aferró el techo del pasillo transversal, se/impulsó y (una vez libre del magnetismo del conducto) cayó de pie junto a Rod. Rod audió los pensamientos del subjefe: «Soy bueno en este trabajo. Soy buen telépata. Soy competente. Mira este gato tonto.»

Rod continuó concentrándose: «Soy un gato tonto. Tengo que entregar un paquete. Soy un gato tonto.»

El subjefe lo miró con desdén. Rod sintió que la mente del policía se deslizaba por la suya en el tosco equivalente de un registro. Conservó la calma y trató de sentirse estúpido mientras el otro audía. Rod no dijo nada. El subjefe rozó el paquete con el bastón, mirando el botón de cristal de la punta.

—Libros —resopló.

Rod asintió.

—¿Has visto los cadáveres? —preguntó el joven y brillante subjefe. Hablaba en una versión penosamente clara, casi infantil, de la Vieja Lengua Común.

Rod levantó tres dedos y señaló hacia arriba.

—¿Sentiste la bomba mental, hombre-gato?

Rod, que empezaba a disfrutar del juego, irguió la cabeza y soltó un maullido de dolor. El subjefe, sin poder evitarlo, se tapó las orejas con las manos. Se disponía a irse.

—Ya veo lo que piensas, amigo gato. Eres bastante estúpido, ¿verdad?

Aunque se esforzaba por tener pensamientos obtusos, Rod se apresuró a responder humildemente:

—Yo gato listo. Muy bonito también.

—Ven —ordenó el subjefe a su robot, sin prestar atención a Rod.

Rod le tironeó de la manga.

El subjefe se volvió.

—Señor y amo —musitó Rod con humildad—, ¿dónde Hotel de las Aves Canoras, Cuarto Nueve?

—¡Madre de perros! —exclamó el subjefe—. Me enfrento a un caso de homicidio y este gato tonto me pide una dirección. —Era un joven decente y reflexionó un instante—. Por allí —dijo, señalando el conducto—. Avanzas veinte metros más y luego la tercera calle. Pero es para «personas solamente». Hay más o menos un kilómetro hasta la escalera para animales. —Frunció el ceño y se volvió a uno de los robots—. Wush', mira este gato.

—Sí, amo, un hombre-gato, muy bonito.

—De manera que te parece bonito. Él también se considera hermoso, así que la opinión es unánime. Será bonito, pero es tonto. Wush', lleva a este hombre-gato a la dirección que te indicará. Usa el conducto con mi autorización. No le pongas un cinturón, sólo abrázalo.

Rod se alegró de haberse quitado el cinturón y haberlo tirado al anaquel antes de que llegara el robot.

El robot le ciñó la cintura en lo que literalmente era un abrazo de hierro. No esperaron a que el lento impulso magnético del conducto los elevara. El robot tenía una especie de propulsor en la espalda y transportó a Rod con vertiginosa velocidad hasta el siguiente nivel. Metió a Rod en el pasillo y lo siguió.

—¿Adonde vas? —preguntó el robot.

Rod, concentrándose en pensar como un estúpido por si alguien trataba aún de audirle la mente, dijo con torpeza:

—Hotel de las Aves Canoras, Cuarto Nueve.

El robot se quedó en trance, corno si se estuviera comunicando telepáticamente, pero la mente de Rod no captó el menor susurro de comunicación telepática.

«¡Ovejas con mantequilla caliente! —pensó Rod—. Está usando la radio para confirmar la dirección con su jefatura.»

Al parecer, eso estaba haciendo Wush', que despertó al cabo de un instante. Salieron al aire libre. La luna de la Tierra llenaba el cielo, el objeto más hermoso que Rod hubiera visto. No se atrevió a detenerse para disfrutar de la vista, sino que trotó ágilmente junto al policía robot.

Llegaron a una calle con flores de densa fragancia. El aire tibio y húmedo de la Tierra esparcía la dulzura por doquier.

A la derecha había un patio con copias de antiguas fuentes, un restaurante al aire libre donde ya no había clientes, un camarero robot en la esquina y muchos cuartos individuales que daban a la plaza. El policía robot preguntó al camarero robot:

—¿Dónde está el número nueve?

El camarero le respondió levantando la mano y torciendo la muñeca dos veces, un gesto que el policía robot pareció interpretar sin problema.

—Ven —le indicó a Rod, conduciéndolo hasta una escalera exterior que subía hasta un balcón que correspondía al segundo piso. Uno de los cuartos tenía el número nueve.

Rod iba a decir al policía que ya veía el número nueve, pero Wush', con ceremoniosa amabilidad, cogió el picaporte y abrió la puerta invitándole a entrar.

Un arma pesada carraspeó y Wush', sin cabeza, cayó ruidosamente al suelo de hierro del balcón. Rod se aplastó instintivamente contra la pared del edificio.

Un hombre apuesto vestido con un traje negro se acercó a la puerta, empuñando un arma de policía de grueso calibre.

—Oh, estás aquí —le dijo a Rod con calma—. Entra.

Rod sintió que sus piernas se movían y él avanzaba hacia el cuarto a pesar de la resistencia de su mente. Dejó de fingir que era un gato tonto. Tiró los libros al suelo y volvió a pensar como un norstriliano normal, a pesar del cuerpo de gato. No sirvió de nada. Siguió andando en contra su voluntad y entró en el cuarto.

Al pasar junto al hombre, reparó en un olor dulzón y pegajoso. También vio que el hombre, aunque totalmente vestido, estaba empapado.

Dentro del cuarto llovía.

Alguien había atascado el sistema de rociadores para que una lluvia constante cayera del techo.

G'mell estaba en el centro del cuarto. Su glorioso pelo rojo era un mechón mojado e inmóvil que le colgaba sobre los hombros. Tenía una expresión de concentración y alarma.

—Soy Tostig Amaral —se presentó el hombre—. Esta muchacha aseguró que su esposo vendría con un policía. No creí que me dijera la verdad, pero lo hacía. Con el esposo gato viene el policía. Le disparé al policía. Es un robot y puedo pagar al gobierno de la Tierra tantos robots como sea necesario. Tú eres un gato. También puedo matarte, y pagar tu precio. Pero soy un buen hombre; quiero hacer el amor con tu gatita roja, así que me mostraré generoso y te daré algo de dinero para que le digas que me pertenece a mí, y no a ti. ¿Entiendes, hombre-gato?

Rod se encontró libre de los inexplicables lazos musculares que le habían impedido los movimientos.

—Mi señor, mi amo de lejos —dijo—, G'mell es una subpersona. La ley de la Tierra establece que si una subpersona y una persona se enamoran, la subpersona muere y a la persona humana se le borra el cerebro. Sin duda, amo, no querrás que las autoridades de la Tierra te borren el cerebro. Deja libre a la muchacha. Estoy de acuerdo en que puedes pagar por el robot.

Amaral cruzó la habitación. Tenía una cara pálida, petulante, humana, pero Rod advirtió que el traje negro no era tal.

El «traje» era una membrana mucosa, una extensión de la piel de Amaral.

La cara pálida palideció aún más por la rabia.

—Eres un hombre-gato muy atrevido al hablar de esa manera. Mi cuerpo es mayor que el tuyo, y además es venenoso. Tenemos una vida difícil bajo la lluvia de Amazonas Triste, y poseemos poderes mentales y físicos que más te vale no provocar. Si no te conviene el pago, lárgate. La muchacha es mía. Lo que pase con ella es asunto mío. Y si violó las normas de la Tierra, destruiré a la g'muchacha y pagaré su precio. Lárgate o morirás.

Rod habló con calma deliberada, calculando los riesgos.

—Ciudadano, hablo en serio. No soy un hombre-gato sino un súbdito de su majestad ausente, la reina de Vieja Australia del Norte. Te advierto que te enfrentas a un hombre, no a un simple animal. Deja ir a la muchacha.

G'mell quiso hablar pero no lo consiguió.

—¡Mientes, animal, y con mucho descaro! —rió Amaral—. Te admiro por tratar de salvar a tu compañera, pero ella me pertenece. Es una muchacha de placer y la Instrumentalidad me la dio. Es para
mi
placer. ¡Fuera, gato descarado! Eres un buen embustero.

Rod aprovechó su última oportunidad.

—Sondéame si quieres.

No se movió.

La mente de Amaral le recorrió la personalidad como unas manos sucias palpando cuerpos desnudos. Rod se estremeció ante la íntima suciedad del contacto con los pensamientos de un ser como ése, pues captó las clases de placeres y la crueldad que Amaral había experimentado. Se mantuvo firme, tranquilo, seguro. No dejaría a G'mell con ese monstruo de las estrellas, aunque fuera un hombre del antiguo linaje humano.

Amaral rió.

—Vaya, eres un hombre. Un chico. Un granjero. Y no puedes linguar ni audir sin el botón que llevas en el oído. Largo, mocoso, o te daré un mamporro en las orejas.

—Amaral —advirtió Rod—, a partir de ahora corres peligro.

Amaral no respondió con palabras.

Su cara angulosa y picuda empalideció aún más y los pliegues de la piel se le dilataron. Ondularon como jirones de globos húmedos. Un hedor dulzón y nauseabundo inundó el cuarto, como si fuera una tienda de golosinas atestada de cadáveres. Flotaba un olor a vainilla, azúcar, bizcochos calientes, pan recién horneado, chocolate hirviente; incluso olía a
stroon.
Pero mientras Amaral se tensaba y sacudía los pliegues auxiliares de la piel, cada olor se descomponía en una caricatura de sí mismo, una abominación. El compuesto era hipnótico. Rod miró de reojo a G'mell. Había palidecido.

Eso lo decidió.

La calma que le había revelado el Maestro Gatuno podía ser buena, pero había momentos para la serenidad y había momentos para la furia.

Rod escogió la furia.

Sintió que la ira afloraba en él, caliente, rápida y ávida como el amor. El corazón se le aceleró, los músculos se le endurecieron, la mente se le despejó. Al parecer Amaral tenía plena confianza en sus poderes hipnóticos y deletéreos, pues miraba directamente hacia delante mientras los pliegues de su piel se hinchaban y ondulaban en el aire como hojas bajo el agua. La constante lluvia del rociador mantenía mojado todo el cuarto.

Rod no reparó en eso. Dio la bienvenida a la furia.

Con su nuevo aparato para audir, se concentró en la mente de Amaral, y sólo en la de Amaral.

Su contrincante le vio mover los ojos y desenvainó un cuchillo.

—¡Hombre o gato, morirás! —gritó Amaral, impulsando por el odio y el ardor del enfrentamiento.

Rod lanzó un chillido:

bestia, mugre, roña,

escoria, suciedad, vileza,

basura mojada:

¡muere, muere, muere!

Estaba seguro de que nunca había gritado con tanta fuerza. No hubo ningún eco, ningún efecto. Amaral fijó la mirada en Rod. El cuchillo centelleaba en la mano del enemigo como la llama en la punta de una vela.

La ira de Rod se intensificó aún más.

Experimentó dolor en la mente al avanzar, calambres en los músculos al usarlos. Tuvo miedo del veneno que aquella criatura podía exudar, pero —gato o no gato— pensar en G'mell a solas con Amaral bastó para darle la ferocidad de una bestia y la fuerza de una máquina.

Sólo en el último momento Amaral comprendió que Rod se había liberado.

Rod nunca llegó a averiguar si el grito telepático había herido o no al hombre del mundo húmedo, porque hizo algo muy simple.

Embistió con la celeridad de un granjero norstriliano, arrebató el cuchillo de la mano de Amaral, arrancando al mismo tiempo pliegues de piel blanda y pegajosa, y luego le dio un tajo de clavícula a clavícula.

Retrocedió a tiempo para eludir el borbotón de sangre.

El húmedo «traje negro» se derrumbó y Amaral murió en el suelo.

Rod cogió del brazo a la aturdida G'mell y la sacó del cuarto. El aire era fresco en el balcón, pero el olor de muerte de Amazonas Triste aún lo perseguía. Sabía que se odiaría a sí mismo durante semanas, tan sólo por el recuerdo de ese olor.

Fuera había ejércitos enteros de robots y policías. Se habían llevado el cuerpo de Wush'.

Reinaba el silencio cuando ambos salieron.

Luego una voz clara, civilizada e imponente habló desde la plaza:

—¿Está muerto?

Rod asintió.

—Perdóname por no acercarme más. Soy el señor Jestocost. Te conozco, G'roderick, y sé quién eres en realidad, Estas personas están bajo mis órdenes. Tú y la muchacha podéis lavaros en los cuartos de abajo. Luego llevarás a cabo cierta misión. Te veré mañana a la segunda hora.

Unos robots se acercaron. No debían de tener sentido del olfato, pues el tufo hediondo no les molestaba. La gente se apartaba para dejarlos pasar.

—G'mell, ¿estás bien? —murmuró Rod.

Ella asintió y sonrió lánguidamente. Luego se obligó a hablar.

—Eres valiente, McBan. Eres aún más valiente que un gato.

Los robots los separaron.

Instantes después, Rod se encontró entre pequeños robots médicos blancos que le quitaban la ropa con suavidad, destreza y rapidez. En el cuarto de baño ya siseaba una ducha caliente con olor a medicamento. Rod estaba harto de la humedad, harto del agua, harto de las cosas mojadas y las gentes complicadas, pero se dirigió a la ducha con gratitud y esperanza. Aún estaba con vida. Tenía amigos desconocidos.

Y G'mell. G'mell estaba a salvo.

«¿Esto es lo que llaman amor?», pensó Rod.

El limpio y picante calor de la ducha le ahuyentó los pensamientos de la mente. Dos robots lo acompañaban. Rod se sentó en un caliente y húmedo banco de madera y ellos le frotaron con cepillos, con tanta fuerza como para arrancarle la piel.

Poco a poco, el espantoso olor fue desapareciendo.

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